Sangre de tinta (34 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Sangre de tinta
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Orfeo carraspeó.

—Bueno, no entiendo en absoluto lo que le pasa —reconoció mientras se contemplaba las uñas de los dedos, mordidas como las de un escolar—. ¡Envidio a esos tres!

Durante un instante, Elinor no comprendió a qué se refería. Pero cuando prosiguió, lo entendió con claridad meridiana.

—¿Por qué cree usted que desean volver? —preguntó en voz baja—. ¡Si yo estuviese allí, no regresaría jamás! Ningún lugar de este mundo he añorado ni siquiera la mitad que a la colina sobre la que se alza el castillo del Príncipe Orondo. He paseado innumerables veces por el mercado de Umbra, he alzado la vista hacia los torreones, hacia la bandera con el león en el centro. Me he imaginado recorriendo el Bosque Impenetrable y observando a Dedo Polvoriento robar la miel a los elfos de fuego. Me he imaginado a Roxana, la juglaresa de la que está enamorado. He estado en la fortaleza de Capricornio y he olido el brebaje de acónito y cicuta que preparaba Mortola. Todavía hoy se presenta a menudo en mis sueños la fortaleza de Cabeza de Víbora, a veces estoy encerrado en una de sus mazmorras, otras me deslizo por la puerta con Dedo Polvoriento, alzo la vista hacia las cabezas de los juglares que Cabeza de Víbora ha hecho ensartar en un palo por haber cantado la canción equivocada… ¡Por todas las letras del mundo! Cuando Mortola me dijo su nombre, pensé que había enloquecido. Sí, cierto, ella y Basta se asemejaban a los personajes que afirmaban ser, pero ¿podía ser verdad que alguien los hubiera traído aquí desde mi libro favorito? ¿Existían de verdad otros capaces de leer como yo? Sólo cuando Dedo Polvoriento vino hacia mí, en esa biblioteca desordenada que olía a moho, lo creí. ¡Oh, Dios mío, cómo latía mi corazón al isar ese rostro con las tres cicatrices pálidas que había dejado el cuchillo de Basta! Latía más fuerte que el día que besé por primera vez a una chica. Era él, en efecto, el triste héroe de mi libro favorito. Y lo hice desaparecer de nuevo dentro de él. ¿Pero a mí mismo? Vaya esperanza —soltó una risa amarga y triste—. Sólo espero que no tenga que morir allí, como había previsto para él ese autor chiflado. ¡Pero no! Está bien, estoy seguro, al fin y al cabo Capricornio ha muerto y Basta es un cobarde. ¿Sabía usted que a los doce años escribí al tal Fenoglio diciéndole que tenía que cambiar su historia o al menos escribir una continuación en la que regresara Dedo Polvoriento? Jamás me contestó, y
Corazón de Tinta
tampoco halló continuación. En fin… —Orfeo soltó un profundo suspiro.

Dedo Polvoriento, Dedo Polvoriento… Elinor apretó los labios. «¿A quién le interesaba lo qué había sido del comecerillas? Tranquila, Elinor, no vuelvas a explotar, esta vez debes obrar con astucia y con sensatez… No es tarea fácil.»

—Escuche. Si tanto le gustaría estar en ese libro… —Elinor consiguió que su voz sonase despreocupada—. ¿Por qué no trae sencillamente de vuelta a Meggie? Meggie sabe cómo leer para introducirse uno mismo dentro de una historia. ¡Y lo ha hecho! Seguro que podrá explicarle el modo, o incluso trasladarle a usted hasta allí con su lectura.

La redonda cara de Orfeo se nubló tan bruscamente que Elinor supo en el acto que había cometido un grave error. ¿Cómo había podido olvidar lo vanidoso y fatuo que era ese iniduo?

—Nadie —dijo Orfeo en voz baja mientras se levantaba del sillón con ominosa lentitud—, nadie puede darme lecciones sobre el arte de la lectura. ¡Y mucho menos una cría!

«Ahora volverá a encerrarme en el sótano», pensó Elinor. «¿Y qué? Busca, Elinor, rebusca en tu estúpida cabeza la respuesta adecuada! ¡Vamos, haz algo! ¡Alguna cosa se te ocurrirá!»

