Buho Sanador miró a Meggie. Lo siento, decían sus ojos. Y ella también leyó en ellos una pregunta: ¿Dónde está Dedo Polvoriento? ¿Dónde?
—Dejadme acompañarla —Roxana se situó al lado de Meggie e intentó pasarle el brazo por los hombros, pero Zorro Incendiario la empujó hacia atrás sin miramientos.
—Sólo la chica del cuadro encantado —precisó—. Y el barbero.
Roxana, Bella y unas cuantas mujeres más los siguieron hasta el portón que daba al mar. La espuma de las olas relucía a la luz de la luna, y la playa estaba solitaria, excepto unas huellas de pies que por fortuna nadie examinó con detenimiento. Los soldados habían traído caballos para sus prisioneros y el de Meggie agachó las orejas cuando uno de los soldados la subió a su enflaquecido lomo. Cuando trotaba con ella en dirección a las montañas se atrevió a mirar con disimulo a su alrededor. Pero no descubrió ni rastro de Dedo Polvoriento o de Farid. Salvo las huellas de pisadas sobre la arena.
¿Y qué otra cosa es conocer las palabras más que una sombra del conocimiento mudo?
Khalil Gibran
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El profeta
Cuando Dedo Polvoriento indicó con una seña a Farid que saliera de entre los árboles tras los muros del hospital de incurables reinaba el silencio. Ningún llanto, ninguna maldición por los visitantes del Castillo de la Noche. La mayoría de las mujeres habían regresado junto a los enfermos y moribundos. Sólo Roxana permanecía en la playa mirando hacia el lugar por donde habían desaparecido los soldados.
Dedo Polvoriento se acercó a ella con andar cansino.
—¡Los seguiré! —farfulló Farid apretando los puños morenos—. ¡Al fin y al cabo es fácil encontrar el maldito castillo!
—Pero qué estás diciendo, maldita sea —le increpó Dedo Polvoriento—. ¿Crees que puedes entrar por las buenas? Es el Castillo de la Noche. Allí las cabezas cortadas adornan las almenas.
Farid agachó la cabeza y alzó la vista hacia las torres de plata, clavándose en el cielo como si quisieran ensartar a las estrellas.
—Pero… pero… Meggie —balbució.
—Sí, sí, de acuerdo, la seguiremos —dijo Dedo Polvoriento, irritado—. Aunque mi pierna ya empieza a quejarse por el empinado camino. Pero no vamos a echar a andar a trompicones. Antes debes aprender algo.
Con qué alivio lo miraba el muchacho… como si le alegrara de antemano introducirse en el nido de la Víbora. Dedo Polvoriento meneó la cabeza ante tamaña irreflexión.
—¿Aprender? ¿Qué?
—Lo que deseaba enseñarte —Dedo Polvoriento se encaminó hacia el agua. Ojalá se le curase de una vez esa vieja pierna…
Roxana lo siguió.
—¿Pero qué estás diciendo? —replicó con una mezcla de furia y miedo cuando se deslizó entre él y el muchacho—. ¡No puedes ir al castillo! Todo está perdido. Vuestra fabulosa carta no ha arreglado nada, nada en absoluto.
—Eso ya lo veremos —se limitó a responder Dedo Polvoriento—. Todo depende de lo que Meggie haya leído.
Intentó echarla a un lado, pero Roxana apartó sus manos de un empellón.
—Vamos a informar al príncipe —qué desesperación latía en su voz—. ¿Has olvidado a los incendiarios que están ahí arriba, en el castillo? ¡Morirás antes de que salga el sol! ¿Y qué me dices de Basta? ¿Y de Zorro Incendiario? ¿Y de Pífano? ¡Alguno te reconocerá!
—¿Quién dice que me voy a presentar a cara descubierta? —repuso Dedo Polvoriento.
Roxana se alejó de él. Lanzó a Farid una mirada tan hostil, que el chico se giró.
—Ese es nuestro secreto, hasta ahora sólo me lo has enseñado a mí. ¡Y tú mismo dijiste que nadie lo conoce salvo tú!
—El chico también lo conocerá.
Cuando Dedo Polvoriento se acercó a las olas, la arena chirriaba bajo sus pies. Sólo se detuvo cuando el oleaje lamió sus botas.
