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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Rumbo al Peligro (19 page)

BOOK: Rumbo al Peligro
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A Bolitho le resbaló el codo de la mesa y casi cayó hacia adelante sobre los diezmados platos. El sobresalto sirvió para hacerle reaccionar, para que se diera cuenta de hasta qué punto le había afectado el alcohol que había bebido. Nunca más. Nunca, nunca más.

Oyó que Egmont anunciaba:

—Creo, caballeros, que si las damas quieren retirarse, nosotros deberíamos trasladarnos a una estancia más fresca.

De alguna manera, Bolitho se las arregló para ponerse en pie justo a tiempo para ayudar a levantarse de su silla a la ajada dama que tenía a su lado. Continuaba masticando algo mientras seguía a las demás mujeres, que desaparecieron tras una puerta para dejar solos a los hombres.

Un sirviente abrió otra puerta y esperó a que Egmont condujera a sus invitados a un salón abierto sobre el mar. Aliviado, Bolitho salió a la terraza y se apoyó en una balaustrada de piedra. Tras el calor de las velas y el efecto del vino, el aire fresco era como el agua de un arroyo entre montañas.

Miró primero la luna, y después se quedó observando el fondeadero, donde las luces procedentes de las troneras de la
Destiny
se reflejaban en el agua como si el barco estuviera ardiendo.

El médico se reunió con él en la balaustrada y dijo pesadamente:

—¡Eso sí que ha sido una comida sustanciosa, amigo mío! —Eructó antes de proseguir—: Había suficiente para alimentar a un pueblo entero durante un mes. Imagínese. Productos traídos desde lugares tan lejanos como España o Francia; no se ha reparado en gastos. Da qué pensar cuando se acuerda uno de que hay personas que se consideran afortunadas el día que consiguen un pedazo de pan.

Bolitho se lo quedó mirando. Él también había pensado al respecto, aunque no desde el punto de vista de la injusticia. ¿Cómo podía un hombre como Egmont, un extranjero en aquellas tierras, ser tan rico? Lo bastante como para obtener todo aquello que deseara, incluso una bella esposa tan joven, que no debía de haber cumplido todavía ni la mitad de los años que tenía él. El pájaro bicéfalo que llevaba alrededor del cuello era de oro; toda una fortuna sólo en aquel pequeño detalle. ¿Sería aquello parte del tesoro del
Asturias
? Egmont había conocido al padre de Dumaresq, pero era evidente que aquella era la primera vez que veía al hijo de su amigo. Apenas habían hablado, ahora que pensaba en ello, y cuando lo habían hecho siempre parecía haber algún intermediario; conversaciones intrascendentes, triviales.

Bulkley se inclinó hacia adelante y se ajustó los anteojos.

—Un capitán con muchas ganas de trabajar, ¿no cree? No puede siquiera esperar la marea de la mañana.

Bolitho se giró para mirar hacia el fondeadero. Su experta mirada descubrió enseguida una embarcación en movimiento, a pesar del estado en que se encontraba su estómago, que le producía náuseas.

Un barco navegando rumbo a la rada, cuyas velas proyectaban una vacilante sombra sobre las luces de otra embarcación que estaba anclada.

—Tiene que ser alguien de por aquí —dijo Bulkley vagamente—. Ningún extraño se arriesgaría a embarrancar en medio de la noche.

Palliser les llamó desde el umbral de la puerta abierta:

—Vengan a reunirse con nosotros. Bulkley rió entre dientes.

—¡Siempre es un muchacho de lo más generoso cuando se trata de la bodega de otro!

Pero Bolitho permaneció donde estaba. Ya llegaba bastante ruido del salón: risas, el entrechocar de vasos y la voz de Colpoys elevándose cada vez más estridente por encima de la de los demás. Bolitho sabía que nadie notaría su ausencia.

Paseó por la terraza iluminada por la luz de la luna, dejando que la brisa marina le refrescara el rostro.

Al pasar frente a otra estancia, oyó la voz de Dumaresq, muy cerca y muy apremiante:

—No he hecho un viaje tan largo para ser despedido con excusas, Egmont. Está usted metido en esto hasta el cuello desde el principio. Mi padre me explicó lo suficiente antes de morir. —Había tanto desprecio en su voz que sonaba como un latigazo—. ¡El «valeroso» primer teniente de mi padre, que lo abandonó cuando estaba gravemente herido y más le necesitaba!

Bolitho sabía que debía apartarse de allí, pero era incapaz de moverse. El tono de voz de Dumaresq hacía que un estremecimiento le recorriera la espalda. Aquello era algo que llevaba guardado desde hacía muchos años y no podía reprimir por más tiempo.

Egmont protestó débilmente:

—Yo no lo sabía. Tiene que creerme. Yo apreciaba mucho a su padre. Le serví lo mejor que pude y siempre le admiré.

La voz de Dumaresq se oyó más apagada. Debía de haberse apartado lleno de impaciencia, como Bolitho le había visto hacer a menudo a bordo del barco.

