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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (14 page)

BOOK: Sangre fría
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La mente de Esterhazy hizo un esfuerzo titánico para sobreponerse a la sorpresa y la rabia. Estaba tan seguro, tan convencido...

Levantó rápidamente la almohada, dejando a la vista el contorsionado y deformado rostro del anciano, con la lengua fuera y los ojos desorbitados por el terror. El hombre jadeó y tosió, intentaba recobrar el aliento mientras su hundido pecho se estremecía con el esfuerzo.

Presa del pánico, Esterhazy arrojó la almohada a un lado y bajó a toda prisa por la escalera. La anciana estaba apoyada en el marco de la puerta de atrás; la sangre le manaba por el rostro.

—¡Canalla! —gritó al tiempo que intentaba agarrarlo con sus ganchudos dedos cuando pasó junto a ella.

Esterhazy abrió la puerta y corrió por los desiertos páramos como alma que lleva el diablo.

Capítulo 22

Malfourche, Mississippi

La suave brisa nocturna que entraba por la ventana agitó las finas cortinas de la sala de estar. Cuando la sintió en su rostro, June Brodie levantó la vista de los impresos del Departamento de Sanidad de Mississippi que estaba rellenando. Aparte del susurro del viento, la noche estaba silenciosa. Miró el reloj: casi las dos de la mañana. Del televisor del estudio le llegaba la profunda voz del locutor. Sin duda Carlton estaba viendo uno de los documentales militares que tanto le gustaban.

Tomó un sorbo de la botella de Coca-Cola que tenía junto a ella. Ese refresco siempre le había gustado en botella de vidrio. Le recordaba a su juventud y las antiguas máquinas expendedoras en las que había que abrir un estrecho ventanuco y agarrar la botella por el cuello. Estaba convencida de que la Coca-Cola en botella de vidrio sabía mejor. Sin embargo, en los últimos diez años, en las marismas, no había tenido más remedio que contentarse con latas. Charles Slade no soportaba el centelleo del cristal, de modo que este estaba prohibido en Spanish Island. Allí, incluso las jeringuillas habían sido de plástico.

Dejó la botella en el posavasos. Volver a la vida normal tenía también otras ventajas. Carlton podía ver sus programas favoritos de televisión sin tener que ponerse auriculares, podían descorrer las cortinas y dejar que entrara el aire, ella podía decorar la casa con flores recién cortadas —rosas, gardenias y sus favoritas, lilas— sin miedo a que su perfume provocara una airada protesta. June se había mantenido en buena forma. Le gustaban la ropa de marca y los peinados a la moda. Y ahora podría lucirlos donde la gente la viera. Era cierto que habían tenido que soportar las miradas curiosas de sus nuevos vecinos —algunas suspicaces, la mayoría simplemente curiosas—, pero la gente ya se había acostumbrado al hecho de que hubieran regresado. La investigación de la policía había acabado, era cosa del pasado, y aquel molesto periodista del
Bee
no había vuelto a presentarse. La historia había aparecido brevemente en un periódico de Houston, pero no parecía haber llegado más lejos. Tras la muerte de Slade, se habían tomado su tiempo —casi cinco meses— para cerciorarse de que nadie sabía cómo habían vivido ni qué habían estado haciendo. Solo entonces habían reaparecido públicamente. El secreto de su vida en las marismas seguiría siendo eso: un secreto.

Meneó la cabeza con cierta melancolía. A pesar de que se repetía todo eso a menudo, todavía había momentos —como aquel— en que echaba tanto de menos a Charles Slade que la añoranza se convertía casi en dolor físico. No podía negar que tantos años cuidando su destrozado cuerpo y su mente, arrasada por la enfermedad y la hipersensibilidad a cualquier estímulo sensorial, habían atenuado un tanto su amor. Pero lo cierto era que lo había amado con fiera pasión. Y lo había hecho aun a sabiendas de que aquello estaba mal y que era injusta con su marido. Pero Slade, el director de Longitude, había sido tan poderoso, tan atractivo, tan carismático y, a su modo, tan amable con ella..., que no había tenido inconveniente, más bien al contrario, en dejar su trabajo de enfermera y dedicarse a él de día y, con frecuencia, también de noche.

El estudio había quedado en silencio. Pensó que Carlton habría apagado el televisor para entretenerse con otra de sus pasiones: los crucigramas del
Times.

Suspiró y contempló los papeles que tenía delante. Hablando de trabajos, más valía que acabara de rellenarlos. Su licencia de enfermera titulada había expirado en 2004, y la legislación del estado de Mississippi exigía que...

Alzó la vista bruscamente. Su marido estaba de pie en el umbral y la miraba con una expresión muy extraña.

—Carlton, ¿qué pasa? ¿Qué...?

En ese momento, otra figura salió entre las sombras, tras él. June dio un respingo. Era un hombre alto y delgado, llevaba una elegante gabardina oscura y una gorra de cuero que le cubría los ojos. La miraba con calma indiferencia. Mientras, en su enguantada mano sostenía una pistola con la que apuntaba a la cabeza de Carlton. June miró el cañón y le pareció extrañamente largo hasta que comprendió que llevaba un silenciador.

