Al final, sólo quedaban Mardonio y otro noble al que Sicino no conocía.
—Es Aquémenes, hermano de Jerjes —le dijo uno de los soldados que lo habían traído.
Sicino siguió disfrutando del espectáculo. Aquél era un deporte noble de verdad, y no los que practicaban los griegos desnudándose, untándose de aceite el cuerpo y rebozándose por el polvo como cerdos. Y eso cuando no corrían con las vergüenzas botándoles arriba y abajo.
Estaba contento, porque volvía a vestir como un hombre. Llevaba botas de piel, unos pantalones bien ajustados a las piernas y una larga casaca azul con mangas, y le complacía darse cuenta de cómo los demás lo contemplaban con admiración por su estatura y sus enormes hombros.
Al final, el hermano de Jerjes ganó, y Mardonio y él se abrazaron entre carcajadas. Había sido una gran exhibición que todos aplaudieron. Sicino los envidió un poco. Había aprendido a disparar el arco y a montar a caballo desde niño, como cualquier persa que se preciara, pero no se le daba muy bien. Era difícil encontrar un corcel lo bastante robusto para acomodar bien sus ciento veinte kilos de peso, y los que encontraba solian ser torpes y más bien lentos. En cuanto al arco, no tenía mal tino si le dejaban tomarse su tiempo para cargar, tensar y apuntar, pero en el ejército solían ser impacientes. Siempre se le había dado mejor la lanza, y no era malo con la espada.
Tras descabalgar, Mardonio se acercó a él, enjugándose el sudor de la calva con una toalla.
Aunque a Sicino siempre le había parecido un hombre muy severo, ahora se le veía de buen humor.
—Mis saludos, señor —dijo Sicino, haciendo una profunda reverencia y enviando un beso con la mano a su superior. El le agarró por el codo y le dijo:
—Ven, Mitranes. Quiero hablar contigo.
Caminaron hasta la orilla del río, apartándose de las voces y, sobre todo, de los oídos ajenos. Se detuvieron junto a un cañaveral. Una garza gris los miró un instante, pero lejos de asustarse por el arco que llevaba al hombro Mardonio, se dedicó a atusarse el plumaje con la larga uña central de su garra izquierda.
—Nuestro señor Jerjes es tan grande y noble que no concibe la doblez —dijo Mardonio.
—No te entiendo, señor —dijo Sicino.
—Porque a ti te pasa lo mismo. A tu manera, claro. Lo que quiero decir es que no todos los hombres son devotos de Ahuramazda. Ni siquiera entre los persas, Mitranes. Aún hay quienes se empeñan en adorar a dioses falsos, en idolatrar la mentira y en profanar la tierra sepultando bajo ella los cuerpos de sus muertos en lugar de exponerlos a los buitres como manda el profeta. ¿No conoces gente así entre los nuestros?
—Sí, señor. Hay muchos que mienten y que siguen creyendo en los daevas. Yo mismo era así hace unos años. Pero entonces...
—Imagínate qué se puede esperar de esos traicioneros griegos, a los que la luz del Sabio Señor ni siquiera ha llegado a alumbrar. Todos sabemos que son todavía más mentirosos que los egipcios e incluso que los arteros fenicios. Nunca traman nada bueno, sólo inventan falsedades y encima se enorgullecen de sus patrañas.
Sicino asintió. Temístocles solía hablarle de su héroe Ulises, pero por lo que contaba de él, no era más que un tramposo y un pirata. En opinión de Sicino, si ese truhán había estado diez años merodeando por los mares era para no volver a casa con su esposa.
