Sáfico (41 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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—¿Por qué no puedo abrasaros a todos y convertiros en ceniza?

—Porque dañarías tu delicada creación. —El Guardián dio un paso en dirección a la estatua; Claudia levantó la mirada hacia la figura con admiración mientras su padre tiraba de ella para que lo siguiera—. Creo que eres demasiado astuto para hacer algo así. —Sonrió—. Me parece, Incarceron, que las cosas han cambiado entre nosotros dos. Durante años has hecho lo que has querido, has gobernado a tu antojo. Te has controlado a ti mismo. De Guardián yo sólo tenía el nombre. Ahora, la única cosa que quieres, está fuera de tu alcance.

Claudia notó que Attia daba un brinco y se colocaba un paso por detrás de ella.

—Escucha lo que dice —le susurró la chica—. Todo esto tiene que ver con él y su poder.

La Cárcel soltó una risilla siniestra.

—¿Eso crees?

John Arlex se encogió de hombros. Miró a Claudia.

—No lo creo, lo sé. El Guante ha sido sacado al Exterior. Sólo te será devuelto si yo lo ordeno.

—¿Si tú lo ordenas? ¿Con qué poder?

—Con el poder de ser lord del Clan de los Lobos de Acero.

Era una fanfarronada, pensó Claudia, quien dijo en voz alta:

—¿Te acuerdas de mí, Incarceron?

—Me acuerdo de ti. Fuiste mía y volverás a ser mía. Pero ahora, a menos que recupere mi Guante, apagaré las luces y eliminaré el aire y el calor. Dejaré que miles de Presos se asfixien en la oscuridad.

—No lo harás —dijo el Guardián sin perder el temple—. De lo contrario, nunca tendrás el Guante. —Hablaba con la misma autoridad que si se dirigiera a un niño—. En lugar de eso, muéstrame la puerta secreta que utilizó Sáfico.

—¿Para que tú y tu supuesta hija podáis recuperar la libertad y me dejéis aquí atrapado? —Su voz fue acompañada de varios chispazos—. Jamás.

La Cárcel se sacudió. Claudia trastabilló y se cayó sobre Rix, quien la agarró del brazo con una sonrisa.

—La ira de mi padre —susurró el mago.

—Voy a destruiros a todos.

Los cuadrados negros del suelo se hundieron, convertidos en agujeros. De ellos salieron cables con ponzoñosas bocas abiertas. Se retorcían y ondeaban como serpientes de poder, entre crujidos y esputos.

—Subid las escaleras. —El Guardián las subió a toda prisa para quedarse a los pies del hombre alado, con Rix empujando a Claudia tras él. Attia llegó la última y miró a su alrededor.

Vívidos impactos blancos rompían la oscuridad.

—No dañará la estatua —murmuró el Guardián.

Attia echó un vistazo.

—Yo no estaría tan segura…

En lo alto del techo, un gran estruendo la silenció. Las nubes negras presagiaban tormenta. Unos diminutos copos de nieve, duros y compactos, caían sobre ellos. En cuestión de segundos, la temperatura se puso bajo cero y continuó descendiendo. El aliento de Rix se convirtió en vaho cuando exhaló el aire.

—No le hará falta dañarla. Le bastará con congelarnos y dejarnos tiesos de la cabeza a los pies.

Y cada uno de los minúsculos copos de nieve susurraba al caer, el eco de una furia repetida millones de veces.

Sí.

Sí.

Sí.

El primer disparo había sido sólo una advertencia. La bala había sobrevolado con creces el tejado y había impactado en algún lugar de los bosques posteriores. Pero Finn sabía que la siguiente daría en el blanco; mientras subía a la carrera el último peldaño y salía a las almenas, vio a través del humo acre los artilleros de la reina, que ajustaban el ángulo de los cinco imponentes cañones que habían dispuesto en las extensiones de césped.

Detrás de él, Keiro suspiró.

Finn se dio la vuelta. Su hermano de sangre se había quedado paralizado, con la mirada perdida en el pálido cielo del amanecer, salpicado de oro y escarlata. Estaba saliendo el sol. Pendía como un gran globo rojo por encima de los hayedos, y los grajos ascendían en bandadas desde las ramas para salir a su encuentro.

La sombra alargada de la casa se extendía sobre los prados y los jardines, y en el foso, la luz refulgía en las ondas que los cisnes trazaban al despertarse.

Keiro salió a las almenas y se agarró de la barandilla de piedra, como si quisiera asegurarse de que era real. Se deleitó un buen rato en la perfección de la mañana, en los banderines encarnados y dorados que ondeaban sobre las carpas de la reina, observó los ribazos de lavanda, las rosas, las abejas que zumbaban en las flores de madreselva que había bajo sus manos.

—Increíble —susurró—. Absolutamente increíble.

—Y eso no es nada —murmuró Finn—. Cuando el sol llegue a lo alto, te cegará. Y por la noche… —Se detuvo—. Entra. Ralph, dale agua caliente, y las mejores prendas…

Keiro negó con la cabeza.

—Tentador, hermano, pero aún no. Primero acabemos con esa reina enemiga.

