Aunque algo de verdad se escondía en ello, ya que Artemisia había echado a pique una nave con el espolón de su nave.
La
Calisto
y las otras cuatro naves de Halicarnaso habían zarpado mucho antes de amanecer. Lo habían hecho casi a oscuras, pues a esa hora aún quedaban en el cielo jirones de nubes que sólo dejaban ver a ratos la luna llena. Salieron de Falero haciendo el menor ruido posible, marcando el ritmo de la boga con piedras y bajo la amenaza de tormento para cualquiera que se atreviese a romper la disciplina de silencio.
Al llegar a la altura de Psitalea se detuvieron, obedeciendo las instrucciones de Mardonio, y durante más de dos horas permanecieron al resguardo de la isla, usando los remos tan sólo para mantener la posición. En Psitalea había ya quinientos soldados, agazapados en la parte oriental para que sus perfiles no los delataran vistos desde Salamina. Al menos podían dormir aunque fuera tendidos sobre rocas puntiagudas. En cambio, los remeros tenían que bogar en la oscuridad y el silencio, sufriendo el calor húmedo de la noche que en las sentinas se hacía más sofocante.
Cuando el cielo, que poco a poco se había despejado de nubes, empezó a agrisar, la flota se puso en marcha. No era necesario transmitir órdenes. Las instrucciones habían sido claras. La maniobra se inició en el extremo derecho, donde formaba la escuadra del almirante Ariabignes. Todo lo que debían hacer los demás trirremes era esperar a que partieran las tres naves que tenían a su derecha, aproarse tras ellas y seguirlas al interior del estrecho, lo más cerca posible de la costa.
Navegaban tan despacio que Artemisia habría podido adelantar a la
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nadando. Se detenían constantemente y ciaban para no chocar con los trirremes de delante. Ya era de día cuando los cinco barcos de Artemisia rebasaron el promontorio de Cinosura. Desde hacía una hora estaban recibiendo un viento de popa que levantaba una marejada muy incómoda; llevaban oyendo los ruidos del combate casi el mismo tiempo.
Artemisia ignoraba qué estaba ocurriendo por delante de ellos, pero su piloto Diógenes no albergaba la menor duda.
—El plan de Jerjes ha funcionado al final, señora —le dijo en tono casi apesadumbrado—. Es evidente que los griegos sólo sabemos huir y traicionarnos unos a otros. Estamos condenados a que nos manden otros.
Sin embargo, momentos después escucharon el peán acompañado de trompetas de guerra. No sonaba como el grito desesperado de alguien a quien han sorprendido en la huida y se revuelve como una fiera acorralada, sino como el canto decidido de quien se lanza a un ataque organizado.
Aunque la infiltración había empezado de forma ordenada, ahora tenían a su izquierda unas naves chipriotas que no deberían estar allí y que no dejaban ver a Artemisia qué estaba sucediendo. Se despojó de la coraza por aligerar peso y se encaramó al codaste. Desde allí, a unos cuatro metros sobre la cubierta, pudo contemplar el panorama. Lo que vio la llenó de angustia. A babor de la
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navegaban, en efecto, tres trirremes de la flota persa. Pero el que se encontraba más alejado acababa de recibir la embestida de una nave griega.
Aprovechando que estaba allí arriba miró en derredor. Su situación era muy comprometida. No podían enfrentarse a los atacantes, porque aquellos barcos chipriotas se lo impedían. No podían desviarse a estribor, porque obligarían a sus otras dos naves a chocar contra la costa. Tampoco podían virar en redondo y escapar del estrecho, ya que por detrás de ellos venían aún cientos de barcos. No tenían más remedio que seguir hacia el frente, pero el panorama que se presentaba allí no parecía mucho mejor.
Hacía bien en no fiarme de Temístocles,
se dijo.
Conforme el día avanzaba, la situación no mejoró. Los remeros, después de tantas horas de bogar, aunque fuese a un ritmo tan lento, estaban muy cansados y cada vez les resultaba más difícil coordinar sus movimientos. Había que frenar constantemente y ciar para no chocar con el barco de delante, pero también parar con las pértigas a las naves que venían por detrás. Todo entre gritos y amenazas de barco a barco. Los miembros de la flota del Gran Rey parecían haberse convertido en sus propios enemigos. La combinación del viento y la cercanía de la costa creaba una especie de succión que los arrastraba contra la orilla, agravada por la presión del ataque griego por la otra parte. Los barcos que navegaban en el ala derecha de la flota, al verse empujados a tierra por sus compañeros, trataban de hacerse hueco maniobrando a babor, con lo que a veces los remos se trababan entre sí, empezaban a paletear y se producían choques e incluso peleas de barco a barco.
Artemisia había apostado un vigía fijo, pero cada poco rato volvía a trepar ella misma al codaste y estudiaba la situación. Debían haberse internado en el estrecho un kilómetro como mucho. Entre Salamina y el centro del canal, los barcos griegos se movían a placer, haciendo relevos entre sus líneas para atacar a los trirremes del ala izquierda persa.
