Sangre guerrera (30 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Me encariñé con Heráclides muy rápidamente. La mayoría de los hombres que han sido esclavos nunca lo admiten… Tú misma, cariño, te estremeces cada vez que lo menciono. El lo había pasado peor que yo: piratas y un montón de malos tratos, pero nunca se dio por vencido, y llegarás a conocerlo a medida que avance el relato. Era unos años mayor que yo, pero joven para ser ya piloto y haberse hecho un nombre como uno de los mejores. En realidad, no era en absoluto pariente de Milcíades, pero el hermano de su padre había muerto al servicio de la familia, y eso los hizo como de la familia… los atenienses son así.

Los atenienses ponían rumbo a Mileto porque Aristágoras los había convencido de que la ciudad estaba dispuesta para la revuelta. Aquella noche, con el cerdo asado por delante, me encontré por primera vez con Aristágoras. Unas semanas antes lo habíamos tildado de traidor de los jonios, al huir a Atenas y alzarse contra el Rey de Reyes, y ahora estaba detrás de él en una playa de arena negra y brindando por el éxito de la guerra.

No era él el dirigente que yo hubiese escogido. Era bastante apuesto y pasaba por ser firme, un conductor de hombres, directo y sincero, pero había algo falso en él. Lo vi aquella noche en la playa… aun en la marea alta del éxito, parecía como un armiño buscando un refugio.

Les prometió la luna. Los griegos se vuelven locos cuando oyen un buen sueño, y la independencia de Jonia era uno de ellos. ¿Por qué necesitaban los jonios la independencia? Estaban duramente «oprimidos» por los medos y los persas. Los impuestos fijados por el Rey de Reyes no eran nada,
nada
al lado de los impuestos que la Liga de Délos les cobra ahora, cariño.

Más vino.

Uno pensaría que los persas fueron a Metimna y violaron a todas las vírgenes. Los hombres que estaban en la playa estaban dispuestos para la guerra. Tenían sus propios barcos y ya se habían reunido con su tirano y celebrado una asamblea. Metimna solo aportaba la tripulación de tres barcos, pero todos ellos se unían a los atenienses, y lo mismo ocurría con los ocho buques de Mitilene. Y sabes que, en aquella época, si los hombres de Metimna y los de Mitilene estaban en el mismo bando, algo raro pasaba.

Pero lo que realmente entusiasmaba a los atenienses era que Efeso, la poderosa Efeso, había hecho que se retirase el sátrapa.

—Podríamos haber terminado esta guerra en un mes —dijo el jefe ateniense.

El tampoco era Milcíades. De hecho, a la madura y avanzada edad de diecisiete años, yo miraba a los atenienses, todos ellos hombres buenos, y al resto y pensaba que estábamos formando una poderosa flota, pero no teníamos a un hombre tan bueno como Hiponacte, o Artafernes o Ciro, para el caso, que nos dirigiera.

Aun a los diecisiete años, de vez en cuando se tiene razón.

Nunca llegué a tener la panoplia, y aquel lingote de cobre se quedó en nuestro barco, a modo de lastre —bueno, lo has oído bastante pronto—, hasta que se fue al fondo. Ninguno de los herreros de Metimna era armero. Hacían buenas cosas —sus cuencos siguen teniendo fama—, pero ninguno había dado forma siquiera a las aberturas de los ojos de un casco corintio. No obstante, yo compré un
aspis
, no grande, sino simplemente decente.

Admitimos una carga de hombres, hombres de Metimna. Embarcamos a los hoplitas que no habían alcanzado la categoría para ir en los tres barcos de la ciudad. Arqui era considerado como noble de la ciudad —era propietario de inmuebles y los miembros de la familia de su madre eran ciudadanos—, por lo que nos trataban como parientes.