Qué casualidad, diez años: los mismos que llevaba él cautivo entre los griegos. Cuánto tiempo, pensó. Ahora que estaba lejos de Atenas, no sentía ningún deseo de retornar a ella. Salvo, tal vez, por ver a la pequeña Nesi, que se montaba a caballo sobre sus hombros y fingía que desde allí arriba podía ver Eretria, la ciudad donde había nacido. Bueno, y quizá a su madre Apolonia, que le sonreía mucho y le hablaba despacio y con dulzura. No como la esposa de su amo. A ésta nunca la había soportado, porque le soltaba frases a toda velocidad y luego lo llamaba «bárbaro torpe» por no entender lo que le decía. Esos griegos se creían que todo el mundo tenía que nacer sabiendo su idioma, cuando ellos, salvo Temístocles, eran prácticamente incapaces de aprender ningún otro.
No, no quería volver a Atenas. Cierto que, antes de partir, le había prometido a Temístocles regresar con él. Pero no era suya la culpa si ahora alguien tan poderoso como Mardonio, que compartía la mesa con el Gran Rey y tenía el privilegio de besarle en los labios, le prohibía marchar. ¿Qué iba a hacer él?
Fantaseó con volver a su casa, presentarse ante su padre y decirle:
«¿Ves? Me he convertido en un hombre de bien»
.
Pero ¿y si él le preguntaba?:
«¿De veras? ¿Has sido fiel a tu palabra? ¿Siempre fiel?»
. ¿Qué le contestaría entonces? ¿Le hablaría de Mitra, que se le había aparecido en la mina justo antes de que Temístocles lo sacara de entre los escombros y le había dicho:
«Sé humilde y sirve con rectitud a tu nuevo señor».
Mitra no había precisado por cuánto tiempo debía hacerlo. ¿Era un servicio de por vida, o se consideraba ya zanjado con esos diez años?
A veces es muy difícil cumplir la palabra
, se dijo, rascándose la cicatriz de la cara, porque le empezaba a doler la cabeza.
—Mitranes, ¿quieres cerrar la boca y escucharme? —le dijo Mardonio.
—Perdona, señor. Estaba pensando. A veces me pasa.
El general le apretó el hombro, para lo cual tuvo que levantar el brazo.
—Si a mí me hubiera caído un rayo como a ti, también me quedaría boquiabierto de vez en cuando. Te acabo de decir que ahora eres un decurión de la
Spada
, Mitranes.
—¡Gracias, señor! —dijo Sicino, poniéndose firme como si estuviera en formación—. ¡Es un honor que no me merezco!
—Te merecerás eso y mucho más. Voy a pedirte un gran sacrificio.
—Cualquier cosa, señor.
—Vas a volver a Grecia.
Sicino agachó la cabeza. En el mismo momento en que contestaba «cualquier cosa», se dio cuenta de que se había precipitado. Pero tampoco tenía otra opción. ¿Qué se le podía responder al general más poderoso del imperio?
—Te lo explicaré bien, Mitranes. Quiero que sigas estando al lado de Temístocles como su criado.
—Sí, señor.
—Todos sabemos que no está en el orden querido por Ahuramazda que un persa de noble cepa sirva a un bárbaro griego, pero se trata de una misión. Una misión, Sicino, ¿lo entiendes?
—Lo entiendo, señor.
—En breve, nuestro señor Jerjes llevará la guerra contra los griegos para castigar su arrogancia.
Él está seguro de derrotarlos en noble lid. Pero yo no me fío de esos tipos traicioneros y mendaces.
Como buen soldado, sabrás que nunca hay que menospreciar al enemigo, sobre todo si conoce el terreno que pisa mejor que nosotros.
—Sí, señor —respondió Sicino, aunque nunca había pensado en ello. Las tácticas se las dejaba a su amo.
—Temístocles es un hombre inquisitivo y astuto, ¿verdad? Habla con libertad, Mitranes. Aunque sea griego, ¿qué opinas de él?
—Es el hombre más inteligente que he conocido en mi vida, señor. Lo recuerda todo, y nunca duerme. Siempre está pensando, pensando, pensando —dijo Sicino, trazando círculos con el dedo sobre su propia cicatriz. Después, impulsivamente, añadió algo de lo que su amo le había prohibido hablar en Atenas—: Fue él quien inventó la forma de derrotarnos en Maratón, no Milcíades.
