Salamina (33 page)

Read Salamina Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
2.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aunque sus hombres lo siguieran, nadie le disputaría el honor de ser el primero en poner el pie sobre un barco enemigo.

Su mano derecha se aferró a la borda allí donde se curvaba hacia arriba para unirse con el codaste, y se izó a pulso hasta agarrarse con la otra. Pero cuando ya tenía la barbilla por encima de la regala, vio algo que lo detuvo un instante. Frente a él había un hoplita que se quitó el yelmo y lo miró.

—¡Atenea! —exclamó Cinégiro, porque era una mujer y no un hombre, lo que significaba que sólo podía tratarse de la diosa guerrera.

Obnubilado por la mirada de aquellos ojos azules y por lo extraño de la situación, apenas se dio cuenta de que la mujer empuñaba un hacha. De pronto notó algo duro, un fuerte golpe en la muñeca. Cinégiro pensó que debía apartar el brazo. Pero al hacerlo su mano derecha se quedó allí, aferrada a la borda. Vio su carne roja, sus huesos y sus tendones blancos, las venas que goteaban sangre, y siguió viéndolo todo mientras caía de espaldas al agua con un grito de dolor que salía de su propia boca.

Sus compañeros lo sacaron a la playa, renunciando a apoderarse del trirreme, que ya se alejaba de la orilla a fuerza de remos. Cinégiro apartó a los demás, se levantó y señaló a la nave con el muñón.

—¡Tenemos que tomarla! ¡No dejéis que se escape! Pero mientras gritaba, la sangre le seguía brotando a borbotones de la muñeca. El dolor le empezó a subir por el brazo y llegó hasta su cabeza, como una coz. Cayó de rodillas en el agua y todo se volvió negro. Escuchó, muy lejos, a su hermano Esquilo, y notó que unos brazos lo agarraban.

—Hoy estarás conmigo en los Campos Elíseos.

Cinégiro levantó la cabeza al oír aquella dulce voz. Atenea, la misma que le había cercenado la mano, le miraba ahora con una dulce sonrisa. Cinégiro dejó que ella le acariciara los cabellos, mientras las olas de Maratón lo arrullaban.

Cinégiro nunca despertó. Los harapos de lino con los que intentaron taparle la herida no sirvieron de nada, y cuando alguien consiguió fuego para cauterizarle el muñón ya era demasiado tarde. Cuando Temístocles lo vio, su amigo estaba tendido en la arena con el rostro exangüe, tan blanco que, por contraste, su barba castaña parecía de carbón. Pero su gesto era plácido y tenía los ojos cerrados como si durmiera. Esquilo, arrodillado junto al cadáver, contemplaba a su hermano con mudo estupor.

—Tu dolor es mío —le dijo Temístocles, apretándole el hombro. Esquilo levantó la mirada. Sus ojos eran negros y duros como la obsidiana.

—No, Temístocles. Mi dolor es sólo mío. Tú disfruta de tu victoria.

A Temístocles le dolió aquella reacción. Había compartido mucho con Cinégiro, quien le contaba cosas que nunca le habría confesado a su propio hermano, cada vez más morigerado con los años. Pero se tragó sus lágrimas y se apartó de ellos sin decir nada.

Como autoridad más alta de la tribu Leóntide, tenía que deliberar con los demás generales.

Mientras caminaba hacia el punto de reunión, Temístocles fue hablando con los ciudadanos que se encontraban para acopiar información. La magnitud del triunfo se hacía más asombrosa a cada momento que pasaba, y los propios atenienses la iban asimilando poco a poco.

—¡Milcíades es un genio! —comentaba alguien en un corrillo de hoplitas—. Sólo un loco como él podía llevarnos a la victoria.

Quítale ahora la gloria a Milcíades, si eres capaz
, pensó Temístocles con amargura.