Un trirreme puede llevar a unos diez infantes de marina; más si no planeas emplear mucho los remos, menos si planeas estar en la mar durante muchos días. Cuando armas una flota, seleccionas a tus infantes de marina, al menos en Jonia; es diferente en Atenas, como tendré ocasión de explicarte más tarde, si vivo para contar esa parte. Incluso la pequeña Metimna tenía trescientos hoplitas. Sus barcos zarpaban con treinta de ellos. Nosotros llevamos a otros diez y dejamos en la playa a unos cuantos buenos hombres. Después, navegamos hacia el sur, doblamos la punta larga por las aguas termales y varamos en Mitilene. Encontramos allí otros barcos y bebimos vino. Aquello se parecía más a una fiesta que a una guerra.

La noche siguiente estuvimos en Quíos. Yo había remado todo el día y me sentía como un dios. Todos los remeros trabajaban a sueldo, pero uno estaba enfermo con un flujo y a mí no se me caían los anillos. Era libre.

A Heráclides le gustó y me ofreció un sitio en su barco.

—Es duro ser un hombre libre con tu antiguo amo —dijo. Hizo un movimiento que sugería que daba por supuesto que éramos amantes. ¡No, no te lo voy a enseñar!

Me eché a reír.

—Hice un juramento —le dije—. Una cosa que respetan todos los griegos, desde Esparta a Tebas y, por supuesto, en Mileto, es un juramento.

—¿Se nos unirá Milcíades? —pregunté.

El se acarició la barba.

—¡Eh! —dijo—. Buena pregunta. Milcíades está librando su propia guerra en el Quersoneso. Podríamos decir que está combatiendo contra los persas desde hace cinco años.

—En Efeso, Heráclides, ¡decíamos que era un bandido! —dije.

Heráclides se sonrió maliciosamente.

—Sí. Bueno, un pirata para unos es un luchador por la libertad para otros, ciertamente —dijo, y se echó a reír—. Y deja las formalidades y llámame Herc. Todo el mundo lo hace.

Eso me dio algo en qué pensar. Milcíades era un soldado, un auténtico soldado. Y él no venía. Y la amistad de Herc merecía la pena.

La noche siguiente, estuvimos en otra playa quiana. Los quianos tenían muchos barcos y muchos hombres, eran poderosos y nunca habían sido conquistados. Iban a tener setenta u ochenta cascos en el agua. Los atenienses estaban encantados, y decidieron esperar. El gobernador local, Pelagio, declaró un día de juegos en la playa y ofreció premios. Premios realmente buenos, por lo que incluso Arqui los quería. Había una panoplia completa para el ganador, un conjunto espectacular: una coraza de escamas, la pesadilla del herrero, un trabajo de seis meses; el
aspis
no estaba mal, nada espectacular, pero con una cara labrada en bronce, y el casco era bueno, aunque no tanto como la coraza y muy inferior a los trabajos de mi padre.

Había una carrera con armadura, de plena moda entonces, así como un combate a espada, lucha y lanzamiento de jabalina.

Yo era un hombre libre, y Arqui me animó, por lo que bajamos a la playa, donde el gobernador Pelagio tenía su barco amarrado por popa. Escribió nuestros nombres en tiestos de cerámica mientras su mayordomo nos miraba, y el mismo gobernador, un hombre mayor, tan mayor como yo soy ahora, pero sano, se levantó.

—Ahora, hay un par de muchachos apuestos; que los dioses se dignen mirar cómo compiten. ¿Corres? —preguntó a Arqui.

Arqui tenía el mejor cuerpo de todos los de nuestra edad. Me había sobrepasado en tamaño por el ancho de un dedo, y sus músculos tenían un extremo afilado que los míos nunca tuvieron.

Ambos nos ruborizamos ante el elogio.

—Participaremos en todas las pruebas —dijo Arqui.

El viejo noble sonrió, pero negó con la cabeza.

—El combate a espada, no, chaval. Eso es para hombres.

Arqui asintió, pero esa era mi mejor prueba, pensé con mi arrogancia juvenil. Resoplé.