—Claro que no —balbució Elinor—. Nadie excepto usted podría llevar de regreso con la lectura a Dedo Polvoriento. Nadie. Pero…

—No hay pero que valga. Preste atención.

Orfeo adoptó un aire de exagerada gravedad, como si se dispusiera a cantar un aria encima de un escenario, y tomó del sillón el libro que tan descuidadamente había apartado. Lo abrió justo por el doblez que afeaba la página de un blanco cremoso, se pasó la punta de la lengua por los labios como si tuviera que suavizarlos para que las palabras no se quedasen adheridas a ellos, y de pronto su voz fascinante, que no encajaba con su porte, inundó la biblioteca de Elinor. Orfeo leyó como si su comida favorita se deshiciera en su boca, saboreándola, ansioso del sonido de las letras, perlas en su lengua, semillas de palabras de las que hacía brotar la vida.

Sí, acaso fuera el mayor maestro de su arte. Porque lo ejecutaba con la máxima pasión.

«Cuentan la historia de un pastor, Tudur de Llangollen, que un buen día se topó con un grupo de hadas que bailaban a los sones de un diminuto violinista.»
Unos delicados tonos agudos se alzaron detrás de Elinor y ésta se giró, pero nada isó, salvo a Azúcar, que escuchaba la voz de Orfeo con expresión de perplejidad.
«Tudur intentó resistirse a las cuerdas encantadas, pero al final lanzó su gorra al aire y gritó: "¡Adelante, pues; toca, viejo demonio!", y se unió a la salvaje danza.»

El sonido del violín se tornó más estridente, y esta vez, cuando Elinor se giró rápidamente, vio a un hombre plantado en su biblioteca, rodeado de pequeñas criaturas ataviadas con hojas, que giraba sobre sus pies descalzos como un oso amaestrado, mientras a un paso de distancia un hombre minúsculo con una campanilla en la cabeza tocaba un violín del tamaño de una bellota.

«En el acto aparecieron cuernos en la cabeza del violinista y un rabo asomó por debajo de su gabán.»
Orfeo infló la voz hasta que casi se asemejó a un canto.
«Los espíritus danzarines se transformaron en machos cabríos, perros, gatos y zorros, y ellos y Tudur bailaron en círculo poseídos por un excitante frenesí.»

Elinor se tapó la boca con las manos. Allí estaban, brotaban desde detrás del sillón, saltaban sobre las pilas de libros, danzaban sobre las páginas abiertas con sus pezuñas sucias. El perro saltó y ladró.

—¡Alto, deténgase! —gritó Elinor a Orfeo—. ¡Deténgase inmediatamente!

Éste, con una sonrisa de triunfo, cerró el libro.

—¡Échalos al jardín! —ordenó a Azúcar, que parecía petrificado.

Este caminó pesadamente hacia la puerta, la abrió… y dejó pasar bailando a toda la tropa, tocando el violín y chillando, ladrando, balando, pasillo de Elinor abajo, cruzando frente a su alcoba, hasta que el estruendo cesó.

—Nadie —repitió Orfeo, y en su cara redonda ya no se distinguían vestigios de sonrisa—, nadie puede dar lecciones a Orfeo del arte de la lectura. ¿Se ha fijado usted? ¡Nadie ha desaparecido! Quizá algunos gusanos de los libros, si es que existen en su biblioteca, acaso un par de moscas…

—O tal vez un par de personas que viajen en coche, allí abajo, por la carretera —añadió Elinor con voz ronca, mas por desgracia era evidente que estaba impresionada.

—Quizá —admitió Orfeo encogiéndose de hombros con indiferencia—. Pero eso no cambiaría un ápice mi maestría, ¿verdad? Y ahora espero que entienda usted algo del arte culinario, porque estoy completamente harto de lo que prepara Azúcar. Siempre que leo, me entra hambre.

—¿Cocinar? —Elinor casi se ahogaba de rabia—. ¿Voy a tener que cocinar para usted en mi propia casa?