Medlicote subió detrás de ellos, casi sin resuello, y tras él aparecieron los soldados que empujaban a Caspar, furioso y con la cara enrojecida.

—Finn, quítame estas cuerdas ya. ¡Insisto!

Finn asintió y el guardia más cercano cortó el nudo hábilmente. Caspar se frotó como muchos aspavientos las muñecas magulladas y miró con altanería uno por uno a todos los presentes salvo a Keiro, cuyos ojos le parecían demasiado aterradores para mirarlos fijamente.

El capitán Soames lo miró incrédulo.

—¿No es…?

—Esto es un milagro —dijo Finn—. Y ahora, ¿podemos llamar su atención antes de que nos rompan en pedazos?

Levantaron la bandera, que aleteó con estruendo. En el campamento de la reina, unos cuantos hombres señalaron hacia ellos; alguien entró corriendo en la carpa más grande. Nadie salió.

Las armas formaban una fila de bocas oscuras.

—Si disparan… —dijo nervioso Medlicote.

Keiro interrumpió:

—Se acerca alguien.

Un cortesano galopaba hacia la casa del Guardián en un caballo gris. Habló con los artilleros al pasar junto a ellos, después galopó con cautela por los prados hasta llegar al borde del foso.

—¿Deseáis entregar al Preso? —chilló.

—Callad y escuchadme. —Finn se asomó—. Decidle a la reina que, si nos dispara, matará a su hijo. ¿Entendido?

Agarró a Caspar y lo empujó hacia las almenas. El cortesano lo miró horrorizado, mientras el caballo hacía cabriolas bajo sus piernas.

—¿El conde? Pero…

Keiro se acercó a Caspar y le puso un brazo por los hombros.

—¡Aquí está! Con las dos orejas, los dos ojos y las dos manos. A menos que quieras llevarle alguna a la reina como prueba…

—¡No! —gimió el hombre.

—Qué pena. —Keiro había acercado una navaja a la mejilla de Caspar con aire descuidado—. Pero te aconsejo que le digas a la reina que ahora está en mis manos, y yo no soy como todos vosotros. A mí no me gusta jugar.

Agarró más fuerte a Caspar, hasta que éste soltó un gemido.

Finn dijo:

—No.

Keiro sonrió con la más encantadora de sus sonrisas.

—Y ahora, corre.

El cortesano hizo girar al caballo y galopó hacia el campamento. Los cascos levantaban nubes de polvo. Cuando alcanzó a los hombres que había junto a los cañones, les gritó con apremio. Se retiraron, claramente confundidos.

Keiro se dio la vuelta. Apretó levemente la punta de la navaja contra la piel blanca de Caspar. Un puntito rojo se llenó de sangre.

—Un pequeño recuerdo —le susurró.

—Déjalo. —Finn apartó a Caspar y empujó al conde, a punto de desmayarse, hacia donde estaba el capitán Soames—. Llevadlo a algún lugar seguro y pedid a un hombre que se quede con él. Comida y agua. Todo lo que necesite.

Mientras se llevaban al joven, Finn se dirigió a Keiro muy enfadado.

—¡Esto no es la Cárcel!

—No paras de repetirlo.

—No hace falta que seas tan salvaje.

Keiro se encogió de hombros.

—Demasiado tarde. Así soy yo, Finn. Así es como me ha vuelto la Cárcel. Aquello no se parece a todo esto, qué va. —Hizo un gesto con el que abarcó la casa del feudo—. Este mundo tan precioso, estos soldados de juguete. Yo soy real. Y soy libre. Libre de hacer lo que me venga en gana.

Caminó hacia las escaleras.

—¿Adónde vas?

—A por ese baño, hermano. Y esa ropa.

Finn asintió con la cabeza y le dijo a Ralph:

—Búscale algo.

Al ver la consternación en el rostro del anciano, se dio la vuelta.

Se había olvidado. En tres meses se había olvidado ya de la temeridad de Keiro, de su arrogancia y su caprichosa testarudez. Había olvidado que siempre tenía miedo de lo que podía ser capaz de hacer su hermano.

El grito furioso de una mujer lo obligó a levantar la cabeza. Cortó la mañana como el filo de un cuchillo, procedente de la tienda de la reina.

Bueno, por lo menos ese mensaje había llegado a su destino.

Capítulo 30

Como la Bestia te arranqué el dedo.

Como el Dragón te doy la mano.

Te has colado reptando en mi corazón.

Ya no te veo.

¿Sigues ahí?

Espejo de los Sueños a Sáfico

El aire mismo estaba congelado.

Acurrucada a los pies del Sáfico alado, Attia no podía dejar de tiritar. Con las rodillas levantadas y el cuerpo rodeado por los brazos, sufría la enmudecedora agonía de la congelación. Tenía los hombros blancos, los brazos, la espalda. La nieve había con vertido el hatillo miserable que era Rix en un mago albino, con el pelo desgreñado brillante por la escarcha medio derretida.

—Vamos a morir —dijo con voz ronca el hechicero.

—No.

El Guardián no había dejado de caminar. Sus pisadas describían un círculo completo alrededor de la base de la estatua.