Antes de reunirse con los demás, Temístocles ya tenía un panorama bastante claro del resultado de la batalla. Frente al ala izquierda griega, los enemigos que se habían enfrentado a los plateos y a la tribu Egea habían sufrido bajas cuantiosas. Desde aquel punto, al pie del monte, los persas tenían muy lejos la retirada a las naves, así que muchos de ellos se habían visto obligados a entrar en el pantano. Hasta allí los habían perseguido los griegos, cazándolos como patos en el cañaveral.

Algunos, por huir de sus lanzas, se habían adentrado en zonas del marjal más profundas; sólo para ahogarse en sus aguas, pues la mayoría de los iranios no sabían nadar.

Pero la mayor mortandad se había producido en el centro. Las tropas elegidas de Datis, que al principio de la batalla habían resistido bien el embate ateniense e incluso en varios puntos del frente llegaron a llevar la mejor parte, habían perecido, paradójicamente, por su propio éxito. En lugar de huir a los pocos minutos del choque, como habían hecho sus conmilitones de ambas alas, los lanceros habían mantenido la posición, y fue en ella donde los casi cuatro mil hoplitas de las tribus Erectea, Cecropia, Hipotóntide y Enea los rodearon en una maniobra envolvente. Como Milcíades le había predicho a su hijo, aquello más que una batalla fue una almadraba en la que se dedicaron a arponear a los persas como si fueran atunes boqueando en las redes. Los que no murieron alanceados, perecieron asfixiados por la aglomeración de cuerpos, heridos por las armas de sus propios compañeros o pisoteados por sus botas. Alli habían caído cinco batallones casi enteros, salvo los escasos lanceros que lograron romper el cerco ateniense y huir. Milcíades había dado órdenes de no coger prisioneros.

El botín parecía menor del que se podría esperar tras aquella apabullante victoria. Datis había hecho recoger las tiendas más lujosas durante la noche, y las demás las habían incendiado los propios persas antes de huir. En cuanto a las naves, los atenienses se habían apoderado de siete, tres jonias y cuatro fenicias. Las de Artemisia habían conseguido escapar.

No obstante, en la montonera de cadáveres apilados en el centro del campo de batalla había oro y joyas en abundancia y armas muy valiosas.

No disponían de tiempo para repartir el botín, erigir un trofeo ni ocuparse de los muertos. Los generales supervivientes se reunieron en un rápido conciliábulo. De ellos, habían caído cuatro, a los que sustituyeron sus taxiarcas, salvo en el caso de la tribu Ayántide, que había perdido tanto a su general Estesilao como a su taxiarca Cinégiro.

Mientras deliberaban, las velas de las naves persas se perdían en el horizonte. Unos exploradores que habían despachado para que fueran al extremo de la Cola del Perro y otearan el mar informaron de que la flota se había dividido. La mayor parte de ella estaba costeando el Atica hacia el sur, pero una porción se había desviado hacia el este, a Eubea.

—Irán a recoger a los eretrios —dijo Milcíades.

Temístocles, pasada la euforia del combate, recordó de nuevo su proyecto de flota. De haber tenido suficientes barcos de guerra podrían haber rescatado a los eretrios. Tal vez el abatimiento posterior a la batalla y la tristeza por la muerte de Cinégiro lo hacían más propenso a los remordimientos. Lo cierto era que se sentía atormentado pensando en el destino de los cautivos eretrios, hacinados en el islote de Egilia. De nada les serviría la victoria de sus antiguos aliados los atenienses cuando a ellos los deportaran como esclavos a Asia.

No pienses en eso
, se dijo.
Es una pérdida de tiempo
.

—¿Qué ha pasado con los jefes persas? —preguntó Milcíades—. ¿Tenemos a Datis? Entre los cadáveres había algunos que, por la riqueza de sus atuendos, debían de pertenecer a la más alta nobleza persa. Pero, según todos los indicios, tanto Datis como Artafernes habían conseguido escapar. Al enterarse, Milcíades escupió con desprecio.