—Por supuesto. Debe ser útil. ¿O pretende que a Azúcar se le ocurra la idea de que usted y nuestro tartamudo amigo son completamente superfluos? Bastante enfadado está por no haber encontrado hasta ahora en su casa nada digno de ser robado. No, la verdad es que no deberíamos permitir que se le ocurra ninguna tontería, ¿no le parece?

Elinor respiró hondo e intentó soslayar el temblor de sus rodillas.

—No, no debemos —dijo dando media vuelta… para dirigirse a la cocina.

EL HOMBRE EQUIVOCADO

Ella depositó en su boca la hierba medicinal… él se durmió enseguida y lo tapó con cuidado. Durmió durante todo el día…

Dieter Kühn
,
El Parsifal de Wolfram von Eschenbach

La cueva estaba vacía, a excepción de Resa y Mo, cuando llegaron dos mujeres y cuatro hombres. Dos de ellos habían estado sentados junto al fuego con Bailanubes: Pájaro Tiznado, el tragafuego, y Dosdedos. A la luz del día su rostro no parecía más amistoso, y también los demás observaban con tanta hostilidad que, inconscientemente, Resa se acercó a Mo.

Sólo Pájaro Tiznado parecía confundido.

Mo dormía. Llevaba durmiendo más de un día entero un intranquilo sueño febril que provocaba un cabeceo de preocupación en Ortiga. Los seis se quedaron parados a escasos pasos de ellos, ocultando a Resa la visión de la luz diurna que entraba desde el exterior.

Una mujer se situó delante de los demás. No era muy vieja, pero sus dedos estaban encorvados cual garras de pájaro.

—¡Él tiene que irse! —exclamó—. Hoy mismo. No es de los nuestros, y tú, tampoco.

—¿A qué te refieres? —la voz de Resa temblaba, por más que se esforzaba por aparentar tranquilidad—. No puede irse. Aún está demasiado débil.

¡Ojalá Ortiga hubiera estado allí! Pero se había marchado, murmurando algo sobre niños enfermos, y sobre una planta cuya raíz quizá hiciera desaparecer la fiebre. Los seis habrían tenido miedo de Ortiga, miedo, respeto, vergüenza, mientras que ella misma no era más que una extraña para los titiriteros, una desconocida desesperada con un marido enfermo de muerte… aunque nadie allí ainaba cuan extraños eran en ese mundo.

—Los niños… tienes que comprendernos —la otra mujer era muy joven. Estaba embarazada y había colocado una mano en ademán protector sobre su vientre.

—Alguien como él pondrá en peligro a nuestros hijos. Martha tiene razón, vosotros ni siquiera sois de los nuestros. Éste es el único lugar en el que se nos permite quedarnos. Nadie nos echa de aquí, pero si ellos oyen que Arrendajo nos acompaña, eso se habrá acabado. Dirán que lo hemos escondido nosotros.

—¡Pero si él no es Arrendajo! Ya os lo he dicho. ¿Y quiénes son
ellos?

Mo, poseído por la fiebre, susurró algo. Su mano aferró el brazo de Resa.

Ella le acarició la frente para tranquilizarlo, le obligó a dar un sorbo de la tisana que había preparado Ortiga. Sus visitantes la observaban en silencio.

—¡Como si no lo supieras! —exclamó uno de los hombres, alto y delgado, agitado por una tos seca—. Cabeza de Víbora lo busca, enviará aquí a la Hueste de Hierro. Nos hará ahorcar a todos por esconderlo aquí.

—¡Os lo repito! —Resa cogió la mano de Mo, sujetándola con fuerza—. ¡Él no es un bandolero o cualquier otro personaje de vuestras historias! ¡Sólo llevamos unos días aquí! Mi marido encuaderna libros, ése es su oficio, y no otro.

Cómo la miraron.

—Pocas veces he escuchado una mentira peor —Dosdedos torció el gesto. Tenía una voz fea. A juzgar por sus ropas llenas de remiendos era uno de los que interpretaban en los mercados comedias ruidosas y zafias, hasta que los espectadores expulsaban a carcajadas las penas del corazón—. ¿Qué iba a buscar un encuadernador en medio del Bosque Impenetrable en la antigua fortaleza de Capricornio? Nadie va voluntariamente allí, debido a las Mujeres Blancas y a todos los demás monstruos que pululan entre las ruinas. Y Mortola, ¿qué tendría que ver ella con un encuadernador? ¿Por qué iba a dispararle con un arma de bruja de la que nadie ha oído hablar?

