Authors: Javier Casado
No obstante, no todo es tan fácil como entrenar a los futuros astronautas para hacerlos menos propensos al mareo. Como hemos dicho, la práctica ayuda, y de hecho en el cuadro de entrenamientos de los futuros astronautas se incluyen diversas experiencias poco agradables en un intento de hacerles más tolerantes al SAS, como el uso de la famosa “silla del vómito”, donde se les hace girar sobre sí mismos a gran velocidad; pero lo cierto es que ni aún así se consigue que un gran número de fornidos astronautas vomiten como un niño enfermo una vez que se encuentran en el espacio. De hecho, es práctica habitual en el transbordador espacial dedicar el día antes del retorno a tierra para realizar una limpieza general del aparato, para evitar que los miembros de la tripulación sean objeto de mofa por parte de sus compañeros a la vuelta al ser calificados de “guarros” (algo que ya ha sufrido alguna tripulación en alguna ocasión); y esta limpieza general se centra tanto en limpiar los restos de comida que inevitablemente escapan tarde o temprano de su recipiente o utensilio de mesa para terminar en las paredes, como de los restos de vómito que también es inevitable que escapen de las bolsas antimareo en los primeros días de la misión. Algún astronauta ha declarado que el olor ácido de esos primeros días a bordo tampoco favorece los esfuerzos por controlar sus estómagos de aquellos que aún resisten las náuseas a duras penas.
Confesiones
Como decíamos, los astronautas suelen ser poco dados a reconocer públicamente unos síntomas que pueden hacerles aparecer como “débiles”, por lo que son escasos los testimonios al respecto de que disponemos. Incluso ante el control de la misión y el equipo médico de tierra, las dolencias se suelen intentar ocultar o al menos minimizar salvo que resulte imposible (por hallarse incapacitados para llevar a cabo ciertas tareas, por ejemplo). Por ello, los testimonios más sinceros al respecto los hemos tenido por parte de dos personas que no eran astronautas profesionales: el senador norteamericano Jake Garn, pasajero a bordo de la misión STS-51D del transbordador, en 1985, y la “turista espacial” Anousheh Ansari, que voló a la ISS a bordo de una nave Soyuz en 2006. Ambos confesaron sin tapujos la severa indisposición que les produjo el SAS poco después de llegar al espacio, hasta el punto de que, habiendo sido el senador Garn la primera persona en reconocerlo tan claramente, en lo sucesivo se implantó extraoficialmente la “escala Garn” para medir la severidad de estos síntomas. En cuanto a Ansari, reconoció pasar un par de días postrada sin poder moverse y en un estado de somnolencia constante provocado por las fuertes inyecciones de medicamentos antimareo que le tuvieron que ser suministradas, después de tomar varias pastillas de este tipo sin encontrar apenas alivio. “
Toda la vida queriendo ir al espacio, y cuando finalmente lo conseguí me encontraba tan enferma que ni siquiera podía mirar por la ventanilla
”, confesaría más tarde.
El vértigo del infinito
Comentamos anteriormente que los grandes espacios abiertos influyen también psicológicamente en la aparición del SAS. Esto puede ser un serio problema durante la ejecución de una salida al espacio, en las que el astronauta se encuentra suspendido en el vacío a cientos de kilómetros de la Tierra, a la cual puede contemplar rotando allí abajo.
Efectivamente, el problema existe, y varios astronautas lo han experimentado, aunque de nuevo, pocos son los que lo han confesado. Uno de ellos fue Jerry Linenger, astronauta norteamericano que, durante una misión en la estación espacial Mir en 1997, tuvo que “trepar” por el brazo de una grúa de la estación para llegar hasta el punto donde debían llevarse a cabo los trabajos. Frente a estar próximo a la estructura de la estación, la situación de encontrarse “suspendido” de una especie de barra sobre el infinito vacío del espacio le produjo a Linenger una sensación de vértigo próxima al pánico. Según confesaría, con su sentido del equilibrio alterado por la ingravidez, en un instante se sentía trepando por una pared vertical, para, al instante siguiente, sentir que estaba descendiendo en picado por esa misma pared, y en otro momento sentirse como colgando boca abajo de la débil estructura a la que su infundado pánico le hacía aferrarse con todas sus fuerzas. Poniendo toda su fuerza de voluntad en el empeño, oponiendo la razón a su sensación de estar cayendo al vacío junto con la estructura a la que se agarraba, al final conseguiría alcanzar su objetivo y llevar a cabo sus tareas; pero más tarde confesó que las sensaciones de vértigo sentidas durante el trayecto fueron poco menos que terroríficas.
