¡Cómo lo miró Roxana! Con la misma incredulidad que antes, cada vez que Dedo Polvoriento había intentado explicarle su ausencia durante semanas.
—¡Hablas de hechicería! —musitó ella.
—No. Hablo de leer.
Roxana no entendía ni una palabra, por supuesto. ¿Y cómo iba a hacerlo? A lo mejor comprendía cuando oyera leer a Meggie, cuando viera a las palabras temblar de pronto en el aire, cuando pudiera olerías y sentirlas en su piel…
—Desearía estar sola mientras leo —dijo Meggie mirando a Farid.
Luego se dio la vuelta y emprendió el regreso hacia el hospital de incurables, con la carta de Fenoglio en la mano. Farid intentó seguirla, pero Dedo Polvoriento se lo impidió.
—¡Déjala! —exclamó—. ¿Crees que desaparecerá entre las palabras? ¡Eso es una locura! Además, todos nosotros estamos metidos hasta el cuello en la historia que se dispone a leer. Ella sólo desea que cambie el viento, y cambiará… ¡si el viejo ha escrito las palabras adecuadas!
Duerme una canción en todas las cosas,
Que allí sueñan sin cesar,
Y el mundo empieza a cantar,
Sólo con hallar la palabra mágica.
Joseph von Eichendorff
,
La varita mágica
Roxana trajo a Meggie una lámpara de aceite antes de dejarla sola en la habitación donde dormían.
—Las letras necesitan luz, eso es lo poco práctico que tienen —le explicó ella—. Pero si en efecto son tan importantes como todos decís, entiendo que desees leerlas a solas. Yo también he creído siempre que mi voz suena más bella que nunca cuando estoy sola. —Y ya en la puerta, añadió:— Tu madre… y Dedo Polvoriento ¿se conocen bien?
«No lo sé», estuvo a punto de responder Meggie. «Nunca le pregunté a mi madre.»
—Eran amigos —respondió al fin.
Nada dijo del encono que todavía la embargaba al pensar que Dedo Polvoriento había conocido a lo largo de todos esos años el paradero de Resa y no se lo había contado a Mo… Pero Roxana no siguió preguntando.
—Si necesitas ayuda —advirtió antes de irse—, estaré con Buho Sanador.
Meggie esperó a que el ruido de sus pasos se extinguiera en el claustro sombrío. Después se sentó en uno de los sacos de paja y depositó el pergamino en su regazo. «¿Qué ocurriría», pensó mientras las letras se desplegaban ante ella, «si lo hiciera únicamente por ersión, sólo una vez?» ¿Qué se sentiría al paladear la magia de las palabras sin que la vida o la muerte, la felicidad o la desdicha dependieran de ellas? Un día, en casa de Elinor, casi no pudo resistir la tentación… al isar un libro que le había gustado mucho de pequeña… un libro con ratones ataviados con vestidos de volantes y ternos diminutos, que preparaban mermelada y organizaban picnics. Afloraba la primera palabra a sus labios cuando cerró el libro, porque de repente percibió unas imágenes etosas: uno de los ratones ataviados en el jardín de Elinor, rodeado de sus salvajes parientes a los que jamás se les ocurriría hacer mermelada, la imagen de un vestidito de volantes con un rabo gris asomando entre los dientes de uno de los gatos que vagaban continuamente entre los rododendros de Elinor… No, Meggie jamás había sacado por ersión algo de las palabras, y esa noche tampoco lo haría.
—La respiración, Meggie —le había dicho Mo un día—, ahí radica el secreto. Imprime fuerza a tu voz y le insuflarás vida. Y no sólo la tuya. A veces casi me da la impresión de que con una inspiración absorbes todo lo que te rodea, todo lo que constituye y mueve el mundo, y que después fluye en las palabras.
