Authors: Christian Cameron
Alcanzamos el callejón y después salimos corriendo.
Corrimos hasta llegar a nuestros barcos, ¿eh? Bueno, no exactamente. Retrocedimos corriendo a través de los puentes y montamos una posición mejor, y Artafernes recibió una herida leve cuando su avance se detuvo. Yo combatí allí y estaba en la primera línea; probablemente pusiera fuera de combate a uno o dos hombres, pero era una lucha a la desesperada, sin filas ni columnas, y los jonios eran un hatajo de estúpidos sin orden ni concierto. Principalmente, trataba de mantener a Heráclides a mi izquierda y mi escudo con el suyo. No sé quién alcanzó a Artafernes, pero ese hombre salvó nuestro ejército. Porque su ataque se acabó en los puentes, y nosotros nos las arreglamos para retirarnos a Tmolo, a través del río Hermo, y nadie nos persiguió.
La mitad del ejército nunca había entrado en combate y quería asaltar de nuevo la ciudad. Quienes sí habíamos combatido estábamos furiosos y quienes habían escapado magnificaban el número y la ferocidad del enemigo, y se dijeron muchas palabras airadas.
Yo estaba sentado, sangrando por algunas heridas y respirando como el fuelle de una fragua, cuando llegó un hombre. Era un eretrio y llevaba un escorpión en su
aspis
, y parecía un hombre duro.
Vino directamente hacia mí.
—¿Eres tú el plateo? —preguntó.
Yo estaba sentado en mi escudo, por lo que no podía ver el emblema. Asentí.
—Doru —dije.
El asintió.
—Salvaste a mi padre. Está diciéndole a todo el mundo cómo lo cubriste contra las flechas y extrajiste una de su espalda —me dijo, y me dio la mano. Yo la estreché—. Soy Parménides.
Le di un fuerte apretón de manos y él me hizo más elogios. Yo negué con la cabeza. Pero, más tarde, volvió con su padre y me trajeron un pellejo lleno de vino, que compartí con la gente que me rodeaba. Después llegó Estéfano, que venía de donde estaban los eolios —los hombres de Quíos y de la costa opuesta de Asia— y se sentó con mi variopinto grupo. Estaba en la sexta fila y lo bastante orgulloso para llevar la panoplia. Para él, era una promoción enorme, tan grande como mi paso de esclavo a hombre libre. Los eolios se toman mucho más en serio la sangre noble que los áticos y los beocios.
Cuando Estéfano regresó a su propio grupo, yo me tumbé; la cabeza me daba vueltas por el vino. Heráclides se tumbó a mi lado y no pudimos presenciar el momento en el que Arístides acusó a los milesios de cobardía.
He cometido una injusticia con el pobre Arístides si no he conseguido dar de él la imagen de una persona extremadamente correcta. Siempre tenía razón y algunos lo odiaban por ello. Nunca mentía e incluso rara vez ocultaba la verdad. De hecho, entre los atenienses, algunos se mofaban de él diciendo que era un hombre que solo veía en blanco y negro, y no todos los colores del arco iris.
Pero Melancio había sido herido en el ágora de Sardes y ahora Arístides estaba al mando de los atenienses, y se lo tomó muy en serio. Nosotros lo queríamos por su rectitud.
Era
mejor que otros hombres. Unicamente, no podía mantener la boca cerrada.
Un defecto que entiendo, cariño.
En todo caso, los milesios se habían echado atrás en la ciudad. Al parecer, Arístides les dijo que su cobardía nos había costado la ciudad. A Aristágoras, como jefe suyo, le ofendió la observación y se acentuó el carácter de reunión circunstancial de facciones del ejército, que se acercaba a una enemistad abierta.
