Sangre en la piscina (7 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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Descargó su ira en Zena.

—¿Por qué diablos no te suenas la nariz?

—Creo que tiene un poco de catarro, querido.

—¡Qué ha de tener! ¡Siempre andas con la manía de que están acatarrados! Están divinamente.

Gerda exhaló un suspiro. Jamás había logrado comprender el motivo de que mirara con tanta indiferencia la salud de su familia un médico que pasaba la vida curando las enfermedades de otros. Siempre ridiculizaba cualquier insinuación de que alguno de su familia pudiera estar enfermo.

—Estornudé ocho veces antes de comer —anunció Zena dándose importancia.

—¡Estornudos debidos al calor! —dijo Juan.

—¡No hace calor! —dijo Terence—, El termómetro del vestíbulo marca cincuenta y cinco grados
[6]
.

Juan se puso en pie.

—¿Hemos terminado? Bien. Andando, pues. ¿Estás preparada para salir, Gerda?

—Dentro de un momento, Juan. Tengo que empaquetar unas cosas.

—¿No podías haberlo hecho eso
antes
? ¿Qué has estado haciendo durante toda la mañana?

Salió del comedor resoplando. Gerda había marchado apresuradamente a su alcoba. Su ansiedad por recoger aprisa las cosas las haría ir mucho más despacio. Pero, ¿por qué rayos no podía haber estado preparada? La maleta de él estaba hecha ya y se encontraba en el vestíbulo. ¿Por qué demonios no...?

Zena se dirigía a él con una baraja.

—¿Quieres que te eche las cartas, papá? Sé hacerlo. Se las he echado a mamá, a Terry, a Lewis, a Juana y a la cocinera.

—Bueno.

Se preguntó cuánto iría a tardar Gerda. Quería alejarse de aquella horrible casa, y de aquella horrible calle, y de aquella ciudad llena de gente indispuesta y enferma. Quería llegar a los bosques, a las hojas húmedas y al donairoso alejamiento de Lucía Angkatell, que siempre le daba a uno la impresión de que ni siquiera tenía cuerpo.

Zena estaba dando las cartas con aire de importancia.

—Éste eres tú, papá: en el centro el rey de corazones. La persona a quien se le echan las cartas siempre es el rey de corazones. Y luego doy las otras boca abajo. Dos a tu izquierda, dos a tu derecha y una por encima de tu cabeza... que tiene poder sobre ti... y una debajo de tus pies... sobre la que tú tienes poder. Y ésta... te cubre a ti.


Ahora
—Zena respiró profundamente— les damos la vuelta. A tu derecha está la reina de los diamantes... muy cerca...

«Enriqueta», pensó él, distraído momentáneamente y divertido por el aire de solemnidad de Zena.

—Y la siguiente es la sota de tréboles. Es algún joven muy callado y pacífico. A tu izquierda está el ocho de picas... Eso representa un enemigo secreto. ¿Tienes algún enemigo secreto, papá?

—Ninguno que yo sepa.

—Y más allá está la reina de picas... Representa a una señora de mucha más edad.

—Lady Angkatell —dijo él.

—Ésta es la que está por encima de tu cabeza y tiene poder sobre ti... la reina de corazones.

«Verónica», pensó. «¡Verónica!» y luego: «¡Qué imbécil soy! Verónica no representa nada para mí ya.»

—Y ésta está debajo de tus pies y tú tienes poder sobre ella, la reina de tréboles.

Gerda entró apresuradamente en el cuarto.

—Ya estoy preparada, Juan.

—¡Oh, aguarda, mamá, aguarda! Le estoy echando las cartas a papá, la última carta, papá..., la más importante de todas. La que te cubre a ti.

Los deditos de Zena se volvieron. Soltó una exclamación.

—¡Oh! ¡Es el as de picas
[7]
! Eso significa generalmente una muerte... pero...

—Tu madre —dijo Juan— atropellará a alguien al cruzar Londres. Vamos, Gerda. Adiós, niños. Sed buenos.