—¿De qué está hablando? —preguntó Farid—. ¿Qué me vas a enseñar? ¿Es muy difícil?
Dedo Polvoriento miró a su alrededor. Roxana regresó lentamente al hospital de incurables y desapareció tras el humilde portón sin volverse ni una sola vez.
—¿De qué se trata? —Farid le tiraba impaciente de la manga—. Vamos, contesta.
Dedo Polvoriento se volvió hacia él.
—El agua y el fuego no se entienden demasiado bien —anunció—. Podría decirse que no congenian. Pero cuando se aman, es con pasión.
Hacía mucho tiempo que no utilizaba las palabras que susurró a continuación, pero el fuego las entendió. Una llama asomó entre los guijarros húmedos que el mar había arrastrado hasta la arena. Dedo Polvoriento se agachó y la acogió en el hueco de su mano, igual que a un pajarillo joven, musitó lo que esperaba de ella, prometiéndole un juego nocturno al que no había jugado jamás, y cuando la llama respondió con un chisporroteo, inflamándose, tan cálida que le quemó la piel, él la lanzó a las crestas espumeantes de las olas, los dedos estirados, como si sujetase al fuego con cintas invisibles. El agua lanzó un bocado a la lumbre como el pez a una mosca, pero la llama aumentó su luminosidad mientras Dedo Polvoriento extendía los brazos junto a la orilla.
Rugiendo y llameando el fuego lo imitó, recorrió la ola a izquierda y derecha y se difundió hasta que la espuma, orlada de llamas, rodó hasta la orilla y una cinta de fuego flotó a los pies de Dedo Polvoriento como una prenda de amor. Él hundió ambas manos en la espuma ardiente y cuando volvió a incorporarse, un hada aleteaba entre sus dedos. Era azul, como sus hermanas del bosque, pero la envolvía el resplandor del fuego, y sus ojos eran rojizos como las llamas de las que había nacido. Dedo Polvoriento la rodeó con sus manos como si fuese una extraña mariposa nocturna, aguardó el picor en la piel, el calor que le subía por los brazos como si de repente fluyera por sus venas fuego en lugar de sangre. Cuando la quemazón le llegó a las axilas dejó volar a la diminuta criatura, que despotricaba y soltaba maldiciones procaces, como solían hacer cuando se las atraía con el juego entre el fuego y el mar.
—¿Qué es eso? —preguntó Farid asustado al ver las manos y brazos ennegrecidos de Dedo Polvoriento.
Dedo Polvoriento sacó un paño del cinturón y con sumo cuidado se frotó el tizne que cubría su piel.
—Esto —contestó— es lo que nos llevará al castillo. Pero el tizne sólo surte efecto cuando lo has obtenido personalmente de las hadas. Así que, a trabajar.
Farid lo miró con incredulidad.
—¡No puedo hacerlo! —balbució—. No sé cómo.
—¡Tonterías! —Dedo Polvoriento salió del agua y se sentó en la arena húmeda—. ¡Claro que puedes! ¡Piensa en Meggie!
Farid, indeciso, alzó la mirada hacia el castillo mientras las olas lamían los dedos desnudos de sus pies animándole a participar en el juego.
—¿No se verá el fuego ahí arriba?
—El castillo está más lejos de lo que parece. Créeme, tus pies lo atestiguarán cuando subamos. Y suponiendo que los guardianes vean algo, pensarán que hay relámpagos o que los elfos de fuego bailan encima del agua. Pero ¿desde cuándo reflexionas tanto antes de empezar a jugar? Sólo sé una cosa: si esperas mucho tiempo más, me obligarás a reflexionar sobre la locura que supone subir allí arriba.
Sus argumentos convencieron a Farid.
Tres veces se le apagó la llama al arrojarla a la espuma. Pero a la cuarta, bordeó las olas tal como él quería… a lo mejor no tan llameante como la de Dedo Polvoriento, pero el mar también ardió para Farid. Y esa noche, el fuego jugó por segunda vez con el agua.
—Estupendo —dijo Dedo Polvoriento mientras el joven contemplaba orgulloso el tizne de sus brazos—. Distribúyelo bien por tu pecho, por tus piernas, por la cara.
