Sáfico (43 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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—Lo sabíamos.

—¿Estáis todos locos?

—A lo mejor sí —contestó Jared—. Cuesta aceptar la realidad, así que inventaron la Era para protegernos del mundo real. Y sí, la mayor parte del tiempo era fácil olvidar. Al fin y al cabo, el mundo es lo que uno ve y oye. Para uno mismo, ésa es la única realidad.

—Pues para eso podía haberme quedado dentro. —La decepción de Keiro era absoluta. Entonces se dio la vuelta, abrumado por la verdad—. ¡Esta destrucción es obra de la Cárcel!

—Claro que sí. —Finn se frotó el hombro dolorido—. ¿Cómo si no…?

—Señor. —El capitán de los soldados irrumpió en la sala sin aliento—. ¡Señor! ¡La reina!

Finn lo apartó de un manotazo y echó a correr por el pasillo, con Keiro pisándole los talones. Jared se paró a esconder el Guante en la túnica y después los siguió a toda prisa. Bajó la escalinata tan rápido como pudo, pisando peldaños podridos y dejando atrás paneles de madera roídos por los ratones, azotado por el viento que se colaba por las ventanas en las que el plastiglas se había desintegrado. No se atrevía a pensar en su Torre… Aunque por lo menos, allí todos los aparatos científicos eran auténticos.

¿O no lo eran?

Hizo un alto y apoyó la mano en la barandilla de madera. Cayó en la cuenta de que no tenía forma de saberlo, de que nada de lo que había dado por hecho era digno de confianza.

Y sin embargo, esa desintegración no lo desmoralizó, como había ocurrido con Finn y su caprichoso hermano. A lo mejor era porque siempre había percibido su propia enfermedad como un diminuto fallo en la perfección del Reino, una grieta que no podía taparse ni disimularse.

Ahora todo estaba igual de estropeado que él.

En el espejo, carente de su marco de plata, atisbó por un momento su cara enjuta y sonrió con amabilidad. Claudia deseaba abolir el Protocolo. Tal vez la Cárcel lo hubiera hecho por ella.

No obstante, la terrible vista que obtuvo al mirar por las almenas le congeló la sonrisa.

El feudo era una tierra yerma. Todos los prados del Guardián estaban llenos de maleza, sus imponentes bosques eran meras ramas desnudas contra el cielo gris del invierno.

El mundo había envejecido en un instante.

Pero fue el campamento enemigo lo que captó la atención de todos ellos. Absolutamente todos los banderines de colores estaban rotos, todas las enclenques tiendas de campaña estaban destrozadas, con las guías partidas en pedazos. Los caballos deambulaban confundidos, las armaduras de los soldados se iban oxidando y se les caían del cuerpo a trozos en medio de la agitación, los mosquetones se volvían de pronto antiguallas inútiles, las espadas eran tan frágiles que se les deshacían en la mano.

—El cañón. —La voz de Finn denotaba una extraña alegría—. Es imposible que se atrevan a disparar el cañón ahora, seguro que tienen miedo de explotar. No pueden tocarnos.

Keiro lo miró a la cara.

—Hermano, no les hace falta un cañonazo para acabar con esta ruina. Un buen mamporro la derrumbaría.

Sonó una trompeta. De la carpa de la reina salió una mujer. Iba cubierta por un velo y caminaba apoyada en el brazo de un chico con una casaca brillante que no podía ser otro que el Impostor. Juntos recorrieron el campamento, pasando casi desapercibidos entre el pánico general.

—¿Va a rendirse? —murmuró Finn.

Keiro se volvió hacia un guardia:

—Trae a Caspar.

El soldado dudó al principio y miró a Finn, quien dijo:

—Haz lo que dice mi hermano.

El hombre corrió. Keiro sonrió.

La reina llegó al borde del foso y alzó la mirada tapada por el velo. Unas joyas relucientes le adornaban la garganta y las orejas. Por lo menos esas alhajas debían de ser auténticas.

—¡Dejadnos entrar! —chilló el Impostor. Parecía abrumado, había perdido la compostura—. ¡Finn! ¡La reina quiere hablar contigo!

No había ceremonia, ni Protocolo, ni heraldos, ni cortesanos. Únicamente una mujer y un chico con aspecto perdido. Finn contestó:

—Que bajen el puente levadizo. Llevadlos al Gran Salón.

Jared miró en dirección al foso.

—Entonces, parece que no soy sólo yo —murmuró.

—¿Maestro? —preguntó Finn mirándolo a la cara. El Sapient contemplaba a la reina cubierta por el velo con una inmensa tristeza en los ojos.

—Será mejor que dejes esto en mis manos, Finn —le dijo en voz baja.

—¡Debe de haber cientos de personas ahí fuera! —exclamó Attia mirando fijamente la puerta que retemblaba.

—Quedaos aquí —espetó el Guardián—. Yo soy el Guardián. Me enfrentaré a ellos.

Bajó los cinco peldaños hasta llegar al suelo nevado y caminó dando grandes zancadas rápidas hacia los martillazos. Claudia lo observaba.

—Si son Presos, están desesperados —dijo Attia—. Las condiciones deben de ser insoportables.