—Bien, pues mi padre, a quien usted tanto admiraba, murió en la más absoluta pobreza. Claro que, qué otra cosa podía esperar un capitán de barco rechazado porque había perdido una pierna y un brazo, ¿no? ¡Pero él guardó su secreto, Egmont; él por lo menos supo comprender el significado de la palabra lealtad! Aunque ahora puede que todo haya terminado para usted.

—¿Está amenazándome, señor? ¿En mi propia casa? ¡El virrey me respeta, y muy pronto tomará cartas en el asunto si decido hablar con él!

—¿De veras? —El tono de Dumaresq era peligrosamente sereno—. Piers Garrick era un pirata; puede que de buena cuna, pero un maldito pirata en todos los sentidos. Si se hubiera llegado a conocer la verdad sobre el
Asturias
ni siquiera su «patente de corso» hubiera bastado para salvarle el pellejo. El galeón del tesoro le presentó batalla y el buque de corso de Garrick sufrió daños muy serios. Entonces el español arrió bandera; probablemente no se había dado cuenta de hasta qué punto el impacto de sus cañonazos había destrozado el casco del barco de Garrick. Fue el error más grave de su vida.

Bolitho esperó conteniendo el aliento, temeroso de que el repentino silencio que siguió se debiera a que de alguna forma hubieran descubierto su presencia.

Entonces Dumaresq añadió sosegadamente:

—Garrick abandonó el mando de su nave y se hizo con el control del
Asturias
. Probablemente hizo una carnicería con la mayoría de los españoles o los abandonó para que se pudrieran en algún lugar en el que nadie pudiera encontrarlos. Luego, todo le resultó muy sencillo. Navegó con el barco del tesoro hasta este puerto y fondeó con cualquier excusa. Inglaterra y España estaban en guerra, y el
Asturias
debió de obtener autorización para permanecer aquí por algún tiempo, aparentemente para efectuar reparaciones, aunque la verdadera razón fuera demostrar que continuaba a flote después de su supuesto encuentro con Garrick.

Egmont dijo con voz trémula:

—Eso son sólo conjeturas.

—¿Conjeturas? Déjeme terminar y luego decida si piensa pedirle ayuda al virrey.

Hablaba de forma tan mordaz que Bolitho casi sintió lástima de Egmont.

Dumaresq prosiguió:

—Cierto barco inglés fue enviado para investigar la pérdida del navío de Garrick y la desaparición del tesoro, una presa que legítimamente le correspondía al rey. El comandante de ese barco era mi padre. Usted, como su primer oficial, recibió la orden de obtener una declaración de Garrick, quien enseguida debió de darse cuenta de que sin su connivencia acabaría en la horca. Pero su nombre quedó libre de sospecha, y mientras él recuperaba el oro de donde lo hubiera ocultado tras destruir el
Asturias
, usted dimitió de su cargo en la Armada y reapareció misteriosamente poco después aquí, en Río, donde todo había empezado. Pero esta vez era usted un hombre rico, muy rico. Mi padre, por su parte, continuó en activo. Entonces, en el año 62, cuando servía con el contraalmirante Rodney en la Martinica expulsando a los franceses de sus islas en el Caribe, fue gravemente herido, cruelmente mutilado para el resto de su vida. Seguro que saca usted alguna moraleja de todo ello, ¿o no?

—¿Qué quiere que haga? —Su tono de voz le delataba: estaba aturdido, abrumado ante el aplastante triunfo de Dumaresq.

—Necesitaré un testimonio jurado que confirme lo que acabo de relatar. Pienso conseguir la ayuda del virrey si es necesario; desde Inglaterra enviarán un mandamiento judicial. El resto puede imaginarlo usted mismo. Con su declaración y el poder que me ha sido otorgado por Su Majestad y los jueces, pretendo arrestar a «sir». Piers Garrick y llevarle conmigo a Inglaterra para que sea juzgado. ¡Quiero ese oro, o lo que quede de él, pero sobre todo quiero a Garrick!

—Pero ¿por qué me amenaza a mí de esta manera? Yo no tuve parte en lo que le sucedió a su padre en la Martinica. Entonces ya no estaba en la Armada, ¡lo sabe usted perfectamente!

—Piers Garrick suministraba armas y material militar a las guarniciones francesas de la Martinica y Guadalupe. Sin su intervención, quizá mi padre se hubiera podido salvar; ¡y sin la de usted, Garrick no habría tenido la oportunidad de traicionar a su país por segunda vez!

—Yo… necesito tiempo para pensar.

—Todo ha terminado, Egmont. Después de treinta años. Necesito conocer el paradero de Garrick y lo que está haciendo. También he de saber todo lo que pueda decirme acerca del oro, absolutamente todo lo que sepa. Si obtengo lo que quiero a plena satisfacción, zarparé de este puerto y usted no volverá a verme. De lo contrario. —Dejó la frase en suspenso.

—¿Puedo confiar en su palabra? —quiso saber Egmont.

—Mi padre confió en usted. —Dumaresq dejó escapar una risa corta—. Elija.