—¿Por qué? —preguntó Farid abriendo mucho los ojos.
—Porque nos hará invisibles —respondió Dedo Polvoriento mientras se frotaba el tizne por el rostro—. Hasta la salida del sol.
«Perdón repetidamente, vuestra sangrientidad, señor barón, sir», dijo él untuoso. «Ha sido culpa mía, por entero, no le vi a usted, claro que no, usted es invisible. Perdone al viejo Peeves esta pequeña broma, sir.»
Joanne K. Rowling
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Harry Potter y la piedra filosofal
La invisibilidad era una sensación extraña. Farid se sentía a la vez todopoderoso y perdido. Como si existiera en todas partes y en ninguna. Lo peor era que no veía a Dedo Polvoriento. Sólo podía confiar en su oído.
—Dedo Polvoriento —susurraba sin cesar, mientras lo seguía en medio de la noche.
—Estoy aquí, justo delante de ti —le contestaba en voz baja.
Los soldados que se habían llevado a Meggie y a Buho Sanador seguirían un sendero deplorable, en muchos lugares casi cerrado por la maleza, que ascendía por la colina formando amplias curvas. Dedo Polvoriento, por el contrario, eligió el trayecto campo a través, subiendo por laderas demasiado empinadas para un caballo, sobre todo si tenía que cargar con un jinete con armadura. Farid intentó no pensar en lo mucho que debía doler la pierna a Dedo Polvoriento. De vez en cuando lo oía maldecir en voz baja, y una y otra vez se detenía, invisible, apenas una respiración en medio de la oscuridad.
El castillo, efectivamente, estaba más lejos de lo que parecía desde la playa, pero al final sus muros se dibujaron en el cielo, justo ante ellos. Comparado con esa fortaleza, el castillo de Umbra le pareció a Farid un juguete construido por un príncipe al que le gustaba la comida y la bebida, pero que no pensaba en guerrear. En el Castillo de la Noche cada sillar parecía haber sido labrado pensando en la guerra, y mientras seguía el aliento jadeante de Dedo Polvoriento, Farid se preguntaba, aterrorizado, qué se sentiría al atacar la empinada pendiente mientras chorreaba desde las almenas la pez hirviendo y volaban los virotes de las ballestas.
La mañana aún estaba lejos cuando llegaron a la puerta del castillo. Su invisibilidad perduraría durante unas horas valiosas, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto y Farid lloró de desilusión.
—¡Está cerrada! —balbució—. ¡Ya los han metido dentro! Y ahora, ¿qué? —le costaba respirar, tan deprisa habían caminado. Pero ¿de qué servía ahora ser transparentes como el cristal, invisibles como el viento?
Sintió a su lado el cuerpo de Dedo Polvoriento, cálido en aquella noche ventosa.
—¡Pues claro que está cerrada! —contestó en voz baja—. ¿Qué te figurabas? ¿Que íbamos a alcanzarlos nosotros dos? ¡No lo habríamos conseguido ni aunque yo no cojease como una vieja! Pero ya verás, seguro que esta misma noche abrirán la puerta a alguien. Aunque sólo sea uno de sus espías.
—¿Y si trepásemos? —Farid miró esperanzado las murallas de un color gris claro y isó a los guardianes entre las almenas, armados con lanzas.
—¿Trepar? Pareces muy enamorado, la verdad. ¿No ves lo lisas y altas que son estas murallas? Olvídalo. Esperaremos.
Ante ellos se alzaban seis horcas. De cuatro de ellas colgaban cadáveres. Farid se sintió muy agradecido de que en la noche sólo se asemejaran a un montón de ropa vieja.
—¡Maldita sea! —oyó murmurar a Dedo Polvoriento—. ¿Por qué ese veneno de hada no hará desaparecer el miedo igual que el cuerpo?
Sí, eso también le habría gustado a Farid. Pero él no temía a los guardianes, ni a Basta, ni a Zorro Incendiario. Él sentía miedo por Meggie, un miedo atroz, y su invisibilidad lo acrecentaba. Todo su cuerpo parecía haberse desvanecido salvo su dolorido corazón.