—Siéntese —dijo el desconocido al tiempo que empujaba a Carlton hacia el diván, junto a su mujer.

A pesar de la adrenalina que le corría por las venas y le hacía latir el corazón desbocadamente, June captó un acento extranjero en su voz. Era europeo, holandés, o más probablemente alemán.

El pistolero contempló la sala de estar y vio la ventana abierta. La cerró y corrió las cortinas. Luego se quitó la gabardina, la dobló en el respaldo de una silla, puso esta delante de la pareja, tomó asiento, cruzó las piernas y dejó que la mano que empuñaba la pistola colgara tranquilamente a un lado. Luego, se estiró la pernera del pantalón como si vistiera un traje de mil dólares en lugar del atuendo de un vulgar ladrón. Se inclinó hacia June. Una fea verruga le crecía bajo un ojo, y ella tuvo un pensamiento ridículo: «¿Por qué no habrá hecho que se la quiten?».

—Me preguntaba si podrían aclararme una cosa —dijo con voz agradable el hombre.

June lanzó una mirada a su marido.

—¿Serían tan amables de explicarme qué es un pastel de luna?

La habitación permaneció en silencio. June se preguntó si había oído bien.

—Me interesan la comida y las especialidades locales —prosiguió el pistolero—. Llevo un día en esta parte de este curioso país de ustedes y ya he aprendido la diferencia que hay entre un cangrejo de río y una cigala de río, que es ninguna. También he probado la sémola y... ¿cómo se llama? Hush Puppies, pero todavía no he conseguido que alguien me explique qué es un pastel de luna.

—No es un pastel —contestó Carlton con la voz estrangulada por el miedo—. Es una galleta grande que se hace con Marshmallows y chocolate.

—Entiendo. Gracias. —El desconocido hizo una pausa y los miró, primero a uno y luego al otro—. ¿Y ahora serían tan amables de decirme dónde han estado durante estos últimos doce años?

June Brodie dejó escapar un suspiro y, cuando habló, a ella misma le sorprendió la tranquilidad de su voz.

—No es ningún secreto. Incluso ha salido en los periódicos. Regentábamos un pequeño hotel en San Miguel, en México. Se llamaba Casa Magnolia y...

Con un simple gesto, el hombre levantó la pistola y destrozó la rodilla de Carlton con un balazo que apenas se oyó. Brodie saltó como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica y después se dobló sobre sí mismo con un grito de dolor mientras la sangre le corría entre los dedos con los que se aferraba la rodilla.

—Si no se calla en el acto —amenazó el pistolero—, la próxima bala se la meteré en la cabeza.

Carlton soltó una mano y se mordió los nudillos. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. June hizo ademán de levantarse para ayudarlo, pero volvió a sentarse cuando el pistolero la apuntó con la pistola.

—Considero un insulto que me mientan —dijo—. No vuelvan a hacerlo.

Se hizo un tenso silencio. El pistolero se ajustó los guantes, primero uno y después el otro, y se echó la gorra hacia atrás revelando unas facciones aguileñas: nariz afilada, ojos azules y fríos; mentón fino, cabello rubio muy corto y unos labios que se curvaban en una mueca de disgusto. Dejó caer la pistola y volvió a mirarlos.

—Sabemos, señora Brodie, que su familia es propietaria de un albergue de caza situado en el pantano Black Brake, que no está lejos de aquí, y que se llama Spanish Island.

June lo miró fijamente. El corazón le latía con fuerza. Su marido se retorcía y gemía de dolor en el diván, sujetándose la destrozada rodilla.

—No hace mucho —prosiguió el pistolero—, antes de que ustedes reaparecieran, un tipo llamado Michael Ventura fue hallado muerto de un disparo en el pantano, no lejos de Spanish Island. En su día fue el jefe de seguridad de Longitude Pharmaceuticals. Se trata de una persona que nos interesa. ¿Qué saben de él?

Había dicho «Sabemos» y «que nos interesa». June pensó en las palabras que el inválido Slade susurraba con tanta insistencia: «Manteneos ocultos. No deben saber que estamos con vida porque vendrían por nosotros». Entonces se había preguntado si no eran los delirios de una mente paranoica y enloquecida, pero en ese momento...

Tragó saliva.

—Nada, no sabemos nada —dijo en tono firme—. Spanish Island cerró sus puertas hace décadas y desde entonces ha estado vacío...

El hombre levantó la pistola como si tal cosa y disparó un tiro a Carlton en el bajo vientre. Un chorro de sangre, fluidos y materia orgánica se desparramó por el diván. Brodie lanzó un alarido de dolor y cayó al suelo hecho un ovillo.

—¡Está bien! —gritó June—. ¡Está bien! ¡Por el amor de Dios, pare!

—Hágalo callar o lo haré yo —le advirtió el hombre rubio.

