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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (17 page)

BOOK: Sangre fría
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Sí. Cuanto más lo pensaba, más inevitable le parecía. De ese modo controlaría la información que recibían y podría reservarse para sí los hechos que no le convenía que supieran. Además, si se ponía bajo su protección, Pendergast no podría hacerle daño. De hecho, si lograba convencerlos de que Pendergast representaba un peligro, sería como si el agente del FBI, a pesar de todas sus artimañas, estuviera muerto. Y de ese modo su secreto estaría a salvo.

Una vez tomada esa decisión, sintió un pequeño alivio.

Miró a su alrededor una vez más, escrutando cada rostro. Luego se levantó, recogió sus maletas y se encaminó hacia la parada de taxis. Había varios esperando. Bien.

Se acercó al cuarto taxi de la fila y se inclinó hacia la ventanilla.

—¿Le falta poco para cambiar de turno? —preguntó.

—La noche es joven, amigo —respondió el taxista.

Esterhazy abrió la puerta de atrás, metió las maletas y entró.

—Lléveme a Boston, por favor.

El chófer lo miró por el retrovisor.

—¿A Boston?

—Sí, a la plaza Copley, en Back Bay. —Esterhazy se metió la mano en el bolsillo y le entregó un puñado de billetes de cien—. Esto es solo para empezar. Le saldrá a cuenta.

—Lo que usted mande, señor.

El taxista arrancó, salió de la cola y se perdió en la noche.

Capítulo 27

Ezerville, Mississippi

Ned Betterton miró en ambas direcciones y después cruzó la ancha y polvorienta calle principal llevando en una mano una bolsa de papel y dos latas de un refresco sin azúcar en la otra. Un viejo Chevy Impala esperaba ante Della's Launderette con el motor encendido. Betterton rodeó el vehículo y subió al asiento del pasajero. Un tipo bajo y musculoso estaba sentado al volante. Llevaba gafas oscuras y una gorra de béisbol.

—Hola, Jack—lo saludó Betterton.

—Hola, tú —respondió el otro.

Betterton le dio una de las latas y después metió la mano en la bolsa y sacó un sándwich envuelto en papel de estraza.

—Gambas con
rémoulade
pero sin lechuga, como dijiste.

Se lo pasó y volvió a meter la mano en la bolsa para coger su almuerzo: un enorme bocadillo de albóndigas a la parmesana.

—Gracias —dijo su compañero.

—No hay problema. —Betterton dio un mordisco a su bocadillo. Estaba hambriento—. ¿Qué es lo último que sabemos de nuestros muchachos de azul? —preguntó con la boca llena.

—Pogie está incordiando a todo el mundo otra vez.

—¿Otra vez? ¿Qué mosca ha picado al jefe en esta ocasión?

—Quizá sea cosa de su culo nocturno.

Betterton rió y dio otro bocado. «Culo nocturno» era como llamaban a las hemorroides en el argot de la policía, una dolencia por desgracia frecuente entre los agentes que tenían que pasar horas sentados en sus coches.

—Bueno, ¿y qué puedes contarme del asesinato de los Brodie? —preguntó.

—Nada.

—Vamos, te acabo de invitar a almorzar.

—Y yo te he dado las gracias. Un sandwich y un refresco no valen una sanción.

—Nadie te va a sancionar. Sabes que nunca escribiría nada que pudiera perjudicarte. Solo quiero saber de qué ha ido la cosa.

El hombre llamado Jack frunció el ceño.

—Crees que porque éramos vecinos tienes derecho a convertirme en tu confidente cada vez que algo te interesa.

—Vamos, eso no es verdad —protestó Betterton fingiéndose ofendido—. Eres mi amigo, seguro que quieres que escriba una buena historia.

—Si fueras mi amigo, te preocuparía que me metiera en problemas. Además, sé lo mismo que tú.

—Y un cuerno. —Betterton dio otro mordisco a su bocadillo.

—Es cierto. Ese asunto es demasiado grande para nosotros. Han avisado a los chicos de la estatal, e incluso va a venir una brigada de homicidios desde Jackson. Nos han dejado fuera.

El periodista reflexionó unos instantes.

—Escucha, lo único que sé es que un matrimonio, la pareja a la que entrevisté no hace mucho, ha sido brutalmente asesinado. Tú has de saber necesariamente algo más que eso.

El hombre sentado al volante suspiró.

—Saben que no fue un robo. En la casa no faltaba nada. Y también saben que no fue nadie de por aquí.

—¿Y cómo saben eso? —farfulló Betterton a través de un trozo de albóndiga.

—Porque nadie de por aquí haría algo así. —El hombre metió la mano en la guantera de la puerta, sacó una fotografía en color de 18 X 24 de un sobre y se la entregó—. Y yo no te he enseñado esto.

Betterton echó un vistazo a la imagen de la escena del crimen y palideció. Su masticación se hizo más lenta, hasta que se detuvo del todo. Luego, abrió rápidamente la puerta del coche y escupió en la cuneta lo que tenía en la boca.

—Muy bonito —dijo el otro meneando la cabeza.