Meggie lo intentó. Intentó respirar tranquila y serena como el mar, cuyo rumor penetraba desde el exterior, inspirar y exhalar, inspirar y exhalar, como si de ese modo trasladase su fuerza a su voz por arte de magia. La lámpara de aceite que había traído Roxana esparcía una luz cálida por la estancia, y fuera pasó una de las curanderas caminando de puntillas.
—Seguiré contando —musitó Meggie—. Seguiré contando la historia que se avecina. ¡Adelante!
Se imaginó la maciza figura de Cabeza de Víbora, allí arriba, en el Castillo de la Noche, caminando insomne de un lado a otro, sin ainar que una joven se proponía susurrar su nombre al oído de la muerte esa misma noche.
Sacó del cinturón la carta escrita por Fenoglio, alegrándose de que Dedo Polvoriento no la hubiera leído.
Querida Meggie
—decía—,
espero que no te decepcione la presente. Resulta extraño, pero he comprobado que sólo puedo escribir lo que no contradice lo que he escrito hasta ahora sobre el Mundo de Tinta. Tengo que obedecer las reglas que yo mismo he establecido, aunque a veces lo he hecho de manera inconsciente.
Confío en que tu padre se encuentre bien. Por lo que he oído hasta ahora, está prisionero en el Castillo de la Noche… y yo no soy totalmente inocente de ello. Sí, lo reconozco. En fin, como a buen seguro habrás averiguado, lo tomé como modelo viviente para Arrendajo. Lo lamento, aunque la verdad es que me pareció una excelente idea. En mi imaginación, tu padre era un bandolero magnífico, ¿cómo iba a ainar yo que alguna vez acabaría dentro de mi historia? Sea como fuere, está aquí, y Cabeza de Víbora no lo pondrá en libertad por el mero hecho de que yo lo escriba. Yo no lo creé así, Meggie. La historia tiene que ser fiel a sí misma, ése es el único camino, y por eso sólo puedo enviarte estas palabras que en principio solamente demorarán la ejecución de tu padre y que al final ojalá conduzcan a su liberación. Confía en mí. Creo que estas palabras que adjunto son las únicas capaces de ayudar a que esta historia tenga un desenlace feliz. A ti te gustan las historias que acaban bien, ¿verdad?
¡Sigue contando mi historia, Meggie! ¡Antes de que lo haga ella misma! Me habría gustado entregarte en persona estas palabras, pero he de ocuparme de Cósimo. Me temo que en su caso hemos obrado con cierta ligereza. Cuídate, saluda a tu padre de mi parte cuando lo vuelvas a ver (ojalá sea pronto) y al chico que venera el suelo que pisas… Ah, sí, y di a Dedo Polvoriento, aunque seguramente se niegue a oírlo, que su mujer es demasiado bella para él.
¡Un abrazo!
Fenoglio
P. D.: Como tu padre sigue vivo, es posible que las palabras que te entregué para él en el bosque surtieran efecto. Si así fuera, Meggie, será porque en cierto modo lo he convertido en uno de mis personajes, con lo que toda la historia de Arrendajo tendría algo de bueno, ¿no crees?
Ay, Fenoglio. Qué maestría la suya en inclinar la balanza a su favor. Una ráfaga de aire entró por la ventana y estremeció los pliegos de pergamino, como si la historia se impacientara y desease escuchar por fin las nuevas palabras.
—Sí, sí, vale. Ya empiezo —susurró Meggie.
No había oído leer a su padre con demasiada frecuencia, pero recordaba bien cómo Mo imprimía a cada palabra el tono correcto, a cada una de ellas… En la habitación reinaba el silencio, un gran silencio. El Mundo de Tinta, las hadas, los árboles, incluso el mar, parecían esperar su voz.
«Desde hacía muchas noches»,
comenzó Meggie,
«Cabeza de Víbora no hallaba reposo. Su mujer dormía profundamente. Era la quinta, más joven que sus tres hijas mayores. Su vientre se abombaba debajo de la manta, estaba encinta. Esta vez tenía que ser niño, ella ya le había dado dos hijas. Si era otra niña, la repudiaría, como había hecho con otras cuatro esposas, enviándola de nuevo junto a su padre o a algún castillo solitario en las montañas.