—Nadie nos derrotó en Maratón, Sicino. Datis sufrió un pequeño revés por su torpeza.
—Mardonio esbozó una sonrisa maliciosa—. Revés del que se debe estar acordando en la fortaleza del Oxus donde lo destinó Darío. Dicen que los piojos de allí son los más gordos y voraces del mundo.
Sicino había oído que Mardonio odiaba a Datis, y ahora lo confirmaba. Por lo que sabía, el río Oxus estaba al borde de las estepas salvajes, y no debía de ser el mejor lugar del mundo para vivir.
—Bien, Mitranes —prosiguió Mardonio, tomándolo del brazo para llevarlo de vuelta al prado, lo que le hizo sospechar que la conversación estaba a punto de terminar—. No te voy a pedir que hagas daño a Temístocles, porque eso no sería digno de ti. Sírvele con nobleza. Pero escucha todo lo que puedas y fíjate bien en todo lo que veas. Tú siempre estás a su lado, ¿verdad?
—Bueno, señor, no siempre. Cuando se mete en la cama con... Mardonio cortó el aire con la mano y Sicino comprendió que debía callarse.
—En su momento, un momento que puede tardar años, alguien se acercará a ti y te dirá:
«Ha llegado la hora de caminar por el puente de Chinvat»
.
Sicino se estremeció. No le hacía gracia que utilizaran esa contraseña. Seguro que Mardonio no se había visto cara a cara con el juez Mitra en ese puente. Si no, no lo mencionaría con tanta ligereza.
—Cuando ese hombre acuda a ti, le contarás todo lo que hayas oído, todo lo que hayas visto, y responderás a sus preguntas. ¿Me has entendido, Mitranes?
—Sí, señor. Haré lo que me dices. ¿Cuándo crees que podré volver a casa?
Mardonio le palmeó la espalda.
—No te preocupes, Mitranes. Seremos nosotros quienes vayamos a buscarte. Ten paciencia. El Rey de Reyes sabrá recompensarte en esta vida, y el sabio señor Ahuramazda en la otra.
Sicino no estaba tan seguro. La misión que le había encomendado Mardonio era muy complicada, y suponía tener que mentir o, al menos, callar la verdad. Un seguidor del profeta no debería pedirle eso a otro, pero él no era quién para contradecir a Mardonio, hijo de Gobrias y general del imperio.
A
l contemplar la bahía de Falero y, tras ella, la silueta de la ciudad de Atenas, Temístocles se sintió como debió de sentirse Ulises al avistar las costas de Ítaca.
Aunque una mente tan organizada como la suya no podía dejar de reparar en las diferencias entre ambos. A Ulises lo habían traído los marineros feacios de noche, dormido, mientras que él llegaba en un espléndido día de primavera. No habían transcurrido diez años desde que abandonara su hogar. A decir verdad, había sido menos de un año de ausencia. Pero, sin duda, en ese tiempo había recorrido aún más distancia y había visto más pueblos que el astuto rey de Ítaca: lidios, misios, frigios, capadocios, carducos, asirios, babilonios, judíos, nabateos, sirios, fenicios, chipriotas, cilicios, pisidios. Y, por supuesto, persas.
Ulises había dejado a dos diosas en el camino, Circe y Calipso, para volver con su fiel Penélope. Temístocles había dejado atrás a alguien que, tras compartir el lecho imperial, podía considerarse también una deidad, Artemisia, la madre de un hijo al que no había llegado a conocer. Ahora regresaba junto a sus dos esposas, la legal y la extraoficial. ¿Qué panorama le aguardaría en sus dos hogares?