Capítulo VI

Midge The THardcastle bajó de su cuarto a eso de las once de la mañana del sábado. Se había desayunado en la cama, leído un libro, dormitado un poco y luego se había levantado.

Resultaba agradable hacer el vago así. ¡Ya iba siendo hora de que hiciese una fiesta! No cabía la menor duda: el establecimiento de madame Alfrege acaba poniéndole a una los nervios de punta.

Salió por la puerta principal al agradable sol de otoño. Sir Enrique Angkatell estaba sentado en un asiento rústico, leyendo
The Times
. Alzó la vista y sonrió. Le tenía mucho afecto a Midge.

—Hola, querida.

—¿Bajo muy tarde?

—Aún llegas a tiempo para comer —dijo sir Enrique sonriendo.

Midge se sentó a su lado y dijo con un suspiro:

—Es muy agradable estar aquí.

—Tienes mala cara.

—¡Oh!, me encuentro divinamente. ¡Qué agradable resulta encontrarse en un sitio en que no hay mujeres obesas que intentan ponerse vestidos demasiado ajustados para ellas!

—¡Debe ser terrible!

Sir Enrique hizo una pausa y luego dijo, echando una mirada al reloj de pulsera:

—Eduardo llega en el tren de las doce y cuarto.

—¿Sí? —murmuró Midge—. Hace mucho tiempo que no le veo.

—Está como siempre. Casi nunca sale de Ainswick.

«Ainswick», pensó Midge. «¡Ainswick!» Sintió una punzada de nostalgia. Aquellos días tan deliciosos de Ainswick. ¡Visitas en las que una pensaba con meses de anticipación! «Voy a ir a Ainswick.» Pasándose la noche sin poder dormir muchos días antes, pensando en ello. Y por fin, ¡el día soñado! La pequeña estación rural en la que el tren, el gran expreso de Londres, tenía que detenerse si una se lo pedía al jefe del tren. El «Daimler» que le aguardaba. El viaje en el coche, la entrada por la verja atravesando el bosque hasta salir de entre los árboles y ver la casa grande, blanca, acogedora. Tío Godofredo, con la chaqueta de mezclilla.

—Vamos, muchachos, a divertirnos.

¡Y cómo se habían divertido! Enriqueta recién llegada de Irlanda, Eduardo recién llegado de Eton. Ella, del severo ambiente de una ciudad febril norteña. ¡Cuan parecido al cielo le había resultado!

Pero girando siempre alrededor de Eduardo. Eduardo alto y dulce, y respetuoso, y siempre lleno de bondad. Aunque nunca le había prestado gran atención, claro estaba, hallándose presente Enriqueta.

Eduardo, siempre tan humilde, siempre con aire de visita. Hasta el punto que se había sobresaltado ella cierto día al decirle Tremlet, el jardinero jefe:

—La finca será del señorito Eduardo con el tiempo.

—Pero, ¿por qué, Tremlet? No es hijo del tío Godofredo.

—Es el heredero, señorita Midge. La finca está... vinculada, creo que lo llaman así. La señorita Lucía es la única hija del señor Godofredo; pero no puede heredar, porque es mujer. Y el señorito Enrique, con quien se casó, no es más que un primo segundo. No es pariente tan cercano como el señorito Eduardo.

Y ahora Eduardo vivía en Ainswick. Vivía allí solo, y rara vez salía. Midge se preguntaba a veces si a Lucía le importaba. Lucía siempre tenía el aspecto de que nada le importaba.

Y, sin embargo, Ainswick había sido su hogar. Y Eduardo era su primo, y más de veinte años más joven que ella. El padre de Lucía, Godofredo Angkatell, había sido muy popular en el condado. Y poseía grandes riquezas, la mayor parte de las cuales habían ido a parar a Lucía, de suerte que Eduardo era relativamente pobre, con lo suficiente para el mantenimiento de la casa, pero muy poco más.