June se levantó y corrió junto a su marido, que se retorcía de agonía. La sangre le manaba abundantemente de la rodilla y la entrepierna. Con un desagradable estertor, vomitó sobre sí mismo.

—Hable —dijo el pistolero, sin alterarse.

—Nos instalamos allí —contestó June con voz ahogada por el miedo—, en el pantano, en Spanish Island.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Desde el incendio.

El hombre frunció el entrecejo.

—¿Desde el incendio de Longitude?

June asintió con vehemencia.

—¿Y qué hacían allí?

—Cuidar de él.

—¿De quién?

—De Charles, de Charles Slade.

La máscara de indiferencia del pistolero se resquebrajó por primera vez y la sorpresa asomó a sus afiladas facciones.

—Eso es imposible, Slade murió en el incendio.

—No. El incendio fue un montaje.

El hombre la miró fijamente.

—¿Para qué? ¿Para destruir las pruebas de los laboratorios?

June negó con la cabeza.

—No sé para qué. La mayor parte del trabajo de laboratorio se hacía en Spanish Island.

Otra mirada de sorpresa. June contempló a su marido, que gemía y se estremecía incontrolablemente. Este parecía a punto de perder el conocimiento, tal vez a punto incluso de morir. Sollozó e intentó controlarse.

—Por favor... —suplicó.

—¿Por qué se escondieron allí? —preguntó el pistolero. Su tono parecía desinteresado, pero la chispa de sus ojos no se había apagado.

—Charles enfermó, se contagió de la gripe aviar, y la enfermedad lo cambió.

El hombre asintió.

—¿Y entonces hizo que ustedes se quedaran para cuidarlo?

—Sí, en el pantano, donde nadie nos encontraría, donde podría seguir trabajando y donde, cuando la enfermedad empeorara, nosotros lo cuidaríamos.

A duras penas podía hablar a causa del terror que la invadía. Aquel sujeto era brutal, pero si ella se lo confesaba todo, sin guardarse nada, quizá los dejara tranquilos y podría llevar a su marido al hospital.

—¿Quién más sabía lo de Spanish Island?

—Solamente Mike, Mike Ventura. El nos traía las provisiones y se aseguraba de que tuviéramos todo lo que necesitábamos.

El pistolero vaciló.

—Pero Ventura está muerto.

—Él lo mató —contestó June.

—¿Él? ¿Quién?

—Pendergast, un agente del FBI.

—¿El FBI? —El pistolero alzó la voz por primera vez.

—Sí, junto con un capitán de la policía de Nueva York. Una mujer. Hayward.

—¿Qué querían?

—El agente del FBI buscaba a la persona que había asesinado a su esposa. Tenía algo que ver con el Proyecto Aves, el equipo secreto de Longitude que trabajaba en la gripe aviar. Slade ordenó que la mataran. De eso hace años.

—Ah —dijo el hombre, como si acabara de enterarse de algo nuevo—. ¿Y el agente del FBI sabía que Slade estaba con vida?

—No, no hasta que fue a Spanish Island y Slade reveló su presencia.

—Y entonces ¿qué pasó? ¿El agente del FBI mató también a Slade?

—En cierto modo. El caso es que Slade murió.

—¿Y cómo es que nada de esto apareció en las noticias?

—El agente del FBI quería que el asunto no saliera de las marismas.

—¿Cuándo ocurrió todo esto?

—Hace más de seis meses, en marzo.

El hombre reflexionó un momento.

—¿Qué más?

—No sé nada más. Por favor, créame. Le he dicho todo lo que sé. Necesito ayudar a mi esposo. Se lo ruego, ¡déjenos marchar!

—¿Todo? —preguntó el pistolero en tono escéptico.

—¡Sí, todo!

¿Qué más podía haber? Le había hablado de Slade y de Spanish Island y del Proyecto Aves. Eso era todo.

—Entiendo —dijo el hombre mirándola fijamente.

A continuación levantó la pistola y disparó a Carlton entre los ojos.

—¡Dios, no! —gritó June notando el impacto en el cuerpo de su marido.

El pistolero bajó el arma.

—¡Oh, no! —sollozó June—. ¡Carlton! —Notó cómo su marido se relajaba lentamente y exhalaba un último suspiro.

La sangre le manaba abundantemente de la herida de la cabeza y teñía de rojo el diván.

—Piénselo bien —dijo el hombre—. ¿Está segura de haberme dicho toda la verdad?

—¡Sí! —sollozó June, sosteniendo todavía el cuerpo de su esposo—. ¡Se lo he dicho todo!

—Muy bien. —El pistolero permaneció sentado un momento y sonrió—. Pastel de luna, ¡qué asco! —Entonces se levantó y, caminando despacio, se acercó a la mesa donde June había estado rellenando los impresos. Echó un vistazo a los papeles y se guardó la pistola en el cinturón. A continuación, cogió la botella de Coca-Cola, la vació en un jarrón de flores cercano y, dándole un golpe seco contra el canto de la mesa, la rompió y se quedó con el cuello en la mano.

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