Como Ulises, Temístocles volvía ligero de equipaje y se había dejado cosas por el camino. El destructor de Troya había ido perdiendo a sus compañeros, unos devorados por los caníbales lestrigones, otros por el cruel Polifemo o la salvaje Escila, los últimos fulminados por el rayo de Zeus. Pero al menos había llegado físicamente intacto a Ítaca.
Temístocles se miró los dedos, apoyados sobre la borda. Las uñas le habían empezado a crecer, aunque lo hacían con curvas y estrías extrañas. Dos de ellas se le habían encarnado y un médico de Chipre había tenido que sajarle para curarle los uñeros, renovando con su lanceta la tortura. Todavía le dolían los dedos cada vez que apoyaba las yemas sobre una superficie dura o apretaba algo. Tenía que cogerlo todo con sumo cuidado, no había podido remar como habría sido su deseo para mantenerse en forma y se preguntaba si alguna vez recobraría toda la habilidad de sus manos.
Pero el dolor físico no era nada comparado con las pesadillas. Para alguien que se despertaba cuatro y cinco veces por noche y recordaba todos sus sueños, era un tormento aún más cruel regresar en sus visiones a esa celda y sufrir, una y otra vez, cómo aquel espantoso verdugo sin orejas ni nariz le sonreía mientras con las tenazas le arrancaba las uñas. Y Temístocles, que siempre había conseguido mantener cierto control de sus sueños e interrumpirlos cuando le convenía, no se despertaba ahora hasta que el verdugo le desgajaba la última uña.
«Y ésta por vender a los eretrios»
, le decía.
Todo por culpa de su insaciable curiosidad.
La curiosidad perdió a Pandora
, se dijo. Y, de paso, a toda la humanidad. Pero Temístocles esperaba que la suya le reportara algún beneficio a Atenas.
Sicino y él no habían regresado al Mediterráneo por el Camino Real, sino que habían tomado la ruta de las caravanas, atravesando el oasis de Palmira y los pedregales de Siria hasta llegar a la ciudad fenicia de Biblos, de donde embarcaron hasta Chipre en un trirreme gracias al salvoconducto imperial. De ahí siguieron al oeste costeando la anfractuosa costa del sur de Asia Menor. Ese litoral siempre había sido un nido de piratas, pues estaba quebrado por promontorios y acantilados que ocultaban mil ensenadas y calas secretas. Pero ahora la flota a las órdenes del rey estaba limpiando el mar, como podían atestiguar los pecios que encontraron durante la travesía.
Eso hizo pensar a Temístocles en lo que había visto, en las ventajas, los refinamientos y la civilización del imperio.
«La paz Aqueménida»
, la había llamado Jerjes. Tenía que reconocer que era un concepto grandioso, admirable. Lástima que para alcanzar esa meta los griegos tuvieran que sacrificar su libertad.
—¡No! ¡Eso no pasará! —exclamó Temístocles, clavando los dedos de la mano derecha en la borda. El dolor que le subió hasta el hombro y la nuca fue tan intenso que le recordó lo que nunca debía olvidar. Lo que él era.
Eléutheros
. Libre. En nada inferior a nadie, salvo a los dioses. Así era como ciudadano ateniense, y así debía seguir siendo.
El barco viró hacia el norte, dejando a babor Salamina para entrar al puerto del Cántaro. El día era muy claro. Debía haber llovido hacía poco y quedaban en el cielo unas nubes blancas y esponjosas, pero el agua había lavado el aire, y los perfiles y colores del paisaje se dibujaban con la nitidez de un fresco recién pintado. Desde allí se alcanzaba a distinguir el camino que subía a Atenas y la silueta de las murallas y los edificios. De haber tenido su dioptra, la habría enfocado para ver más de cerca la ciudad. Pero, cuando lo detuvieron, los hombres de la
Spada
habían requisado sus posesiones, y aunque otras se las habían devuelto, ésa debía haber ido a parar a manos de Mardonio o del propio Jerjes.