Temístocles, que llevaba ya un tiempo aprendiendo persa con su esclavo, repitió para sí el nombre de la guardia personal de Darío. Pero sin darse cuenta, en vez de llamarlos «Compañeros reales» o
anushiya,
tal como había dicho Sicino, se dejó llevar por el error de pronunciación de Cinégiro y murmuró
anausha,
«Inmortales». Le gustó la metáfora: un gran regimiento cuyas partes individuales podían morir, pero que como conjunto era imperecedero.
—¿Habrá hombres de ese cuerpo ahí abajo, Sicino? —preguntó a su esclavo.
—No, señor. Ellos sólo van a la guerra acompañando al Gran Rey.
—Me alegro de oírlo —dijo Cinégiro.
Temístocles volvió a mirar por la dioptra. Ahora, en la parte norte de la llanura, una tropa de caballería de treinta o cuarenta jinetes se había destacado por delante de la pared de escudos. Los estudió con atención y se los describió a Sicino. Su esclavo le dijo que debían de ser guerreros sacas, un pueblo que moraba al norte de los persas, a orillas del Caspio. Hablaban una lengua emparentada con el propio persa y tenían costumbres parecidas.
—Pero son unos bárbaros y no siguen los preceptos de Ahuramazda.
¿Por qué será que siempre los vecinos que tenemos más cerca nos parecen los más bárbaros?
, se preguntó Temístocles, sin dejar de mirar. Algunos de esos jinetes portaban pequeños escudos; otros no, pero el sol arrancaba destellos metálicos de su ropa, así que debían ir protegidos por algún tipo de armadura.
Uno de los jinetes señaló hacia él con un dedo amenazante y empezó a dirigirse a sus compañeros entre aspavientos. Temístocles se sobresaltó y apartó a un lado la dioptra. Como por arte de magia, los sacas volvieron a estar cabeza arriba y a una distancia más tranquilizadora. Pero siguieron trotando hacia el Crotón, apartándose más de las líneas de su infantería. Temístocles pensó que tal vez el sol se había reflejado en el cristal de la dioptra y había delatado su presencia.
—Puede que no nos hayan visto —deseó en voz alta.
—Yo los estoy viendo —respondió Cinégiro—. ¿Qué te hace pensar que ellos no nos ven a nosotros? —La madre de todas las mierdas —masculló Euforión—. ¿Por qué no volvemos ahora mismo? —Creo que es una gran idea —dijo Temístocles.
Bajaron la ladera dando traspiés y resbalones entre las piedras y el cascajo suelto. Aún estaban a una buena distancia de aquel destacamento, y para llegar a la abatida de pinos no podían faltar mucho más de quinientos metros. Pero era evidente que los sacas los habían descubierto, pues arrearon a sus caballos y se dirigieron hacia ellos a galope tendido, atravesando una zona de pastizal.
—¡Corred! —gritó Cinégiro. Una orden innecesaria: los cinco hombres huían ya con toda la velocidad que podían imprimir a sus piernas.
A su espalda se oían ya los gritos de los jinetes y el golpeteo de los cascos sobre el suelo.
Temístocles pensó que bastaban cuarenta animales al galope para producir un retumbar que ponía los pelos de punta, y se preguntó qué pasaría cuando embistiera contra ellos toda la caballería persa.
Sería como si Poseidón clavara su tridente en el suelo y desatara a la vez un terremoto y la furia de un tornado.
Algo silbó junto a su oído, y Temístocles notó como si le hubiera picado una avispa. Durante un absurdo instante pensó que eso era lo que había pasado, pero enseguida vio una flecha que rebotaba en el suelo unos metros más allá. Se llevó la mano a la sien y al hacerlo se la manchó de sangre; al menos, la oreja seguía estando allí. Sin dejar de correr, se volvió para mirar. A menos de cincuenta metros había un grupito de jinetes, cinco o seis, que se habían destacado del resto.
—Mierdamierdamierda —recitaba Euforión, que aunque no se callaba se las arreglaba para ir el primero del grupo sin perder el aliento.
Los sacas sabían cabalgar y disparar a la vez con una facilidad diabólica. Las flechas pasaban sobre sus cabezas zumbando como moscardones gigantes. Temístocles volvió a mirar de reojo y vio que uno de sus perseguidores se había adelantado tanto que ya estaba casi encima de ellos.
—¡Cuidado! —gritó.
Una flecha se clavó en el muslo del asistente de Cinégiro, que profirió un grito de dolor, dio dos o tres zancadas más y cayó al suelo. Al ver que Cinégiro retrocedía para auxiliar a su esclavo, Temístocles ordenó a Sicino que le ayudara. El persa se detuvo un instante, levantó en vilo al herido, se lo echó al hombro y siguió adelante como un pastor cargado con un cordero descarriado.