Indudablemente, todos estos trastornos hacen que los expertos en medicina espacial se esfuercen en encontrar una solución a estos serios síntomas. Sin embargo, hasta el momento el único remedio es la administración preventiva de píldoras antimareo similares a las que usamos en la Tierra, o las más potentes inyecciones del mismo producto para los casos más serios. De una forma o de otra, hoy por hoy todo ser humano que quiera aventurarse en el espacio tendrá que estar dispuesto a pasar algunos de los peores días de su vida enfrentándose al molesto síndrome de adaptación al espacio, el SAS: la amenaza fantasma.
Para la inmensa mayoría de los ciudadanos, la profesión de astronauta está rodeada de un halo de admiración y “glamour”. Sin embargo, hay momentos en los que agradeceríamos no tener que cambiarnos con ellos.
Se trata de un asunto bastante popular, alrededor del cual gira buena parte de las preguntas que suelen recibir los astronautas por parte de los aficionados, y, sin embargo, no deja de ser una gran desconocida. Se trata, cómo no, de la gestión de residuos, es decir, de cómo se va al servicio en el espacio.
Sí, ya conocemos casi todos lo de las bolsitas dentro de los trajes o los inodoros capaces de funcionar en gravedad cero, pero poco más se suele filtrar sobre las experiencias de su uso real, o de los problemas que pueden llegar a representar estas actividades cotidianas en el contexto de una misión espacial. Se trata de algo que los astronautas no suelen ser demasiado explícitos en comentar, por razones obvias.
Sin embargo, hay excepciones, y en ocasiones algún astronauta ha relatado detalladamente las vicisitudes vividas en torno a este delicado tema. Vicisitudes que no sólo ocurren en ingravidez, como inicialmente sería de esperar, sino que empiezan ya en tierra, con la preparación para el vuelo… y el entrenamiento en el uso de los diferentes sistemas de gestión de residuos.
Un sistema para cada ocasión
Para empezar, existen diferentes equipamientos para la recogida de residuos líquidos y sólidos, en función de cuándo se van a utilizar. Tenemos, por un lado, el famoso inodoro, que equipa tanto al transbordador como a las naves Soyuz y a la estación espacial. Pero este sistema no puede utilizarse más que durante la fase orbital de la misión, lo que no cubre ni el tiempo durante el que los astronautas estén realizando una salida al espacio (que pueden llegar a durar varias horas) ni toda la fase de lanzamiento, que, sumando cuenta atrás y posibles suspensiones temporales, puede llegar a significar también largos periodos con los astronautas sujetos a sus asientos.
Para estas fases existen dos sistemas alternativos: las bolsitas y los pañales. Sobre los segundos no hay mucho que decir, constituyendo el equipo básico de gestión de residuos para las astronautas del sexo femenino, aunque puede ser elegido también por los astronautas varones, si así lo prefieren. Pero para estos existe el sistema alternativo de las bolsas de plástico, una para la orina y otra para las heces. La primera dispone de un canal de entrada con forma de preservativo que se ajusta con una goma e incluye una válvula anti-retorno, que deja a la orina entrar pero no salir. En cuanto a la segunda, su colocación es más problemática, basándose simplemente en el pegado de su abertura cubierta de adhesivo al cuerpo del astronauta.
Para la tripulación, la utilización de estos sistemas es un suplicio. De los pañales, qué vamos a decir: a ninguno nos gustaría tener que hacer nuestras necesidades en uno de ellos. Por eso, los astronautas varones suelen optar por las bolsas, al menos en sus primeras misiones. Las féminas tienen menos opciones, pues aunque en su día se ensayaron diversas alternativas a las bolsas masculinas, no se encontró ninguna forma adecuada de sujetar las bolsas para la orina. Llegaron a ensayarse lo que parecían verdaderos aparatos de tortura con ese fin, como bolsas equipadas con un dispositivo rígido fabricado a partir de un molde de la vagina de la usuaria, que se introducía en su interior con el objetivo de ajustar perfectamente la bolsa a su cuerpo; pero la experiencia con sufridas voluntarias hizo que ésta y otras ideas fuesen finalmente desechadas a favor de los clásicos pañales.