Betterton le devolvió la foto sin volver a mirarla y se limpió los labios con el dorso de la mano.

—Dios mío... —dijo con un hilo de voz.

—¿Lo entiendes ahora?

—Dios mío —repitió Betterton. Su apetito se había esfumado.

—Ahora sabes tanto como yo —dijo el policía terminando su sándwich y chupándose los dedos—, salvo una cosa: en este caso no tenemos nada que se parezca remotamente a una pista. La escena del crimen estaba limpia. Fue un trabajo de profesionales, de la clase de profesionales que no tenemos por aquí.

Betterton no replicó.

El otro miró lo que quedaba del bocadillo de albóndigas.

—¿No vas a comerte eso?

Capítulo 28

Nueva York

Corrie Swanson estaba sentada en un banco de Central Park Oeste, con una bolsa de McDonald's junto a ella, fingiendo leer un libro. Era una agradable mañana de otoño, los preciosos colores del parque que tenía a su espalda apenas habían empezado a difuminarse, unas pocas nubes corrían por un cielo despejado y todo el mundo parecía estar disfrutando del veranillo de San Martín. Todo el mundo salvo ella. Tenía su atención puesta al otro lado de la calle, en la fachada del Dakota y su entrada, situada en la esquina de la calle Setenta y dos.

Entonces lo vio: el Rolls-Royce plateado subía por Central Park Oeste. Era un coche que conocía bien, un coche incluso inolvidable. Cogió la bolsa de McDonald's, se puso en pie de un salto —el libro se cayó al suelo— y cruzó la calle a todo correr a pesar del semáforo en rojo, sorteando el tráfico. Se detuvo en la esquina de Central Park Oeste con la Setenta y dos y esperó a ver si el Rolls-Royce giraba.

Giró. El conductor —al que no alcazaba a ver— puso el intermitente y pasó al carril de la izquierda; a medida que se acercaba a la esquina aminoró la marcha. Ella corrió por la acera de la Setenta y dos y llegó a la altura del Dakota antes que el coche. Cuando el Rolls giró lentamente hacia la marquesina, Corrie se plantó delante del vehículo. El Rolls frenó de golpe y ella miró fijamente al conductor a través del parabrisas.

No era Pendergast, pero desde luego era su coche. No podía haber otro Rolls-Royce antiguo como aquel en todo el país.

Esperó. La ventanilla bajó y un hombre de facciones marcadas y cuello de toro asomó la cabeza.

—Perdone, señorita —dijo amablemente y con su mejor sonrisa—, ¿le importaría...?

La pregunta quedó flotando en el aire.

—Sí, me importaría.

El hombre siguió mirándola.

—Me está bloqueando el paso.

—Muy molesto, ¿verdad? —Corrie se acercó—. ¿Se puede saber quién es usted y qué hace conduciendo el coche de Pendergast?

La cabeza la miró fijamente un instante antes de volver al interior del coche. Luego la puerta del coche se abrió y el hombre se apeó. La amable sonrisa había desaparecido casi por completo. Era corpulento, tenía los hombros de un nadador y el pecho de un levantador de pesas.

—¿Usted es...? —preguntó.

—Eso no le incumbe. Quiero saber quién es usted y qué hace conduciendo el coche de Pendergast.

—Me llamo Proctor y trabajo para el señor Pendergast.

—Me alegro por usted. Veo que ha hablado en presente.

—¿Perdón?

—Ha dicho «trabajo para el señor Pendergast». ¿Cómo es posible si resulta que ha muerto? ¿Acaso sabe algo que yo no sepa?

—Escuche, señorita, no sé quién es usted, pero estoy seguro de que podríamos hablar de todo esto más cómodamente en cualquier otra parte.

—Hablaremos aquí mismo, sin la menor comodidad, mientras le bloqueo el paso. Estoy harta de que me den largas.

El portero del Dakota salió de su garita de latón.

—¿Hay algún problema? —preguntó con voz temblorosa.

—Sí—repuso Corrie—, un problema de los gordos. No pienso moverme de aquí hasta que este hombre me diga todo lo que sabe acerca del propietario de este coche. Y si eso no le gusta, ya puede ir llamando a la policía para denunciar un caso de alteración del orden público, porque eso es precisamente lo que va a ocurrir si no consigo respuestas.

—No será necesario, Charles —dijo con calma el hombre que respondía al nombre de Proctor—. Vamos a solucionar esto en un periquete.

El portero frunció el ceño, no parecía convencido.

—Puede volver a su puesto —insistió Proctor en un tono sereno pero que denotaba firmeza—. Tengo la situación controlada.

El portero obedeció, y Proctor se volvió hacia Corrie.

—¿Acaso conoce usted al señor Pendergast? —preguntó.

—Puede estar seguro de que sí. Trabajé con él en Kansas, en el caso de los asesinatos de Naturaleza Muerta.

—Entonces usted debe de ser la señorita Swanson.

Corrie se llevó una sorpresa, pero se recobró enseguida.

—Así que me conoce. Bien. ¿Quiere explicarme qué es todo esto de que Pendergast ha muerto?