—¡Cobardes! Nuestro polemarca fue de los primeros en morir, mientras que ellos han sido de los primeros en huir. ¿Algún rastro de Hipias? Megacles el Alcméonida soltó una carcajada.

—Ese debió ser el primero en embarcarse anoche. Ya no tiene edad para estos trotes.

—Bueno. Eso da igual ya —dijo Milcíades—. Ahora hay que ponerse en marcha. Tenemos que regresar a Atenas cuanto antes. Ya veis por dónde están sus barcos —añadió, señalando hacia el sur.

—¿Cuántos persas pueden quedar? —preguntó Euclides.

—Que nos eche las cuentas Temístocles —respondió Milcíades. El aludido se acarició la barbilla antes de responder.

—Si los batallones del centro han sido aniquilados, como parece, puede haber cinco mil muertos.

Sumadles los que hayan caído en otros lugares del campo de batalla. No sé, tal vez mil quinientos más.

—¿Por qué no te dejas de rodeos y nos dices de una vez cuántos quedan? —dijo Jantipo.

Temístocles cerró los ojos y contó hasta diez, no por calcular el contingente persa, sino por no mandar a los cuervos a Jantipo. Aunque todos estaban muy cansados e irritables, la insolencia y el soniquete agudo del Pepino sacaban de quicio a cualquiera.

—Aún pueden quedar unos veinte mil —dijo por fin—. Siendo optimistas, tal vez diecisiete mil.

Pero creo que ser optimistas es lo último que conviene.

—¿Por qué? Hemos obtenido una gran victoria —dijo Megacles, con una sonrisa radiante. Al parecer, olvidaba que él se había opuesto en todo momento a plantar cara a los persas.

—Hemos obtenido
parte
de una victoria —gruñó Milcíades—. Pero si queremos tener hogares donde celebrarlo y familias con las que festejarlo, debemos regresar a Atenas ahora mismo.

—Los hombres están derrengados —dijo Euclides—. No podemos exigirles eso.

Milcíades soltó un bufido.

—Escúchame. Tengo sesenta y dos años.

—Temístocles enarcó una ceja. Era la primera vez que oía a Milcíades reconocer su verdadera edad—. Acabo de batirme contra los persas al lado de hombres a los que sacaba veinte, treinta y hasta cuarenta años. Si el carromato y los bueyes que llevan en procesión a la sacerdotisa de Argos me hubieran pasado por encima del cuerpo, no me dolería más. Por mí, me bebería ahora mismo una tinaja de vino y me dormiría hasta las Apaturias.

¡Así que no me digas lo que puedo o no puedo exigirles a mis soldados!

—Milcíades tiene razón —intervino Arístides. El viejo rival de Temístocles mostraba un aparatoso vendaje en la cabeza y había recibido una herida en el muslo izquierdo, pero se negaba a sentarse y permanecía de pie como los demás, apoyado en su lanza—. Hay que hacer lo que hay que hacer.

La decisión fue rápida. Los hombres volvieron a formar para la marcha. Pese a la mezcla de agotamiento y euforia, nadie protestó, pues sabían cuál era su deber: defender a los suyos. Los asistentes de los hoplitas, que durante el combate sólo habían salido de la abatida para dar caza a fugitivos persas, cargaron con el peso de los escudos y las corazas para dar un respiro a los hombres que acababan de combatir. Los heridos se quedaron allí, junto con la tribu de Arístides. La Antióquide había sufrido muchas bajas durante el combate contra los lanceros de Datis y, además, la única persona en la que confiaban los ciudadanos para custodiar el botín hasta que se procediera al reparto era Arístides el Justo.

Así, apenas dos horas después de cargar a la carrera contra dieciséis mil persas bajo una lluvia de flechas, los ciudadanos de las tres primeras clases de Atenas se dispusieron a recorrer cuarenta kilómetros a marchas forzadas para salvar su ciudad.

Atenas, 11 de septiembre, al atardecer

—O
h, hija de Zeus, portadora de la égida, hermosa diosa de los ojos glaucos, te ruego que mantengas alejados a los persas de tu ciudad y que protejas a tu suplicante Apolonia y a su hija Mnesiptólema.