Cuando llegaron a la zona donde actuaba la flota ateniense, la última nave chipriota que quedaba cubriendo su flanco izquierdo se hundió, atacada por un trirreme enemigo. La
Calisto
se encontró de pronto con el costado de babor desguarnecido, aunque, a cambio, disponía de más espacio para maniobrar. Una nave griega venía contra ellos, buscando su popa. Huir a estribor era imposible, pues la masa de sus propios barcos lo impedía.
—¡Todo a babor, Diógenes!
A pesar de que tenían los músculos anquilosados tras tantas horas de lento bogar, los remeros, que eran los mejores de la flotilla de Halicarnaso y sabían que de ellos dependía la vida de su reina, entraron en ritmo de combate en apenas unos segundos. Artemisia se alegró en aquel momento de la decisión que había tomado antes de embarcar. Puesto que no sólo aportaba barcos a la flota, sino también sus propios soldados, no la obligaban a llevar infantería irania. De ese modo, había podido decidir por sí sola cuántos hombres llevaba en cubierta. En algunos barcos fenicios había visto cuarenta y hasta cincuenta guerreros, una fuerza formidable si se daba el caso de llegar al abordaje. Pero ella no tenía la menor intención de dejarse abordar por nadie, y con doce hoplitas y cuatro arqueros a bordo la
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era mucho más rápida y marinera.
Esquivaron por apenas dos metros el espolón enemigo. Después, tras una brusca guiñada a la izquierda, se vieron con la proa orientada a Salamina.
Dos trirremes atenienses venían de frente. No había ni diez metros de separación entre ellos. Contando con el espacio de los remos, era imposible pasar por allí. Artemisia podía ver a los hoplitas en los parapetos de proa, mirándola con tanta hostilidad como los ojos pintados en sus barcos. ¿Por cuál de las dos naves decidirse?
—¡A babor!
Nada más decirlo, se dio cuenta de que había cometido un error. Diógenes viró bruscamente para embestir la amura del trirreme que tenían a la izquierda, pero el viento y la marejada redujeron su ángulo de ataque. Sabiendo que fallarían el golpe, Artemisia ordenó:
—¡A estribor! ¡Recoged remos de babor!
El cómitre transmitió la orden a sus hombres, mientras Diógenes se esforzaba por corregir el rumbo. Aquella maniobra era muy complicada, pues al tirar de los remos hacia el interior de la nave los hombres debían guiar las empuñaduras en ángulo cuidando de no golpear con ellas a los compañeros que bogaban al otro lado. Artemisia oyó gritos abajo y se imaginó que a alguien le habrían roto algún diente. Pero los remos desaparecieron por las portillas justo a tiempo.
El propio casco de la
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chocó con los remos de babor del barco enemigo. Al recibir el impacto se doblaron en ángulos imposibles y se quebraron con estrepitosos chasquidos. Mientras ambas naves se cruzaban, los soldados se dispararon flechas, lanzas e incluso piedras que habían cargado a bordo. Pero pasaron tan rápido la una junto a la otra que apenas tuvieron tiempo de intercambiar una andanada y nadie resultó herido. Al menos sobre la cubierta. Sin duda en la sentina del trirreme enemiga la rotura de los remos había causado graves heridas a los hombres que los manejaban.
Apenas dejó atrás la nave ateniense, la
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aprovechó el impulso de la maniobra y siguió virando a babor. ¿Adónde dirigirse ahora? Ya no había tácticas, planes ni estrategias, y cada barco de la flota persa intentaba sobrevivir como podía. Lo único sensato que podían hacer era poner rumbo a Cinosura y salir de aquella encerrona.
Por alguna razón recordó aquella noche de Maratón en que había matado al enviado de Patikara clavándole un pasador de metal en el oído. Como en aquella ocasión, se veía obligada a improvisar y saltarse algunas normas.
—¡Haz lo que yo te diga, Diógenes!
—¿Qué pretendes, señora?
—¡Salir vivos de aquí! ¡Ve haciendo lo que yo te ordene en todo momento!
Estaban navegando casi en paralelo y en el mismo sentido que los barcos atacantes. Fue entonces cuando Artemisia vio el costado de un barco licio que estaba trabado proa con proa con un trirreme ateniense, y reconoció su estandarte. Era la nave capitana de Damasitimo, el rey de Calinda.
Aquel hombre la había insultado en el consejo de guerra apenas unas horas antes. En su barco servía como hoplita Esquines de Eretria. ¿Había que buscar alguna excusa más?
—Embístele por la popa, Diógenes.
El piloto se volvió hacia ella.
—Pero, señora...
—¿Quieres volver a ver a tu esposa y a tus hijos? Pues tendremos que hacernos pasar por atenienses.