—Te las das de espadachín, ¿no? —preguntó el viejo. Me miró con atención—. Bueno, pareces lo bastante mayor como para recibir un tajo. Si queda algún sitio, te pondré. Pero no combatimos después del primer corte y, si mueres o matas a un hombre, tú serás el responsable. Esperamos a hombres cuidadosos, no a muchachos alocados.

Me ruboricé de nuevo y asentí.

—Llevo entrenándome desde que tenía diez años, señor —dije.

Me miró de nuevo.

—¿De verdad? —dijo, y sonrió—. Quizá merezca la pena verlo.

Arqui me puso el codo en mis costillas cuando nos dimos la vuelta.

—¿Entrenándote desde que tenías diez años? Los dioses te maldecirán por embustero, amigo mío. Aunque tú seas el mejor espadachín que conozco.

Arqui era el típico amo. Nunca preguntó de dónde venía ni qué había hecho. Nunca. Yo lo quería como a un segundo hermano mayor, pero él nunca llegó a conocerme bien.

Regresamos andando por la playa y yo estaba encantado de ver que los hombres nos miraban y creo que nos tomaban la medida. Los juegos son buenos. La competición es buena. Así se miden los hombres consigo mismos y con los demás.

No obstante, todavía faltaban unos días para los juegos. Así que caminé por el promontorio para hacer ejercicio yo solo. Tenía mi propia espada, aunque no tenía nada que ver con la que yo quería. Era corta y pesada, una cuchilla de carnicero. Yo quería una hoja penetrante más larga, porque con una así había aprendido, pero Ares no había visto una adecuada para ayudarme.

Una vez cubierto de un sudor sano y habiéndome sumergido en el océano, regresé caminando. Los esclavos cocinaban para nosotros y eso me hacía pensar, cada vez que un muchacho me daba pan, que había tenido suerte… y era libre. Cariño, cuando uno ha sido esclavo, no lo olvida nunca.

El caso es que Heráclides vino y se sentó conmigo.

—¿Cuántos barcos tiene Atenas? —le pregunté a mi nuevo amigo.

—Mmm
—dijo—. ¿Un centenar? —respondió, antes de descubrir a una bonita chica quiana que subía de la playa. Le dejé que se fuese.

Atenas tenía cien barcos y Milcíades solo, o con su padre, tenía otros veinte. Después, estaban otras familias nobles atenienses, con diez o quince barcos propios.

Atenas estaba medio comprometida con los jonios. Ni siquiera medio. Enviaron un diezmo de su fuerza. Yo me había pasado bastantes noches escuchando a Artafernes para creerle cuando decía que el peso de Persia destrozaría a los griegos como otros tantos piojos entre sus dedos. El siempre decía esto con tristeza, nunca con jactancia.

Miré nuestra flota y me pareció muy grande. Llenábamos la playa de Quíos y, cuando llegó la leva y todos los nobles y comerciantes quianos llevaron sus buques de guerra, teníamos cien barcos… Yo mismo los conté.

Aquella noche, mientras los hombres cantaban canciones jonias alrededor de las hogueras y perseguían a chicas quianas por la arena, me senté sobre mi nuevo
aspis
con Arqui.

—Creo que Atenas nos está utilizando —dije.

Arqui se echó a reír.

—¡Deja de ser un esclavo! —dijo, y eso me sentó mal—. Estos hombres tienen almas grandes. He hablado con un montón de capitanes atenienses y son auténticos caballeros. ¡Uno o dos de ellos son lo bastante ricos para ser efesios!

Negué con la cabeza, molesto por su comentario sobre lo de esclavo y convencido de que estaba equivocado.

—Los atenienses son los cabrones más avariciosos del mundo —dije. Yo había visto la lenta seducción de Platea. Estaba allí cuando Milcíades atrajo a los hombres de Platea a su propio modo de pensar. Podía imaginármelo haciendo lo mismo de isla en isla por el Egeo.