¿Por qué podía dormir ella, a pesar de que le temía, mientras él recorría la lujosa estancia de acapara allá como un viejo oso amaestrado en su jaula?
Porque le asaltaba un miedo atroz. El miedo a la muerte. Un miedo que aguardaba fuera, ante las ventanas, ante los cristales que había pagado con sus más robustos campesinos. En cuanto la oscuridad se tragaba su castillo igual que la serpiente al ratón, presionaba contra ellos su feo rostro. Cada noche hacía prender más antorchas, más velas… y a pesar de todo el miedo le acometía… haciéndolo flaquear y caer de rodillas
—
le temblaban demasiado
—
, y vislumbraba su futuro: su carne se marchitaba en los huesos, los gusanos lo devoraban y las Mujeres Blancas se lo llevaban a rastras.
Cabeza de Víbora se tapó la boca con las manos para que el guardián situado delante de la puerta no escuchara sus sollozos. Miedo, miedo al fin de los días, miedo a la nada, miedo, miedo, miedo. Miedo a que la muerte anidara ya en su cuerpo, invisible, que creciera en algún sitio y proliferase hasta devorarlo. El único enemigo al que no podía matar, quemar, apuñalar, ahorcar, el único del que no podía librarse.
Una noche, más negra e interminable que ninguna, el miedo atroz lo acometió y él, como acostumbraba, mandó despertar a cuantos dormían tranquilamente en sus lechos: a su mujer, a los barberos inútiles, a los peticionarios, escribanos, administradores, a su heraldo y al juglar de nariz de plata. Ordenó que llevaran a los cocineros a la cocina para que le preparasen un festín, pero cuando estuvo sentado a la mesa, los dedos chorreando por la grasa de carne recién asada, una joven llegó al Castillo de la Noche. Pasó sin temor junto a los guardias y le ofreció un trato, un trato con la muerte…
Sí. Así sucedería. Porque lo estaba leyendo. Las palabras de Meggie brotaban de sus labios como si tejieran el futuro. Cada sonido, cada letra un hilo… Meggie se olvidó de todo lo que la rodeaba: el hospital de enfermos incurables, el saco de paja en el que se acomodaba, incluso Farid y su mirada triste cuando la seguía con la vista mientras se alejaba… Continuó hilando la historia de Fenoglio, para eso estaba allí, la urdió con su aliento y su voz a partir de hilos sonoros para salvar a su padre y a su madre. Y a todo ese extraño mundo que la había embrujado.
Cuando Meggie escuchó las voces agitadas, pensó que procedían de las palabras. Levantó la cabeza de mala gana. Aún restaban unas frases, esperando que las enseñase a respirar. «¡Mira las letras, Meggie!», pensó. «Concéntrate.» Se sobresaltó al oír unos golpes sordos retumbando por el hospital de incurables. Las voces subieron de tono, a sus oídos llegó el ruido de pasos presurosos y Roxana apareció en la puerta.
—¡Vienen del Castillo de la Noche! —dijo en voz baja—. Llevan un cuadro tuyo, un cuadro muy extraño. ¡Deprisa, acompáñame!
Meggie intentó guardarse en la manga el pergamino con las últimas frases, pero luego cambió de idea y lo deslizó en el escote de su vestido. Bajo la recia tela seguramente no se notaría. Seguía paladeando las palabras, viéndose delante de Cabeza de Víbora, según había leído, pero Roxana la cogió de la mano y la arrastró. Una voz femenina resonaba por el claustro, la voz de Bella, y luego otra masculina, fuerte e imperiosa. Roxana, arrastraba a Meggie de la mano pasando ante las puertas tras las cuales dormían los enfermos o escuchaban insomnes su propia respiración estertorosa. La cámara de Buho Sanador estaba vacía. Roxana se metió dentro con Meggie, echó el pestillo y miró a su alrededor. La ventana estaba protegida con rejas, y los pasos se acercaban poco a poco. Meggie creyó oír la voz de Buho Sanador y otra, más brutal y amenazadora. De repente se hizo el silencio. Ellas se habían quedado quietas junto a la puerta. Roxana rodeaba con su brazo los hombros de Meggie.