Pero tampoco las bolsas son la panacea. Para empezar, el usuario debe pasar el mal trago de elegir su talla. Efectivamente, el ajuste de la bolsa de la orina debe ser perfecto si se quieren evitar sorpresas en vuelo, y para ello se fabrican con entradas de diferentes diámetros. El astronauta debe probarse los diferentes modelos antes de decirle al técnico de turno cuál es la talla que debe apuntar en su ficha personal, para que se le provea de la bolsa adecuada en sus futuras misiones. Un detalle que muchos viven como una pequeña humillación pública.
Luego viene el mal trago de su uso en vuelo. Y es que, una vez puesto el traje encima, muchos astronautas no pueden evitar vivir con la sensación de que la bolsa se les ha soltado. Aunque raramente sucede, la sensación de que así ha sido puede llegar a convertirse en una obsesión, obligándoles a retener la orina hasta que están prácticamente a punto de reventar y no tienen más remedio que hacerlo pase lo que pase. Muchos han confesado que, tras sufrir esta incertidumbre en una o dos misiones, han optado en lo sucesivo por confiar en la menor comodidad pero mayor seguridad de los pañales.
Y qué decir de las bolsas para las heces… Afortunadamente, hoy en día prácticamente no se usan, pues para los astronautas es más sencillo aguantarse hasta llegar a la órbita y poder utilizar el inodoro de a bordo que en el caso de la orina. Pero en ocasiones el inodoro se ha estropeado y ha habido que contar con ellas, sin olvidar que eran el único sistema disponible en las misiones Apollo y todas las que le precedieron. En esos casos, decir que el astronauta se ha sentido poco menos que humillado es decir poco. Para empezar, en condiciones de ingravidez el astronauta debe utilizar sus propios dedos desde el exterior para hacer avanzar las heces hacia el fondo de la bolsa; por otra parte, el ajuste adhesivo de la misma al cuerpo raras veces funciona de forma perfecta, no siendo extraños los escapes. Y qué decir si la bolsa tiene que utilizarse en una cápsula ante el resto de la tripulación… o incluso con el astronauta sentado en su asiento, como era el caso de las misiones Gemini.
El inodoro espacial
Después de tener que vivir con esto, la introducción del inodoro espacial pareció la panacea. Con él, la dignidad del astronauta subió varios enteros, pero aún así a la mayoría de nosotros no nos agradaría vivir esa experiencia. Para empezar, su uso requiere de un entrenamiento en tierra: durante semanas, los astronautas deben acostumbrarse a utilizar una reproducción del inodoro que incorpora una cámara en su interior. Frente a sus ojos, el astronauta ve en un monitor sus partes más íntimas, con una cruz superpuesta a modo de punto de mira. Se trata de aprender a apuntar perfectamente hacia la pequeña abertura que recoge las heces en el dispositivo, necesariamente estrecha para que el flujo de aire que realiza la succión pueda trabajar adecuadamente. En el entrenamiento, el astronauta debe situarse apuntando con precisión, y memorizar su posición sobre el asiento tomando referencias para el futuro. Una vez en el espacio, no dispondrá de una cámara de video como ayuda, y cualquier error en el apuntado tendrá consecuencias poco agradables para el conjunto de la tripulación.
Más sencillo es el sistema de recolección de orina. Incorporado al inodoro, cuenta con una entrada alternativa a la de los residuos sólidos, situada al final de un tubo flexible que incorpora una especie de embudo intercambiable, de uso personal para cada astronauta. Existen dos modelos de embudo, según que su uso sea para mujer o para hombre. Para el caso de los varones, el inodoro incorpora la advertencia de no introducir demasiado el miembro cuando se vaya a utilizar, ya que el elevado poder de succión del aparato podría tener consecuencias desagradables para su usuario.
Imagen: El inodoro ruso de la ISS, durante muchos años el único que ha existido a bordo de la estación. El tubo con el embudo amarillo es el dispositivo para la recogida de orina. (
Foto: NASA
)
A pesar de sus inconvenientes, la introducción del inodoro en las naves y estaciones espaciales supuso un enorme avance de cara al bienestar de la tripulación. Pero diseñarlo no fue tarea fácil. Existía, por un lado, la complicación técnica de diseñar un aparato capaz de recoger fluidos y residuos sólidos sin contar con la ayuda de la gravedad para dirigirlos a su interior. Por otra parte, una vez recogidos, había que almacenar estos residuos manteniendo a buen recaudo no sólo su contenido, sino también el olor. Todo ello debería funcionar durante largos periodos de tiempo de forma fiable y con un mantenimiento mínimo. Y lo peor de todo: había que comprobar de alguna forma que el sistema funcionaba antes de enviarlo a ciegas al espacio.