Al día siguiente, me dolía el cuerpo, estaba mugriento, con sangre debajo de las uñas y el pelo enmarañado, pero no había agua suficiente porque estábamos demasiado lejos de las márgenes del río y los persas tirarían contra cualquier hombre que se acercara a la orilla a sacar del río un casco de agua —agua asquerosa, en todo caso—. Más tarde, sedientos, cabreados y sucios, retrocedimos a trompicones hacia el paso y oímos que los lidios estaban levantándose detrás de nosotros, que todos los hombres de Caria venían en ayuda de su sátrapa. En aquellos días, se conocía a los carios como los
hombres de bronce
, porque llevaban unas armaduras imponentes y eran mortíferos. Más tarde, en la Guerra Larga, fueron nuestros aliados, pero no aquella semana.
Nos lavamos en las fuentes del Hermo, llenamos las cantimploras, bebimos hasta hartarnos y resurgió nuestra bravura. Pero ya no éramos un ejército, sino una banda cabreada. Los atenienses no hacían nada por ocultar su desprecio hacia todos los jonios como soldados. Los jonios devolvieron el desprecio con un rechazo airado y se llegó a decir que los atenienses estaban sacrificando a los jonios para sus propios fines.
Por supuesto, era cierto.
La cólera de Arístides fue creciendo cada vez más; su piel pálida estaba constantemente enrojecida y caminaba en silencio, mientras su esclavo trotaba para seguirlo.
Yo vagaba por allí, observando a Arístides, viendo cómo se desintegraba el ejército y comprendía por qué desertaban los soldados. Estábamos condenados, y la racha de malos presagios que nos rodeaba, incluyendo la liebre viva que dejó caer un águila sobre un sacerdote en pleno sacrificio, solo confirmaba lo que todos los hombres sabían. Además, los hombres que habían asesinado y violado en la ciudad sabían que llevaban con ellos su propia condena, y se mostraban hoscos, culpables o simplemente abatidos.
Los atenienses no padecían estos problemas. Heráclides me dio un pesado collar de oro y lapislázuli que había arrebatado de un puesto del ágora.
—Solo me salvaste la vida diez veces —dijo—. Y yo salvé mi botín. Metí el saco debajo de mi escudo.
Se echó a reír, enseñando sus dientes irregulares. Solo era seis años mayor que yo, pero parecía el viejo del mar, Me puse el collar, bebí vino de mi cantimplora y marché con los atenienses, que todavía eran una banda disciplinada. Tuvimos que atravesar el paso como vanguardia y volvíamos a casa como retaguardia, con los eretrios inmediatamente delante de nosotros.
—En casa están nuestros peores enemigos —me gruñó Heráclides—. Pero tú ya lo sabes, ¿no? ¿Estuviste en el combate del puente?
—Estuve —dije.
—Nos contuvieron mucho tiempo allí —dijo Heráclides—. Buenos combatientes. Me alegro mucho de tenerlos ahí fuera.
Arístides se acercó a nosotros.
—Puedes ir en primera línea, en lugar de Melodites —dijo sin preámbulos. No sonrió, pero yo sí.
Llevaba el casco echado atrás; todos los atenienses lo hacían, porque marchaban preparados para el combate en todo momento, como hacían los eretrios.
Sonreí abiertamente, como un idiota.
—Gracias, comandante —dije.
Su aspecto era severo.
—No me des las gracias. Cuando volvamos a enfrentarnos con los medos, serás el primero en combatirlos.
Yo me encogí de hombros.
—Ya estuve en primera línea en la plaza del mercado —dije—. La próxima vez no nos quedaremos quietos y les dispararemos.
Se marchó y yo pensé que no me había oído o, más probablemente, había optado por ignorarme. Yo era joven, muy joven para estar en primera línea.
Ocupé el lugar del hombre muerto, era cabeza de columna, y los demás hombres tenían un concepto de mí lo bastante bueno para ayudarme a hacer un portapenacho y un penacho para indicar mi nueva graduación.
Ya no pensaba en Briseida. Estaba bajo el dominio de Ares.
Cuando Arístides me vio con mi penacho de crines de caballo, se acercó y me dio una palmada en el hombro. No dijo nada, pero fue uno de los momentos que más me enorgullecieron de toda mi vida.