Los demás respondieron con asentimientos de aprobación… y dieron otro paso hacia Mo. ¿Qué debía hacer Resa? ¿Qué podía decir? ¿De qué servía tener voz si nadie la escuchaba?

—No te preocupes por no poder hablar —solía decirle Dedo Polvoriento—. La gente no suele prestar atención.

Acaso pudiese pedir socorro, ¿pero quién acudiría? Bailanubes había partido con Ortiga al amanecer, las hojas todavía brillaban rojizas por el sol naciente, y las mujeres que le llevaban comida a Resa y la relevaban a veces al lado de Mo para permitirle dormir unas horas, se encontraban en el río cercano, lavando la ropa, junto con sus hijos. Ahí fuera sólo quedaban unos viejos que habían acudido allí porque estaban hartos de la gente y esperaban la muerte. Poco la ayudarían.

—Nosotros no lo entregaremos a Cabeza de Víbora. Sólo lo llevaremos de regreso al lugar donde os encontró Ortiga. A la maldita fortaleza —informó de nuevo el de la tos.

En su hombro se aposentaba un cuervo. Resa conocía esas aves desde la época en que estaba en los mercados escribiendo documentos y cartas petitorias; sus propietarios los adiestraban para robar unas monedas adicionales mientras representaban sus números.

—Las canciones dicen que Arrendajo protege al Pueblo Variopinto —prosiguió su dueño—. Y que los que él ha matado, amenazaron a nuestras mujeres e hijos. Sabemos apreciar eso y todos hemos cantado ya las canciones sobre él, pero no nos dejaremos poner una soga al cuello por su causa.

Lo habían decidido hacía mucho. Se llevarían a Mo. Resa quiso gritar, pero ya no le quedaban fuerzas.

—Devolverlo significará su muerte —replicó en susurros.

Eso les traía sin cuidado, Resa lo veía en sus ojos. «¿Y por qué hemos de interesarles?», pensó. «¿Qué haría ella, si los de ahí fuera fueran sus hijos?» Recordó una visita de Cabeza de Víbora a la fortaleza de Capricornio para asistir a la ejecución de un enemigo común. Desde ese día supo cómo era un ser humano que se complacía en hacer daño a los demás.

La mujer de los dedos torcidos se arrodilló al lado de Mo y, antes de que Resa pudiera impedirlo, le subió la manga.

—Aquí está, ¿lo veis? —dijo con voz triunfal—. Tiene la cicatriz que describen las canciones, justo donde le mordieron los perros de la Víbora.

Resa la apartó de un empellón tan violento que cayó a los pies de los demás.

—¡Los perros no pertenecían a Cabeza de Víbora, sino a Basta!

El nombre sobresaltó a todos, pero no se marcharon. Pájaro Tiznado ayudó a levantarse a la mujer, y Dosdedos se aproximó a Mo.

—Vamos —dijo a los demás—. Levantémoslo —todos ellos se colocaron a su lado. Sólo el tragafuego vaciló.

—¡Por favor, creedme! —Resa apartó las manos de los otros—. ¿Pensáis que os miento, que soy tan ingrata a pesar de haberme ayudado?

Nadie le prestaba atención. Dosdedos arrebató a Mo la manta que les había entregado Ortiga. En la cueva hacía frío por las noches.

—¡Qué sorpresa! Conque visitando a nuestros invitados. Sois realmente muy amables.

Se sobresaltaron igual que los niños sorprendidos cometiendo una jugarreta. Un hombre apareció a la entrada de la cueva. Por un momento, Resa pensó que se trataba de Dedo Polvoriento, y se preguntó, confundida, cómo era posible que Bailanubes lo hubiera traído tan deprisa. Pero luego comprobó que el hombre al que los seis miraban con tanta culpabilidad era negro. Todo en él era negro, su pelo largo, su piel, sus ojos, incluso sus ropas. Y a su lado llevaba un oso, tan negro como su amo, que le sacaba casi la cabeza.

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