Apolonia miró de reojo a Euterpe, la madre de Temístocles. Su gesto era tan hierático como el de la estatua de madera, pero sin su sonrisa. La joven se apresuró a añadir, mientras pulverizaba incienso sobre el pebetero:

—Y también te ruego que protejas a tus hijos los atenienses, que han salido al encuentro del bárbaro para evitar que profane tu ciudad. Por favor, diosa guerrera, tú que hiciste volver a Ulises a los brazos de su esposa Penélope, cuida a Temístocles, hijo del noble Neocles, que te consagró este tesoro, y permite que regrese sano y salvo al hogar de los suyos.

Ese hogar al que ahora pertenezco
, añadió para sí, aunque ella misma no sabía hasta qué punto era cierto.

No resultaba fácil pasar de ser la señora de la casa a convertirse en una invitada, la protegida de Temístocles. En teoría, la condición de Apolonia estaba por encima de las esclavas de la casa, pero en la práctica pintaba mucho menos que ellas. No sabía aún cuáles eran las costumbres y los horarios, ignoraba dónde se guardaban los objetos del ajuar y qué criterios seguían para organizarlos. En cualquier caso, no tenía autoridad para cambiar nada de sitio. Así que se sentía un estorbo, un mueble que siempre se las arreglaba para estar en medio. Para colmo su hija, con sus dos años apenas cumplidos, no hacía más que reír y gritar, corretear por todas partes, tropezar y darse coscorrones con todo objeto picudo que hubiera en su camino.

Por suerte, a Arquipa, la esposa de Temístocles, no parecía molestarle que Nesi fuera un torbellino.

—Deja que tus esclavas se encarguen de ella —le aconsejaba con toda cachaza—. Para eso están.

Eso era, al menos, lo que hacía ella con sus hijos. Su pedagogo era un esclavo enjuto y nervioso que se movía como el azogue y tenía la mano muy rápida, pero aun así no daba abasto para controlar a los cuatro niños. El mayor, Neocles, acababa de cumplir seis años y todavía no había empezado a ir al gramatista para aprender letras y cuentas. Aunque por su edad debería estar un poco más asentado que los demás, era un rabo de lagartija —su abuela lo llamaba
«rabo de salamanquesa»
en una broma privada que al parecer no hacía mucha gracia a Temístocles—. Los demás, Diocles, Polieucto y Cleofanto, se dedicaban a echar carreras por la casa, volcar taburetes y pegarse a todas horas mientras su madre chasqueaba la lengua y se limitaba a decir:
«Niiiiños...».

En realidad, en esa casa Arquipa era un estorbo mayor que la propia Apolonia. Como gobernanta de un hogar, no valía ni media moneda de cobre. Que no cogiera una escoba ni se agrietara los nudillos refregando las tablas del suelo con el cepillo de cerdas o frotando la ropa era comprensible.

En cambio, hilar era una actividad tan noble que hasta la propia reina Penélope se dedicaba a ella, pero ¡había que ver a Arquipa cuando se juntaba a tejer con las esclavas y con su suegra! Euterpe, que pese a que había perdido vista con los años tejía y bordaba con tanta habilidad como Aracne, no hacía más que levantar los ojos de su labor y contemplar con desesperación la desmaña de Arquipa.

La esposa de Temístocles estaba confeccionando para el bebé que esperaba una mantita de lana cuadrada y lisa, sin tan siquiera una triste greca. Al paso que iba, era obvio que la criatura iba a nacer y la dichosa manta todavía no estaría lista.

Other books

El horror de Dunwich by H.P. Lovecraft
Gold Medal Horse by Bonnie Bryant
Family by Robert J. Crane
Star Crossed Hurricane by Knight, Wendy
La vidente de Kell by David Eddings
Indulgence by Liz Crowe
Dirty South - v4 by Ace Atkins