Desde la cota más alta del paso, pudimos ver el río a lo lejos y los efesios estallaron en una ovación, como si hubiésemos estado un mes fuera y marchado mil estadios. Fuimos los últimos en bajar del paso y, por los exploradores, sabíamos que los lidios y los carios nos pisaban los talones.
Arístides quería que conservásemos el paso y nos detuvimos en la parte más estrecha de la pendiente de bajada. Escogió el terreno de una forma genial: una suave curva en el paso, de manera que el tiro de arco más largo solo llegaba a unos cien pasos, con los lados del desfiladero tan abruptos como muros. Acampamos en un frío y desagradable campamento, sin agua. Arístides me envió como enlace a Aristágoras. Yo iba a pedirle que enviara relevos de esclavos con agua para nosotros.
—Dile que conservaremos el paso durante una jornada —dijo—, para dar tiempo a que se recuperen los milesios.
Pero Aristágoras carecía de nobleza y estaba más interesado en ganar puntos que en vencer a los persas. ¡El presuntuoso cabrón! Ante el mensaje, se echó a reír.
—Dile a tu jefe —dijo— que no haremos
nada
en beneficio de Atenas —dijo las palabras en voz alta, para que todos los milesios lo oyesen y se unieran a sus carcajadas.
Corrí a llevar la respuesta. Ningún hombre me había ofrecido siquiera una cantimplora.
Fui directamente a Arístides. Estaba sentado en una roca; me agaché a sus pies y me embutí en la clámide contra el aire helado y traté de escupir. Tenía la boca tan seca que no podía mover la lengua. Me limité a negar con la cabeza.
Sin decir nada, Arístides pasó su cantimplora por encima de la cabeza y me la dio. Bebí un trago e hice una reverencia.
—Gracias —dije.
El apartó la vista.
—¿Ha dicho que no? —preguntó.
—Ha dicho que no. Aristágoras dice que no haría nada en beneficio de Atenas —dije, y me encogí de hombros.
Mientras hablaba, se acercó Eualcidas. Se echó hacia atrás el casco —llevaba un gran casco alado cretense— y estaba gris de la fatiga. Estaba herido en un brazo, pero los hombres famosos no pueden mostrar dolor.
—¿Planeas conservar el paso? —preguntó. Era diez años mayor que Arístides y, aunque mandaba sobre muchos menos hombres, era un guerrero mucho más famoso. Levantó la vista al paso, en el que podíamos ver a un grupo de honderos lidios que merodeaba por allí.
—Vosotros, cabrones, nos apoyasteis en la ciudad —dijo y, a modo de explicación, escupió.
Arístides se encogió de hombros.
—Les pedí que nos enviaran agua. Aristágoras se negó.
—¿Y te sorprende? Les dijiste que eran cobardemente estúpidos, chico —dijo Eualcidas, y se echó a reír—. ¡Lo son! Pero nunca te lo perdonarán —añadió, y miró a su alrededor—. ¡Jodidos jonios!, ¿no? —prosiguió y me sonrió—. Eres un hombre valiente. Y gracias por mi vida. ¡No hay muchos hombres que puedan decir que han salvado a Eualcidas!
Yo me ruboricé y él se rio. Le guiñó el ojo a Arístides.
—
Tienes
a algunos hombres que merecen la pena. Escucha, nos quedaremos aquí con vosotros. Mejor que tratar de enfrentarse a los medos abajo en la llanura. Cualquier día de estos, reunirán su caballería… Entonces estaremos condenados. Mejor combatir contra ellos aquí.
Arístides negó con la cabeza.
—No podemos acampar aquí sin agua.
Eualcidas se encogió de hombros. Tenía una sonrisa juvenil; era un hombre duro al que no convenía caerle mal.
—Por eso nosotros tenemos esclavos —dijo—. Envíalos al paso. Diles que traigan vino también. Si voy a morir mañana, creo que quiero una fiesta —añadió. Se volvió con un saludo y me puso la mano en la cadera—. Una fiesta —dijo, mirándome a los ojos.