Corrían en zigzag para esquivar las flechas. La abatida se encontraba ya a menos de cien metros, pero a Temístocles le rechinaban los dientes, convencido de que en cualquier momento iba a notar una punzada gélida en la espalda. Los pulmones le silbaban y la boca le sabía a sangre. Aunque era un buen corredor, jamás en su vida había exigido tanto esfuerzo a sus piernas; estaba seguro de que con la velocidad que llevaba se habría superado a sí mismo en la carrera del estadio por más de veinte metros.
A su derecha oyó cascos de caballo aún más cercanos. Torció el cuello y vio que el jinete que se había adelantado a los demás se encontraba ya a su altura. Su caballo era más bien pequeño y tenía las patas cortas, pero las movía a una velocidad tan endiablada que apenas se le veían. El jinete se giró sobre la gualdrapa, apretando las rodillas para refrenar un poco el paso de su montura, y le apuntó con el arco medio tendido y una sonrisa burlona. Estaba tan cerca que Temístocles podía verle los dientes. Era evidente que el saca estaba jugando con él, como si le dijera:
«¿Ves? Puedo matarte en cualquier momento».
Temístocles no podía dejar de mirarlo. C
uando vea la flecha venir me tiraré al suelo
, se dijo, a sabiendas de que a tan poca distancia no conseguiría reaccionar lo bastante rápido.
El saca gritó algo en su idioma y tensó la cuerda del arco hasta llevarla a su oreja. Cuando parecía que iba a soltarla, su sonrisa se congeló, y una saeta apareció en el lugar equivocado, traspasando su cuello de parte a parte. Temístocles, desconcertado, creyó durante un instante que se trataba de un disparo marrado por sus propios perseguidores, pero la pluma de la flecha apuntaba hacia el campamento ateniense. Los brazos del saca cayeron lacios y soltaron el arco. El jinete resbaló sobre la silla y se desplomó por el otro lado del caballo con los pies para arriba.
Temístocles, por fin, consiguió apartar los ojos del bárbaro y mirar adelante. Los suyos habían acudido a ayudarlos, trepando sobre los árboles derribados que formaban la abatida. Había más de cien hombres, entre peltastas de infantería ligera que arrojaban piedras y venablos y algunos hoplitas que enarbolaban sobre sus cabezas largas lanzas de fresno para amenazar con ellas a los sacas. Un hombre alto y corpulento con barbas de oso estaba encaramado al tronco de un pino, haciendo equilibrios para no caer mientras empulgaba otra flecha en su arco y chapurreaba insultos en persa. Era él quien le había salvado la vida.
Milcíades.
Ya se cobrará el favor
, pensó Temístocles, que conocía bien al general.
Aunque el pecho le ardía y la boca le sabía a sangre, consiguió arrancar a sus piernas un último acelerón y llegó a la enramada unos pasos por detrás de Euforión. Se arañó las piernas con las agujas y el ramaje, pero no se detuvo y saltó por entre los huecos hasta poner una distancia prudencial. Sólo entonces se dio la vuelta, y vio que Cinégiro le pisaba los talones. Sicino, entorpecido por el peso del otro esclavo, se había quedado rezagado. Pero los sacas ya se habían detenido, y tras dedicar unos cuantos insultos a los defensores de la abatida volvieron grupas y se retiraron.
Cuando Sicino llegó al resguardo de la empalizada, comprobaron que el hombre al que había ayudado estaba muerto. Con su muerte, sin quererlo, había salvado la vida al persa. Sicino se lo había cargado al hombro de tal manera que el cuerpo del esclavo le cubría la espalda y le servía de escudo humano. El infortunado tenía tres saetas clavadas en el tronco y una en la cabeza.
Mientras Cinégiro se agachaba sobre el cadáver de su asistente y le arrancaba las flechas, Temístocles se encorvó con las manos apoyadas en las rodillas y trató de recuperar el resuello. El costado izquierdo le dolía como si le hubieran pegado una coz y parecía que le hubieran pasado una lija por la oreja. Pero estaba vivo, y de pronto sintió que le invadía una extraña euforia y empezó a reírse a carcajadas. Cinégiro le miró un instante con gesto grave. Enseguida debió comprender, al igual que Temístocles, que habían escapado de la muerte por los pelos, y se sentó en el suelo y se desternilló de risa con su amigo. Euforión los miró como si ambos se hubieran vuelto locos y desató sus nervios en un frenesí de tics.
—¿Cómo coño podéis reíros así? Esto es muy serio. Esos persas de mierda han estado a punto de matarnos a todos con sus flechas de mierda.
—¿Qué tiene de serio la muerte? —le preguntó Cinégiro—. ¿No has visto cómo todas las calaveras se ríen? A pesar de sus propias palabras, Cinégiro se calmó y dejó de reír. Después pidió a otros esclavos que se encargaran del cuerpo de su asistente y les dio unas monedas para los ritos funerarios.
Milcíades se acercó a ellos. Al verlo, Temístocles se enderezó.
—Gracias, Milcíades. No sabía que tuvieras tanta puntería con el arco.
—He estado muchos años cazando con esos cabrones en sus parques —contestó el general—. Es más difícil acertarle a una perdiz que a un persa. —Y añadió en tono hosco—: Te estaba buscando.