—Pues lo pagarán con el primero que se les cruce en el camino.

Rix tenía la mirada fija y sus ojos desprendían ese brillo demente que tanto temía Attia.

Claudia negó furiosamente con la cabeza.

—Es todo por tu culpa. ¡¿Por qué tuviste que traer ese maldito Guante?! ¿Eh?

—Porque tu querido padre me lo ordenó, bonita. Yo también soy un Lobo de Acero.

Su padre. Se dio la vuelta y corrió escaleras abajo. Se apresuró tras él. Atrapada en un cúmulo de locos y ladrones, su padre era la única presencia que le resultaba familiar. Muy próximo a su espalda, oyó el jadeo de Attia:

—Espérame.

—¿Es que la aprendiz no quiere quedarse con el hechicero? —le soltó Claudia.

—El aprendiz no soy yo. Es Keiro. —Attia la alcanzó. Y entonces le preguntó—: ¿Está Finn a salvo?

Claudia miró detenidamente el rostro fino de Attia y su pelo corto y trasquilado.

—Ha recuperado la memoria.

—¿Ah, sí?

—Eso dice.

—¿Y los ataques?

Claudia se encogió de hombros.

—¿Piensa en… nosotros? —lo preguntó en un susurro.

—Pensaba en Keiro continuamente —dijo Claudia con acritud—. Así que espero que ahora esté contento.

No dijo la otra cosa que estaba pensando: que Finn apenas había mencionado el nombre de Attia.

El Guardián había llegado a la portezuela. Al otro lado, el ruido era espeluznante. Los cuchillos chocaban contra la madera y el metal; con un golpe de fuerza todopoderosa, la punta de un hacha destelló a través del ébano. La puerta se sacudió hasta los cimientos.

—¡Silencio ahí fuera! —gritó el Guardián.

Alguien chilló. Una mujer sollozó. Los aporreos se duplicaron.

—No os oyen —dijo Claudia—. Y si entran…

—No querrán escuchar a nadie. —Attia rodeó a la otra chica y se plantó delante de la cara del Guardián—. Y mucho menos a vos. Os echarán la culpa.

En medio del estruendo, el Guardián le sonrió con su frialdad habitual.

—Ya lo veremos. Todavía soy el Guardián. Aunque tal vez, para empezar, deberíamos tomar algunas precauciones.

Sacó un pequeño disco plateado. En la tapa había un lobo, con las fauces abiertas y amenazantes. Lo tocó y el objeto se iluminó.

—¿Qué hacéis?

Claudia dio un respingo cuando otro golpe en la puerta soltó unas astillas que cayeron en la nieve.

—Ya te lo he dicho. Asegurarme de que la Cárcel no gane.

Lo cogió del brazo.

—¿Y qué pasa con nosotros?

—Somos prescindibles. —El Guardián tenía los ojos grises y claros. A continuación, dijo hablando por el artilugio—: Soy yo. ¿Cómo está la situación ahí fuera?

Mientras escuchaba, su rostro se ensombreció. Attia se apartó de la puerta; se estaba combando, con los goznes a punto de estallar, los remaches crujían.

—Van a entrar.

Pero Claudia había desviado la mirada hacia su padre, que decía con autoridad:

—Entonces ¡hacedlo ya! Destruid el Guante. Antes de que sea demasiado tarde.

Medlicote apagó el receptor, se lo metió en el bolsillo y levantó la mirada hacia el pasillo en ruinas. Le llegaba el eco de unas voces desde el Gran Salón; caminó a la carrera hacia la sala, atravesando una multitud de lacayos asustados, y pasó por delante de Ralph, quien lo cogió del brazo y le preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿Es el fin del mundo?

El secretario se encogió de hombros.

—Es el final de un mundo, señor, y tal vez el principio de otro. ¿Está ahí dentro el Maestro Jared?

—Sí. ¡Y la reina! ¡La reina en persona!

Medlicote asintió. Las medias lunas de sus gafas estaban vacías, le faltaban los cristales. Abrió la puerta.

En el ruinoso salón, alguien había encontrado una vela de verdad; Keiro había hecho fuego y la había encendido.

Por lo menos la Cárcel les había enseñado supervivencia, pensó Finn. De ahora en adelante a todos les harían falta esos recursos. Se dio la vuelta.

—¿Señora?

Sia estaba de pie junto a la puerta. No había pronunciado ni una palabra desde que había cruzado el puente levadizo, y su silencio lo asustaba.

—¿Supongo que nuestra guerra está en suspenso?

—Pues supones mal —susurró la reina—. Mi guerra ha terminado.

Tenía la voz rota, con un leve temblor. A través del velo, sus ojos, pálidos como el hielo, lo escrutaban. Parecía abatida, incluso rendida.

—¿Ha terminado? —Finn miró al Impostor. El chico que había asegurado ser Giles se hallaba de pie, taciturno, delante del hogaril vacío, con el brazo derecho todavía vendado, y su imponente armadura se oxidaba por momentos ante sus ojos—. ¿Qué queréis decir?