Aunque Eduardo no tenía gustos caros. Había pertenecido al cuerpo diplomático una temporada; pero al heredar Ainswick había presentado la dimisión para instalarse en su finca. Era aficionado a los libros, coleccionaba primeras ediciones, y de vez en cuando escribía artículos irónicos y vacilantes para revistas poco conocidas. Le había pedido a su prima, Enriqueta Savernake, tres veces, que se casase con él.

Midge pensaba en estas cosas sentada al sol. No acababa de decidir si se alegraba de que iba a ver a Eduardo o no. No era como si «se le estuviera pasando», como suele decirse. A una no se le pasaba tratándose de un nombre como Eduardo. Eduardo en Ainswick era tan real para ella como Eduardo levantándose de la mesa de un restaurante londinense para salirle al encuentro. Había amado a Eduardo siempre, desde que podía recordar...

La voz de sir Enrique la hizo bajar de las nubes.

—¿Qué te parece Lucía?

—Muy bien. Es la misma de siempre —Midge sonrió un poco—. Sólo que más.

—Sííí...

Sir Henry tiró la pipa. Dijo de pronto:

—A veces, ¿sabes, Midge?, me siento preocupado por Lucía.

—¿Preocupado? —Midge le miró con sorpresa—. ¿Por qué?

Sir Enrique sacudió la cabeza.

—Lucía —dijo— no se da cuenta de que hay cosas que no puede hacer.

Midge le miró boquiabierta. Él prosiguió:

—Las cosas le salen bien. Siempre le han salido —sonrió—. Ha desafiado las tradiciones de nuestra residencia cuando yo era gobernador. Ha hecho caso omiso de todos los precedentes en cuantos banquetes y fiestas ha intervenido. Y eso, Midge, es un crimen que no tiene perdón. Ha sentado a enemigos mortales, uno junto al otro, a la misma mesa y se ha saltado a la torera todo convencionalismo en cuanto a raza y color. Y en lugar de provocar con ello una verdadera catástrofe, y de poner a todo el mundo de punta y de cubrir de vergüenza y deshonra al monarca inglés... ¡maldito si no ha logrado salir airosa del trance! Esa característica suya... la de mirar sonriente a la gente y dar la impresión de que no podía remediarlo... La servidumbre es igual. Les da la mar de trabajo y, sin embargo, la adoran.

—Ya sé lo que quieres decir —murmuró Midge, pensativa—. Las cosas que uno no aguantaría a nadie le parecen a uno muy bien cuando las hace Lucía. ¿Qué será? ¿Fascinación? ¿Magnetismo?

Sir Enrique se encogió de hombros, sonrió expresivamente, añadiendo:

—Siempre ha sido igual... desde niña. Sólo que a veces me da la sensación de que se le va acentuando esa característica. Quiero decir que no se da cuenta de que hay un límite. ¡Si hasta creo yo, Midge —exclamó divertido—, que Lucía está convencida de que le saldría todo bien, incluso cometer un asesinato.

Enriqueta sacó el «Delage» del garaje, y tras una conversación completamente técnica con su amigo Alberto, que cuidaba del coche, se puso en marcha.

—El motor marcha como una seda, señorita —dijo Alberto.

Enriqueta sonrió. Salió del garaje saboreando el placer que siempre le producía el marchar en el coche sola. Prefería ir sola cuando conducía. De esta manera podía darse cuenta completa de todo el íntimo placer que le producía el conducir un coche dentro del cual se sentía tan satisfecha como el pez en el agua.

Hallaba placer en su propia habilidad al serpentear por entre el tráfico. Se divertía descubriendo nuevos atajos para salir de Londres. Tenía rutas propias, y al conducir por Londres tenía un conocimiento tan perfecto de las calles como cualquier conductor de taxi.

Siguió ahora un camino que descubriera recientemente hacia el sudoeste, metiéndose por un intrincado laberinto de calles suburbanas.