¿Dónde andabas? ¿Fornicando con una cabra detrás de un olivo?
Estaba subido a ese monte de ahí para contar soldados persas. Recuerda que tengo mentalidad de contable y no de ganadero. Lo de fornicar con las cabras y las ovejas os lo dejo a los nobles.
La réplica pasó entera por la mente de Temístocles, palabra por palabra, pero pensó que no ganaba nada con el sarcasmo y no la llegó a pronunciar.
Sin esperar respuesta, Milcíades ya había arrancado a caminar a grandes zancadas. Temístocles lo siguió como pudo mientras se enjugaba la sangre con una hoja. Milcíades, que se teñía la barba y el pelo para aparentar menos edad, tenía ya cerca de sesenta años y una panza considerable que contrastaba con sus piernas largas y flacas, pero eso no le impedía andar tan rápido como un mozo.
Los hombres que vigilaban la abatida se apartaban a su paso como si fuera el espolón broncíneo de un trirreme. Milcíades, que llevaba toda su vida acostumbrado a recibir obediencia ciega de sus subordinados, tenía la costumbre de pasar por encima de la gente y apabullarla. Ahora, en esta nueva Atenas, se veía obligado a dulcificar sus modales para hablar ante la asamblea. Lo hacía con tanto agrado como quien se purga todas las mañanas con una dosis de ricino, pues despreciaba al pueblo, al que en privado se refería siempre como
ókhlos,
«chusma».
Aunque el pueblo tampoco amaba a Milcíades, lo había elegido estratego dos años seguidos. No había otro en Atenas que conociera tan bien a los persas, pues no en vano había sido súbdito del Gran Rey.
Muchos años antes, en la primera campaña de los persas en Europa, Darío había construido un gran puente de barcas para cruzar con su ejército el Danubio. El puente había quedado bajo la custodia de sus súbditos jonios, entre ellos el propio Milcíades. Cuando se supo que Darío estaba en dificultades, Milcíades propuso a los otros jefes griegos cortar los gruesos cables de lino que mantenían juntas las barcas y dejar a los persas aislados en territorio enemigo. Así, aseguraba él, librarían a los griegos de muchos problemas en el futuro. Pero los demás se negaron a hacerlo, y Darío pudo volver a salvo.
Ésa era, al menos, la historia que había contado el propio Milcíades para defenderse de las imputaciones. Pues, entre otras cosas, se le achacaba ser partidario de los persas o medizante, con un término que había acuñado su acusador Jantipo. Aunque no había nadie para apoyar o contradecir la historia del puente —su hijo Cimón ni siquiera había nacido cuando ocurrió—, Milcíades la contó con tal vehemencia y tanta precisión en los detalles que los jueces lo creyeron.
—¿Y bien? —insistió ahora Milcíades—. ¿Dónde coño estabas? Temístocles siguió la máxima que le había enseñado su madre —
Nunca digas lo que piensas hasta repetírtelo tres veces en tu propia cabeza
— y se mordió la lengua por segunda vez. No tenía miedo de discutir con Milcíades, pero sabía que era imposible convencerlo de nada y que si le contradecía sólo conseguiría ponerlo de peor humor. Así que fue directo al grano.
—Los persas tienen veinticinco mil hombres de infantería y dos mil de caballería.
Milcíades le miró por fin a la cara, entrecerrando los ojos.
—¿Estás seguro? —Puedes fiarte de él —intervino Cinégiro, que no se había despegado de ellos—. Es de los que sabe cuántos cominos entran en un puñado.
—Son el triple que nosotros —añadió Temístocles.
—En realidad, no. Tenemos cerca de ocho mil hombres auxiliares que nos...
—Tenemos chusma —completó Temístocles. No le gustaba usar esa palabra, pero sabía que así el elitista Milcíades le daría la razón. El general resopló como un caballo.
—Es cierto.
La infantería ligera que había acudido a Maratón con ellos no contaba, y los dos lo sabían. Las escaramuzas libradas durante el primer día lo habían demostrado. Los arcos persas tenían mucho más alcance que las jabalinas o las piedras de los griegos. Antes de que los peltastas pudieran acercarse a ellos lo suficiente como para pensar en disparar sus proyectiles, los persas los acribillaron con sus saetas, abatieron a muchos de ellos y pusieron en fuga a los demás.
Sólo las tropas blindadas podían enfrentarse a esa lluvia de flechas, y aun así, habría que ver cuántos hoplitas llegarían vivos al choque contra la pared de escudos de los
sparabara.
Teniendo en cuenta eso, el resumen era que había tres soldados enemigos por cada hoplita ateniense. Lo cual era peor que malo. Los griegos nunca habían derrotado en campo abierto a las tropas imperiales persas, y ahora, para colmo, tenían que enfrentarse a una superioridad numérica apabullante.
Cinégiro resumió la situación con unos viejos versos de Arquíloco:
Vinieron mil damascenos
y nos tundieron a palos,
porque Zeus va con los malos
cuando son más que los buenos.