—Quiere decir que está acabada. —Jared se acercó y se colocó delante de la reina. Finn se asombró al ver lo mucho que se había encogido la mujer. La voz de Jared fue amable—. Siento que os haya pasado esto.

—¿De verdad? —preguntó en un susurro Sia—. A lo mejor sí lo sentís, Maestro Jared. A lo mejor sois el único que puede comprender en parte lo que siento. Una vez me burlé de vos recordándoos vuestra muerte. Sería lícito que hicierais lo mismo conmigo.

Jared negó con la cabeza.

—Creía que habías dicho que la reina era joven —le murmuró Keiro a Finn al oído.

—Y lo es.

Pero entonces, los dedos de la reina se agarraron a la manga de Jared, y Finn ahogó un suspiro, porque eran los dedos de una anciana, moteados e inseguros, con la piel arrugada, las uñas secas y quebradizas.

—Al fin y al cabo, de nosotros dos seré yo quien muera la primera. —Apartó la mirada con un resto de su antigua coquetería—. Dejadme que os muestre la muerte, Jared. Pero a estos jovencitos no. Sólo vos, Maestro, veréis cómo es Sia en realidad.

Con las manos temblorosas, se colocó delante de él y se levantó el velo. Por encima del hombro, Finn vio que Jared se debatía entre el horror y la lástima, contemplaba en silencio la belleza perdida de la reina sin bajar la mirada.

La habitación se quedó en silencio. Keiro miró a Medlicote, que se había quedado en el vano de la puerta, en señal de humildad.

Sia bajó el velo y dijo:

—A pesar de todos mis defectos, he sido una reina. Dejadme morir como una reina.

Jared hizo una reverencia. Luego dijo:

—Ralph, enciende la chimenea en el dormitorio rojo. Haz todo lo que puedas por ella.

Inseguro, el sirviente asintió. Tomó a la anciana del brazo y la ayudó a salir.

Capítulo 32

La paloma se elevará sobre la destrucción

con una rosa blanca en el pico.

Sobre la tormenta,

sobre la tempestad.

Sobre el tiempo y las edades.

Y los pétalos caerán al suelo como la nieve.

Profecía de Sáfico para el Fin del Mundo

En cuanto se cerró la puerta, Keiro dijo:

—No lo entiendo.

—Intentó conservar la juventud. —Jared se sentó como si la situación lo hubiese debilitado—. La llamaban bruja, pero estoy casi seguro de que utilizaba varitas mágicas antiarrugas y algún tipo de avanzados implantes genéticos. Ahora, todos los años robados han vuelto a ella de repente, como un mazazo.

—Parece uno de los cuentos de Rix —Keiro dijo con voz pausada—. Entonces, ¿va a morir?

—Muy pronto.

—Bien. Así ya sólo queda él. —Keiro dirigió su mano herida hacia el Impostor.

Finn levantó la cabeza, y el Impostor y él se miraron a la cara.

—Ya no te pareces tanto a mí —le dijo Finn.

El aspecto del chico también había cambiado, sus labios eran más finos, la nariz más larga, el pelo demasiado oscuro. Todavía guardaba cierto parecido con Finn, pero ya no eran tan inconfundibles como antes. La verosimilitud habría muerto con la Era.

—Mira —dijo el Impostor—. No fue idea mía. Me encontraron. ¡Me ofrecieron un reino! Tú también lo habrías hecho… ¡Cualquiera! Le prometieron a mi familia oro suficiente para alimentar a mis seis hermanos durante años. No me quedó otra opción. —Se irguió—. Y supe hacerlo bien, Finn. Tienes que reconocerlo. Los engañé a todos. Incluso puede que te engañase a ti. —Bajó la mirada hacia la muñeca, en la que el tatuaje del águila también se había esfumado—. Otro detalle del Protocolo —murmuró.

Keiro encontró una silla y se dejó caer en ella.

—Creo que deberíamos encerrarlo en ese cubo que llamas Cárcel.

—No. Que escriba una confesión y admita en público que era un impostor. Que diga que la reina y Caspar habían urdido un complot para colocar a un falso Giles en el trono. Y después, lo dejaremos marchar. —Finn miró a Jared—. Ya no supone una amenaza para nosotros.

Jared asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo.

Keiro no parecía nada convencido, pero Finn se puso de pie.

—Que se lo lleven.

Sin embargo, cuando el Impostor llegaba a la puerta, Finn dijo en voz baja:

—Claudia nunca creyó en ti.

El Impostor se detuvo y se echó a reír.

—¿Ah no? —susurró desafiante. Volvió la cabeza y miró fijamente a Finn—. Pues yo diría que creía en mí más de lo que creía en ti.

Esas palabras acuchillaron a Finn; un dolor que le cortó la respiración. Desenvainó la espada y avanzó hacia el Impostor: lo único que deseaba era acabar con él, destruir esa imagen irritante y ponzoñosa de todo lo que él no había sido nunca. Pero Jared se interpuso y la mirada verdosa del Sapient lo hizo detenerse.

Sin darse la vuelta, Jared dijo:

—Sacadlo de aquí.

Y los guardias se llevaron al Impostor.

Finn tiró la espada al suelo resquebrajado.

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