¡Bueno! Ya te he hecho ruborizarte de nuevo. Escucha, cariño. El era un famoso atleta y un hombre que se había criado en una plaza comercial, en Creta. Todos los cretenses son amantes de chicos, es su forma de vivir. Está en sus leyes. Soldados y atletas extraordinarios. No tanto como artesanos. No siempre los más inteligentes. ¡Oh, fue hermoso, el guerrero más famoso de nuestro ejército! Lo que él quería era obvio.
Enviamos a todos nuestros esclavos colína abajo a por agua, y los medos distribuyeron a algunos tiradores escondidos en torno al paso. Un grupo de nuestros hombres con unos cuantos esclavos los persiguieron con piedras y lanzas y nosotros nos quedamos en nuestras frías rocas.
Recuerdo aquella noche porque me dolía el cuerpo. Es algo de lo que nunca hablan los bardos, ¿no? Las heridas que recibes en combate, ¡dioses, las heridas que te haces en el gimnasio!: nudillos abiertos, dedos rotos, una costilla rota aquí, la negra quemadura en el hombro, donde el borde de tu escudo monta sobre el hueso del hombro, los cortes en las piernas… Ares conoce el peaje. Peor es para los hombres de primera línea, y yo había mantenido mi puesto en el ágora de Sardes y ahora, tres días después,
todavía
me dolía. Mi herida era leve, pero dolía cuando me echaba sobre ella y estaba tumbado en el suelo, sobre arena y grava. Y teníamos pocas hogueras, porque estábamos en la parte alta del paso y no había árboles.
La frase era: «Vamos a morir». Yo tenía excesivamente poca experiencia para hacer algo con respecto a esa frase.
Eualcidas salió de la oscuridad con Arístides, Heráclides y un eubeo al que no conocía. Mi columna no estaba dormida: estábamos acurrucados juntos en la oscuridad, murmurando, temiendo la mañana y tratando de no demostrarlo, como siempre hacen los soldados.
Arístides tenía una pequeña linterna de bronce y la puso en el suelo, y juro que aquella leve luz hizo más para nuestra moral que todo su discurso.
Arístides era un hombre serio y hablaba en serio. Explicó que íbamos a hacer una hazaña de armas, que los hombres nunca olvidarían nuestras acciones para salvar al resto de los griegos, y explicó después que, en la medida en que mantuviéramos nuestras posiciones, estaríamos a salvo.
Era un buen hombre y mi columna estaba mejor al ver su cara y oír su voz.
Eualcidas esperó hasta que hubo terminado y entonces mostró su contagiosa sonrisa.
—Mañana mataremos a un montón de medos —dijo—. Y mañana por la noche nos escabulliremos mientras ellos se preparan para un gran asalto —añadió, y miró a su alrededor a la tenue luz de la linterna—. Ya me he enfrentado antes a los medos, chicos. Recordad que todos ellos llevan oro, por lo que, cuando avancemos sobre sus muertos, nuestros zagueros tienen que coger sus anillos y broches. Después, todo el mundo compartirá el botín.
Así se inspira a los soldados. Morir por todos los griegos puede resultar atractivo a un puñado de jóvenes nobles, pero a todo el mundo le gusta el sonido de un anillo de oro.
Eramos la columna joven, inmediatamente a la izquierda del centro de los atenienses, y debíamos de ser el último grupo que tenían que visitar. Arístides me dio una o dos palmadas en la espalda, me estrechó la mano y desapareció en la oscuridad. Dejó la linterna; en ese momento, pensé que el hecho de que pudiera dejar abandonada encima de una roca una linterna de bronce con una lujosa lámpara de aceite en el interior era prueba de lo rico que era el hombre. Recuerdo que la cogí y la miré cuidadosamente.
Pater
nunca había hecho una cosa así. No era un buen trabajo —yo podía hacerlo mejor—, pero la estructura estaba bien pensada.