—¡Te llevarán con ellos! —le dijo en voz baja, mientras fuera Buho Sanador intentaba tranquilizar a los intrusos—. Avisaremos al Príncipe Negro, él tiene espías en el castillo. Intentaremos ayudarte, ¿me oyes?
Meggie se limitó a asentir con una inclinación de cabeza.
Alguien aporreaba la puerta.
—Abre, pequeña bruja, ¿o tendremos que sacarte nosotros de ahí?
Libros, tan sólo libros. Meggie retrocedió entre los montones. No había ni uno capaz de ayudarla, aunque lo hubiera deseado. Los conocimientos que encerraban no podían auxiliarla. Miró a Roxana en busca de ayuda y percibió en ella el mismo desconcierto.
¿Qué ocurriría si se la llevaban? ¿Cuántas frases quedaban por leer? Meggie intentaba recordar desesperadamente en qué pasaje la habían interrumpido…
Nuevos golpes en la puerta. La madera crujió, pronto se astillaría, quebrándose. Meggie, acercándose a la puerta, descorrió el pestillo y abrió. No tuvo tiempo de contar los soldados que se aglomeraban en el estrecho corredor. Eran muchos, muchísimos. Su jefe era Zorro Incendiario. Meggie lo reconoció, a pesar del paño que cubría su boca y nariz. Todos ellos llevaban paños delante de la cara, pero sus ojos descubiertos traslucían miedo. «Espero que todos vosotros hayáis contraído la peste aquí», pensó Meggie. «Y que muráis como moscas.» El soldado situado junto a Zorro Incendiario retrocedió a trompicones, como si hubiera ainado sus pensamientos, pero lo que le asustó fue la expresión de Meggie.
—¡Bruja! —le espetó mirando fijamente lo que Zorro Incendiario sostenía en la mano.
Meggie reconoció en el acto el estrecho marco de plata. Era su foto, la de la biblioteca de Elinor.
Un murmullo se alzó entre los hombres armados. Pero Zorro Incendiario la agarró bestialmente por la barbilla obligándola a volverse hacia él.
—Lo sabía. Eres la pequeña del establo —dijo—. Lo reconozco, allí no me pareciste una bruja.
Meggie intentaba apartar la cara, pero la mano de Zorro Incendiario la atenazaba.
—¡Buen trabajo! —le espetó a una niña que parecía perdida entre tantos hombres armados, descalza y con la sencilla saya que vestían todos los que trabajaban en el hospital de incurables. Carla. ¿No se llamaba así?
La niña, con la cabeza gacha, contempló la pieza de plata que el soldado depositó en su mano como si nunca hubiera visto una moneda tan hermosa y brillante.
—Él aseguró que me darían trabajo —musitó en voz casi inaudible—. Trabajo en las cocinas del castillo. El de la nariz de plata me lo prometió.
Zorro Incendiario se limitó a encogerse de hombros, con sarcasmo.
—Entonces te diriges a la persona equivocada —dijo dándole la espalda—. Esta vez también tengo que llevarte a ti, barbero —le dijo a Buho Sanador—. Con demasiada frecuencia has franqueado tu puerta a los visitantes equivocados. Le he recomendado a Cabeza de Víbora que ya va siendo hora de plantar aquí un fuego, una hoguera bien grande, aún se me dan muy bien esas cosas, pero él ha desoído mis consejos. Alguien le ha dicho que su muerte procederá del fuego. Desde entonces sólo nos permite encender velas —era imposible no percibir el desprecio por la indulgencia de su señor.