Cuando llegó por fin a la larga cresta de Shovel Down eran las doce y media. A Enriqueta siempre le había agradado la vista que se disfrutaba desde allí. Paró ahora en el mismo punto en que la carretera empezaba a descender. Todo a su alrededor, y por debajo de ella, había árboles, árboles cuyas hojas se estaban trocando de doradas en pardas. Era un mundo increíblemente dorado y espléndido a la fuerte luz del sol otoñal.

Enriqueta pensó:

«Amo el otoño. ¡Es tanto más rico en tonalidades que la primavera!»

Y de pronto se sintió invadida por uno de aquellos momentos de intensa felicidad, la sensación de la belleza, del mundo, el intenso placer, la intensa alegría que de aquel mundo ella derivaba.

Pensó:

«Jamás volveré a sentirme tan feliz como lo soy ahora..., jamás.»

Permaneció allí un minuto, contemplando aquel mundo de oro

que parecía disiparse y disolverse, brumoso y borroso, con su propia belleza.

Luego bajó de la cresta, atravesó los bosques bajo la larga y pendiente carretera hacia
The Hollow
.

Cuando llegó Enriqueta, Midge estaba sentada en el muro bajo la terraza y la saludó agitando alegremente el brazo. Enriqueta quedó muy contenta al ver a Midge, pues ésta le era muy simpática.

Lady Angkatell salió de la casa y dijo:

—¡Ah!, conque ahí estás, Enriqueta... Cuando hayas metido el coche en la cuadra y le hayas echado un pienso, estará dispuesta la comida.

—Qué comentario más perspicaz el de Lucía —dijo Enriqueta cuando dio la vuelta al edificio con Midge en el estribo—. Siempre me había jactado de haberme librado por completo de la facha caballuna de mis antepasados. Cuando una se ha criado entre gente que no sabe hablar de nada más que de caballos, experimenta una cierta superioridad al no tenerles especial cariño a tales animales. Y ahora Lucía me ha hecho ver que trato a mi coche exactamente igual que si fuera un caballo. Y tiene razón. Esto es lo que hago.

—Sí —asintió Midge—. Lucía es devastadora. Me dijo esta mañana que fuera todo lo grosera que quisiera mientras estuviera aquí.

Enriqueta reflexionó unos momentos y luego movió afirmativamente la cabeza.

—Comprendo —dijo—. La tienda.

—Sí. Cuando una tiene que pasarse todos los días de su existencia en una especie de cajón tratando con cortesía a mujeres groseras llamándolas madame, poniéndoles y quitándoles vestidos, sonriendo y aguantando todas las groserías y frescuras que se les antoja decir..., bueno, a una le entran ganas de deshacerse en... en improperios. ¿Sabes, Enriqueta? Siempre me pregunto por qué le parece a la gente tan humillante el «entrar a servir», y por qué cree que es tan magnífico y que se goza de tanta independencia trabajando en una tienda. Una tiene que aguantar muchas más insolencias de las que ha de soportar Gudgeon o Simmons o cualquier otro criado decente.

—Debe ser terrible, querida. Ojalá no fueses tan orgullosa e independiente y no insistieras en ganarte la vida con el sudor de tu frente.

—Sea como fuere, Lucía es un ángel. Seré grosera con todo el mundo este fin de semana.

—¿Quién está ahí? —inquirió Enriqueta al apearse del coche.

—Van a venir los Christow.

Midge hizo una pausa y luego prosiguió:

—Eduardo acaba de llegar.

—¿Eduardo? ¡Qué bien! Hace mil años que no le veo. ¿Alguien más?

—David Angkatell. Ahí, según Lucía, es donde tú vas a resultar útil. Vas a encargarte de impedir que se muerda las uñas.

—No suena eso muy en consonancia con mi temperamento. Odio meterme con la gente y jamás soñaría con poner un freno a sus costumbres. ¿Qué fue lo que dijo Lucía en realidad?

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