Arqui se reclinó hacia atrás, tomó un largo trago de vino de un pellejo y se echó a reír.

—Vamos a volver a casa como héroes —dijo él.

—¿Se te ha ocurrido que vamos a volver a casa solo unas semanas después de marcharnos? Diomedes todavía no se habrá recuperado de sus heridas. Su padre estará suspirando por vengarse. ¡Los hijos de Niobe no serán nada en comparación con nosotros, Arqui! —dije, Yo hablaba cada vez más alto y más encolerizado porque su buen humor y su alegría eran como las plumas sobre el lomo de una garza, y mis palabras le resbalaban.

Arqui se echó a reír.

—Entiendo que eres un buen compañero, que me advierte de los peligros que podamos encontrar. Pero yo soy el héroe… No quiero estar preocupado. Tú puedes susurrarme buenos consejos al oído y yo utilizaré mi lanza para abrirme camino hacia la gloria.

Sin duda, parecía el héroe en aquella playa, a la luz de la hoguera. Estuvo mareado los primeros días, pero le encantaba la vida en la mar, acampando en playas y bebiendo vino al calor de la hoguera cada noche.

—Pronto estaremos en casa —dijo, mirando cómo corrían dos chicas quianas, con su pelo aceitado ondeando y sus quitones de lino pegados a sus cuerpos. Una miró hacia atrás por encima del hombro. Arqui me lanzó una mirada. Después, se levantó y se fue tras ella.

Su compañera me miró y se acercó. Era más joven y parecía demasiado tímida para su oficio.

—No me interesa —dije con brusquedad.

Ella se quedó allí de pie. Yo bebí vino y vi con el ojo de la mente la flota persa destrozándonos contra la costa. Debía de ser el único chico de diecisiete años que había en aquella playa que no estaba persiguiendo a chicas.

Yo soy un matador de hombres y, a veces, miento, y mis historias siguen y siguen, pero nunca me han dicho que fuese poco hospitalario. Por eso, cuando habían pasado cien latidos y ella se agachó al lado de nuestra hoguera y empezó a jugar con las ascuas, llené de vino mi copa de bronce y se la pasé. Ella estaba sentada en cuclillas, una postura poco femenina. Nunca la había visto en una esclava.

—Cuidado —dije—. No es agua —añadí, sentándome en mi escudo, con curiosidad por las chicas quianas—. ¿Eres
porne
?

Ella escupió el vino en la arena, dejó mi copa y dio un salto.

—No —dijo ella—. Y que te jodan.

—Perdona —dije. Me levanté—. Quédate y bebe el vino. Creí que tu hermana y tú erais prostitutas.

—¿Eso es una disculpa? —preguntó—. ¿Qué un extranjero extraño me llame prostituta? —añadió. Pero volvió a agacharse y cogió la copa—. Te abofetearía, pero tu vino es demasiado bueno.

Volví a sentarme.

—Hay pan, aceite de oliva y pescado.

Avivé el fuego. Eramos unos guarros y nuestros cestos estaban tirados sobre tres o cuatro pieles de buey de la playa. Los hombres solo aprenden a ser limpios cuando acampan en las campañas largas, y estábamos tan crudos como un lingote de cobre.

Ella fue mirando de cesto en cesto, escogiendo cosas para cenar. Estaba oscureciendo, pero pude ver que su quitón mostraba los signos de cientos de lavados, con la pátina de la suciedad antigua y el trabajo duro que toma la ropa cuando se lleva repetidamente. Yo recordaba mi propio quitón en casa, en Platea.

Ella no era guapa, no era lo que se dice bonita, pero sus piernas eran largas y musculosas y el ángulo de su cadera se proyectaba sobre su quitón. Su rostro era demasiado puntiagudo y sus ojos estaban demasiado juntos, pero era de ingenio vivo y atrevida, sin ser maleducada, buena cosa en una mujer.

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