—Lamento decir que el señor...

—¡No me venga con más cuentos! —gritó Corrie—. Lo he estado pensando, y esa historia del accidente de caza huele peor que un pedo de coliflor. ¡O me dice la verdad o monto ahora mismo un caso de alteración del orden público!

—No hay necesidad de que se ponga nerviosa, señorita Swanson. Dígame por qué pretende entrar en contacto con...

—¡Ya basta! —Corrie sacó un martillo de la bolsa de McDonald's y lo levantó con ambas manos sobre el parabrisas del Rolls-Royce.

—Señorita Swanson, no se precipite —dijo Proctor dando un paso hacia ella.

—¡Quieto!

—Esta no es manera de conseguir la información que...

Corrie golpeó el parabrisas con todas sus fuerzas. Una resquebrajadura cruzó el cristal en diagonal.

—Dios mío... —dijo Proctor, anonadado—. ¿Tiene idea de lo que vale este...?

—¿Está vivo o muerto? —Corrie levantó de nuevo el martillo. Al ver que Proctor avanzaba hacia ella, gritó—: ¡Tóqueme y gritaré que me está violando!

El portero observaba la escena desde su garita, boquiabierto.

Proctor se detuvo.

—Espere un momento. Le daré la respuesta que busca, pero le ruego que tenga paciencia. No conseguirá nada con más violencia.

Hubo un momento de tenso silencio, hasta que Corrie bajó el martillo.

Proctor se metió la mano en el bolsillo, sacó un móvil y se lo mostró. A continuación, marcó un número.

—Será mejor que se dé prisa. Es posible que Charles ya esté llamando a la policía.

—Lo dudo.

Proctor habló por teléfono en voz baja durante aproximadamente un minuto. Luego tendió el teléfono a Corrie.

—¿Quién es? —le preguntó ella.

En lugar de contestar, Proctor se limitó a tenderle el aparato mientras la miraba fijamente con los ojos entrecerrados.

Corrie cogió el móvil.

—¿Sí?

—Mi querida Corrie —dijo la sedosa voz que tan bien conocía—, no sabes cuánto lamento no haberme presentado a nuestra cita para almorzar en Le Bernardin.

—¡Por aquí se dice que has muerto! —exclamó ella con los ojos llenos de lágrimas—. Dicen que...

—Las noticias que corren sobre mi muerte —prosiguió la voz en tono divertido— han sido muy exageradas. Sencillamente acabo de salir de una operación encubierta. El alboroto que estás montando es del todo innecesario.

—Por el amor de Dios, podrías habérmelo dicho... Estaba muerta de angustia. —El alivio que sentía se estaba convirtiendo en enfado.

—Sí, quizá tendría que haberlo hecho. Había olvidado que eres una joven de muchos recursos. El pobre Proctor no sabía con quién se enfrentaba. Me temo que te va a ser difícil volver a congraciarte con él. ¿De verdad era necesario que rompieras el parabrisas del Rolls para llamar su atención?

—Lo lamento, pero no he tenido más remedio. —Sintió que se ruborizaba—. ¡Dejaste que creyera que habías muerto! ¿Cómo pudiste hacer algo así?

—Lo siento, Corrie, pero no estoy obligado a informarte constantemente de mi paradero.

—Está bien, ¿se puede saber de qué va ese caso?

—No puedo hablar de ello. Es estrictamente privado, extraoficial y, si me permites la palabra,
freelance.
Estoy vivo y acabo de regresar a Estados Unidos, pero estoy trabajando por mi cuenta y no necesito ayuda. Ninguna. Puedes tener la seguridad de que nos veremos para almorzar, pero no será hasta dentro de un tiempo. Mientras tanto, te ruego que prosigas con tus estudios. El caso que tengo entre manos es sumamente peligroso y no debes implicarte bajo ningún concepto. ¿Lo has entendido?

—Pero...

—Te lo agradezco. Por cierto, me emocionó lo que escribiste en mi página web. Un obituario muy bonito, sí señor. Al igual que Alfred Nobel, he vivido la curiosa experiencia de leer mi propia esquela. Bueno, ¿me juras solemnemente que no harás nada?

—Sí, pero... —dudó—. ¿Se supone que sigues muerto? ¿Qué debo decir?

—La necesidad de mantener esa ficción ha desaparecido. Vuelvo a estar en circulación, aunque manteniendo un perfil muy discreto. Perdóname el mal rato que haya podido causarte.

El teléfono enmudeció antes de que Corrie hubiera podido despedirse. Lo contempló un momento y se lo devolvió a Proctor, que la miró fríamente y se lo guardó.

—Espero no volver a verla por aquí —dijo.

—No se preocupe —contestó ella metiendo el martillo en la bolsa—. De todas maneras, yo que usted dejaría las pesas durante un tiempo. Tiene unos pectorales que serían la envidia de Dolly Parton.

Dio media vuelta y caminó hacia el parque. El obituario que había escrito no estaba mal, pensó. Quizá lo dejaría colgado un tiempo más, aunque solo fuera por diversión.

Capítulo 29
BOOK: Sangre fría
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