Bolitho se arrimó a la pared y observó las encumbradas estrellas. La energía de que estaba imbuido Dumaresq no se debía únicamente a su sentido del deber y a su anhelo de entrar en acción. El odio le había hecho indagar durante años a partir de la poca y vaga información que poseía; el odio le había hecho perseguir como un perro de caza la clave que desvelaría el misterio que siempre había rodeado las circunstancias que habían convertido a Garrick en un hombre tan poderoso. No era de extrañar que el almirantazgo hubiera elegido a Dumaresq para aquella misión. El aguijón de la venganza garantizaba su eficacia, le situaba muy por delante de cualquier otro comandante que aspirase a tomar el mando en aquel caso.

Una puerta se abrió con gran estruendo y Bolitho oyó a Rhodes cantando; poco después le oyó protestar mientras le arrastraban de nuevo al interior de la casa.

Cruzó despacio la terraza, repasando mentalmente todo lo que acababa de escuchar. La enorme importancia de aquella información era perturbadora. ¿Cómo podría seguir cumpliendo con sus obligaciones como si no supiera nada? ¿Cómo conseguiría guardar el secreto? Dumaresq se lo notaría en cuanto le echara la vista encima.

De repente, estaba completamente sobrio, el embotamiento desapareció de su cabeza como la bruma del mar.

¿Qué iba a ser de ella si Dumaresq cumplía su amenaza?

Irritado, dio media vuelta y se dirigió hacia las puertas abiertas. Al entrar notó que algunos de los invitados ya se habían marchado, y vio al comandante de las baterías de tierra inclinándose hasta casi tocar el suelo en una reverencia de despedida al tiempo que apoyaba el sombrero en su voluminoso vientre.

Egmont estaba allí junto a su esposa, pálido pero sin mostrar ningún otro signo de nerviosismo, impasible.

También Dumaresq mostraba la misma actitud que antes, asintiendo a la charla de los portugueses o besando la mano enguantada de la esposa del abastecedor de buques. Era como observar a dos personas completamente distintas de las que acababa de oír casualmente en una estancia casi contigua.

Dumaresq dijo:

—Creo que todos mis oficiales están de acuerdo en lo deliciosa que ha sido la invitación a su mesa, señor Egmont.

Su mirada cayó sobre Bolitho sólo un instante. Sólo fue eso, pero Bolitho tuvo la sensación de que le estaba interrogando en voz alta.

—Espero que podamos corresponder a su amabilidad. Pero el deber es el deber, como ya debe de saber usted por experiencia.

Bolitho miró a su alrededor, pero nadie había notado la súbita tensión entre Egmont y el comandante.

Egmont le dio la espalda y dijo:

—Buenas noches a todos, caballeros.

Su esposa se adelantó, los ojos semiocultos en la penumbra, y le ofreció la mano a Dumaresq.

—En realidad ya habría que decir buenos días, ¿no?

Él sonrió mientras le besaba la mano.

—Verla siempre es un placer, señora.

Su mirada se posó en el pecho desnudo de ella, y Bolitho se puso como la grana al recordar lo que Dumaresq había comentado acerca de la mujer que les había mirado cuando pasaban en el carruaje.

Ella sonrió al comandante; ahora sus ojos resplandecían a la luz de las velas.

—¡Bueno, en ese caso espero que haya visto lo bastante por hoy, señor!

Dumaresq rió y cogió el sombrero que le alcanzaba un sirviente mientras los demás se despedían.

Rhodes fue arrastrado al exterior y subido a peso al carruaje que les esperaba, en el que cayó con una sonrisa de felicidad en el rostro.

Palliser masculló:

—¡Es vergonzoso, qué deshonra!

Colpoys, cuya arrogancia era lo único que evitaba que se derrumbara como había hecho Rhodes, exclamó con voz espesa:

—Una velada encantadora, señora. —Hizo una reverencia y casi cayó de bruces.

Egmont dijo lacónicamente:

—Creo que será mejor que entres en casa, Aurora; está refrescando y hay mucha humedad.

Bolitho se la quedó mirando. Aurora. Qué nombre tan cautivador.

Recogió su sombrero y se dispuso a seguir a los demás.

—Y bien, teniente, ¿no va a decirme nada?

Le miró como lo había hecho la primera vez, con la cabeza ligeramente ladeada. El lo vio claramente en sus ojos: el riesgo, el desafío.

—Le pido disculpas, señora.

Ella le ofreció la mano.

—No debería usted pedir disculpas con tanta frecuencia. Me hubiera gustado que tuviéramos más tiempo para hablar. Pero había tanta gente. —Movió la cabeza y las plumas hechas de rubíes refulgieron en su pecho—. Espero que no se haya aburrido demasiado.

Bolitho notó que se había quitado su largo guante blanco antes de ofrecerle la mano. Sostuvo los dedos entre sus manos y respondió:

—No estaba aburrido. Estaba desesperado. Hay cierta diferencia.

Ella retiró la mano y Bolitho pensó que lo había echado todo a perder con su torpeza.

Pero ella estaba observando a su esposo, que escuchaba las palabras de despedida de Bulkley. Entonces dijo suavemente:

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