—No. Es un farol. La Cárcel está ingeniando una solución. Sé cómo funciona su mente. Está probando todos los planes y opciones que se le ocurren, y mientras tanto, confía en obligarnos a entregarle el Guante.

—¡Pero no podemos! —gruñó Rix.

—¿Acaso crees que no puedo hablar con el Exterior?

Claudia estaba de pie, justo detrás de él, y preguntó:

—¿Podéis? ¿O eso también es un farol? ¿Forma parte del juego al que lleváis toda la vida jugando?

Su padre se detuvo y se volvió hacia ella. Contraída por el frío, su cara tenía una palidez cadavérica contra el alto cuello oscuro.

—Veo que todavía me odias.

—No os odio. Pero no puedo perdonaros.

El Guardián sonrió.

—¿Por qué? ¿Por haberte rescatado de una vida en el infierno? ¿Por haberte dado todo lo que podías desear: dinero, educación y grandes propiedades? ¿Por haberte prometido con un príncipe?

Siempre le hacía lo mismo. La hacía sentir tonta y desagradecida. Pero aun así, contestó:

—Me disteis todo eso, sí. Pero nunca me amasteis de verdad.

—¿Cómo lo sabes? —Había acercado la cara a la de ella.

—Lo habría sabido. Lo habría notado…

—Ya, pero a mí me gusta jugar, ¿te acuerdas? —Tenía los ojos grises y claros—. Con la reina. Con la Cárcel. Eso me ha enseñado a ser cauto con lo que muestro ante el mundo. —Tomó aire lentamente y la nieve se adhirió a su barba estrecha—. A lo mejor te quería más de lo que tú percibías. Pero si vamos a empezar a hacer reproches, Claudia, déjame que te diga una cosa. Tú sólo has amado a Jared.

—¡No metáis a Jared en esto! Queríais que vuestra hija fuera reina. Cualquier hija habría servido. Podría haber sido cualquiera.

El Guardián retrocedió un paso, como si la ira de Claudia fuese una onda expansiva que lo empujara hacia atrás.

Rix chasqueó la lengua.

—Una marioneta —dijo.

—¿Qué?

—Una marioneta. Tallada a la perfección por un hombre solitario a partir de un tronco de madera. Y sin embargo, la marioneta cobra vida y lo atormenta.

John Arlex frunció el entrecejo.

—Reserva tus cuentos para la función, mago de pacotilla.

—Ésta es mi función, señor. —Por un momento, la voz cambió; se convirtió en la suave voz de Sáfico, de modo que todos clavaron la mirada en él a través de la nieve que no dejaba de caer. Pero Rix sonrió con esa sonrisa desdentada.

La Cárcel aulló. Les golpeó con la nieve racheada en un grito furioso. Attia alzó la vista y vio que la estatua tenía una capa de hielo y carámbanos. La nieve emblanquecía las grietas de su mano, empapaba el plumaje de su capa. Los ojos de Sáfico destellaban, congelados. Ante la mirada atenta de Attia, por encima de la cara inerte se extendió una escarcha instantánea, estrellas de cristal se agrupaban y se extendían como un virus inhumano. Attia ya no podía soportar más semejante frío. Dio un salto.

—Nos vamos a congelar. Y dios sabe qué estará pasando en otras partes.

Claudia asintió sin fuerzas.

—Plantar a Keiro en medio de un asedio es la receta ideal para el desastre. Si por lo menos supiera dónde está Jared…

—He tomado una decisión. —El susurro envenenado de la Cárcel los rodeó por completo.

—Fantástico. —El Guardián levantó la mirada hacia la tormenta de nieve—. Estaba seguro de que entrarías en razón. Muéstrame la Puerta. Me aseguraré de que te devuelven el Guante.

Silencio.

Entonces, con una risilla maliciosa que provocó escalofríos en la columna de Attia, Incarceron dijo:

—No soy tan tonto, John. Primero el Guante.

—Suéltanos antes.

—No confío en ti.

—Sabia decisión —murmuró Rix.

—Me fabricaron para que fuese Sabio.

El Guardián sonrió con frialdad.

—Yo tampoco confío en ti.

—Entonces no te sorprenderá lo que voy a hacer a continuación. Crees que no puedo acceder al Guante. Pero he dedicado siglos enteros a investigar mi propio poder y mis recursos. He descubierto cosas que me han abrumado. Te aseguro, John, que soy capaz de succionar la vida de tu precioso Reino.

Claudia intervino:

—¿A qué te refieres? No puedes…

—Pregúntale a tu padre. Ahora está muy pálido. Os mostraré a todos quién es el verdadero príncipe heredero.

El Guardián parecía conmovido.

—Dime qué pretendes hacer. ¡Dímelo!

Pero únicamente la nieve continuó cayendo, gélida y constante.

Attia le dijo al Guardián:

—Tenéis miedo. Os ha asustado.

Todos percibieron la consternación del hombre.

—No entiendo qué quiere hacer —susurró.

El desconsuelo azotó a Claudia como una bofetada.

—Pero vos sois el Guardián…

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