Diógenes se lo pensó tan sólo un segundo y maniobró como Artemisia le había indicado. Los remeros no podían saber hacia dónde se dirigía el espolón de la
Calisto,
pero los soldados y los tripulantes de cubierta sí, y se volvieron hacia ella con miradas de desconcierto. Artemisia se puso en pie y gritó, desgañitándose para hacerse oír en medio del fragor de la batalla:
—¿Queréis vivir o no?
Durante un segundo dudaron. Pero cuando el más veterano de ellos gritó
«¡Sí!»,
los demás lo corearon: halicarnasios y licios tenían más rencillas guardadas que gestas en común. En cualquier caso, la opinión de los soldados carecía ya de importancia, porque la
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iba directa contra el costado del trirreme de Damasitimo y la colisión era inevitable.
Mientras en las proas de las naves enganchadas licios y atenienses combatían a lanzazos y trataban de abordarse mutuamente, Damasitimo se volvió hacia Artemisia y gritó algo desde su sillón de trierarca que ella no llegó a oír. Tenía al lado a Esquines, armado como hoplita pero sin intervenir en el combate que se estaba librando a proa.
Muy propio de ti,
pensó Artemisia.
El espolón de la
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golpeó contra el casco casi en ángulo recto. Artemisia flexionó las piernas para absorber el impacto. Después recogió sus armas y corrió hacia delante. Si quería sobrevivir, era evidente que Damasitimo y Esquines debían morir. No le bastaba con la posibilidad de que se ahogaran. Tenía que ver sus cadáveres.
—¡Matadlos! —ordenó a sus hombres mientras corría hacia la proa.
Los guerreros de la nave licia estaban enzarzados en su combate con los atenienses, y además el golpe había arrojado por la borda a muchos de ellos. Tan sólo el timonel y algunos marineros acudieron en ayuda de Damasitimo. El rey de Calinda estaba tan gordo que no sólo se movía con la lentitud de una tortuga, sino que presentaba el doble de superficie a las flechas que un hombre normal. Los cuatro arqueros de la
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acertaron con sus proyectiles, y Damasitimo se desplomó sobre la caña del timón, la partió con su peso y quedó inerte sobre la cubierta.
—¡Artemisia! —gritó Esquines, apuntando su pica hacia ella y acercándose a la borda como si tuviera intención de saltar sobre la
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—. ¡Yo te maldigo, zorra!
Ella se ahorró bravatas y le arrojó directamente la lanza. La punta atravesó el faldar de cuero de Esquines y se clavó en su entrepierna. Con un alarido, el eretrio cayó de rodillas. Los arqueros ya habían empulgado sus armas de nuevo y lo remataron.
—Yo prefiero matarte, que es más práctico —dijo Artemisia, viendo cómo Esquines se desplomaba boca abajo sobre las tablas.
Terminada la breve escaramuza, los remeros de la
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ciaron para desengancharse. El barco licio empezó a hundirse de popa, mientras en la proa los atenienses daban cuenta de sus últimos enemigos. Artemisia ya se felicitaba por haberlos logrado engañar cuando uno de ellos gritó:
—¡Es Artemisia, la de las diez mil dracmas!
Al oírlo, ordenó a Diógenes ciabogar para retroceder y a la vez virar a estribor lo más rápido posible, en dirección a la salida del estrecho. Mientras corría de regreso a su puesto de trierarca, Artemisia ordenó:
—¡Arrancad el estandarte! ¡Echad abajo la regala! ¡Tenemos que parecer un barco ateniense!
Mientras un marinero retiraba el gallardete con la imagen de la osa, los hoplitas se dedicaron a arrancar los barrotes de la balaustrada a patadas, golpes de espada e incluso de escudo. Pero a la nave que los perseguía ya no la podían engañar. Además, la condenada era rápida y les iba recortando distancia. Los arqueros enemigos se habían apostado en proa para disparar. Una de sus flechas mató al muchacho que acababa de arriar la bandera, y Artemisia tuvo que arrodillarse y parapetarse tras su escudo para no resultar herida.
—¡Atención a estribor!
Era una locura. Jamás saldrían vivos de aquel laberinto de naves, remos y espolones. Artemisia miró hacia la nueva amenaza, un trirreme azul. Si mantenían el rumbo y la velocidad actuales, les iba a perforar el costado en cuestión de segundos. Al ver la estatua de la diosa cazadora en la proa y el gran gallardete dorado que ondeaba sobre el codaste, Artemisia se convenció de que ya estaba muerta. Pues aquél era el trirreme de Temístocles, el hombre que estaba destinado a matarla. Así se lo habían vaticinado los dioses en la Acrópolis.
El barco del ateniense dio una guiñada a estribor y frenó su remada levantando chorros de espuma. Gracias a eso, la popa de la
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pasó apenas a tres metros del espolón enemigo y lo dejó atrás. Pero la maniobra de la nave de Temístocles no había terminado ahí, sino que se interpuso en el camino del trirreme que perseguía a los halicarnasios y lo obligó a desviarse y perder velocidad.