Se levantó un viento frío, y Farid se calentaba sus invisibles dedos con su propio aliento, cuando un golpeteo de herraduras resonó en medio de la noche.
—¿Qué te decía? —susurró Dedo Polvoriento—. ¡Parece que la suerte nos acompaña, para variar! Recuerda esto pase lo que pase: antes de amanecer debemos estar lejos. El sol nos hará visibles con la misma rapidez con que tú invocas al fuego.
El batir de cascos aumentó y un jinete surgió de la oscuridad. No vestía el atuendo plateado pálido de Cabeza de Víbora, sino de negro y rojo.
—¡Mira a quién tenemos aquí! —musitó Dedo Polvoriento—. Apuesto a que es Pájaro Tiznado.
Uno de los guardianes gritó algo desde las almenas, y Pájaro Tiznado contestó.
—¡Vamos! —cuchicheó Dedo Polvoriento a Farid cuando la puerta se abrió chirriando.
Seguían tan de cerca a Pájaro Tiznado que Farid habría podido rozar la cola de su caballo. «¡Traidor!», se dijo. «Sucio traidor.» Le habría gustado arrancarlo de la silla, colocarle su cuchillo en la garganta y preguntarle qué noticias llevaba al Castillo de la Noche, pero Dedo Polvoriento lo empujó a través de la puerta gigantesca hacia el patio, arrastrándolo tras él, mientras Pájaro Tiznado cabalgaba hacia las caballerizas del castillo.
—Presta atención —le explicó Dedo Polvoriento en voz baja mientras conducía a Farid bajo el arco de una puerta—. Este castillo es del tamaño de una ciudad y retorcido como un laberinto. Marca el camino con hollín, pues luego no quiero tener que buscarte por haberte perdido como un niño en el bosque, ¿entendido?
—¿Pero qué pasa con Pájaro Tiznado? Fue él quien reveló el emplazamiento del Campamento Secreto, ¿no?
—Seguramente. Ahora olvídate de él. ¡Piensa en Meggie!
—Pero él figuraba entre los prisioneros.
Una tropa de soldados pasó junto a ellos y Farid retrocedió, asustado. Le costaba creer que no pudieran verlos.
—Bueno, ¿y qué? —la voz de Dedo Polvoriento se asemejaba al murmullo del viento—. Es el camuflaje de la traición más antiguo del mundo. ¿Dónde ocultas a tu espía? Entre tus víctimas. Seguramente Pífano insistiría un par de veces en lo fabuloso tragafuego que es y eso lo convirtió en su amigo. Pájaro Tiznado siempre ha tenido un gusto muy raro en lo tocante a los amigos. Pero ahora acompáñame o continuaremos aquí cuando el sol consuma la invisibilidad de nuestros cuerpos.
Sus palabras obligaron a Farid mirar sin querer al cielo. Era una noche oscura. Hasta la luna parecía perdida en tamaña negrura, y él no podía apartar la vista de las torres de plata.
—El nido de la Víbora —musitó.
Después, la mano invisible de Dedo Polvoriento tiró de él con rudeza.
Pensamientos de muerte
Se acumulan sobre mi dicha
Cual nubes oscuras
Encima de la hoz plateada de la luna.
Sterling Brown
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Pensamientos de muerte
Cabeza de Víbora estaba sentado a la mesa cuando Zorro Incendiario se presentó con Meggie. Justo como ella había leído. La sala en la que comía era tan suntuosa que, comparada con ella, el salón del trono del Príncipe Orondo parecía modesto como la casa de un campesino. Las baldosas que Zorro Incendiario y Meggie recorrían hacia su señor estaban cubiertas de blancos pétalos de rosa. Un mar de velas ardía en candelabros con patas en forma de garra y las columnas entre las que se colocaban estaban revestidas de escamas de plata que refulgían como piel de serpiente a la luz de las velas. Un sinfín de criados iban y venían presurosos entre esas columnas escamosas, sigilosos, las cabezas inclinadas. Las criadas, humildemente alineadas, aguardaban una seña de su señor. Todos parecían cansados, arrancados del sueño, como los había descrito Fenoglio. Algunos apoyaban la espalda con disimulo contra las paredes adornadas con tapices.