Sangre guerrera (37 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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—Me has servido en su momento, Doru. Coge tu armadura y vete de esta casa. No creo que debas volver.
Pater
podría herirte.

—Y tú lo quieres —dijo al final, como si eso me convirtiese en el mayor estúpido del mundo.

Pero la obedecí, y mi mundo se llenó de oscuridad. Fui a mi cama con Darkar pisándome los talones. Habló, pero no tengo idea de lo que dijo. Recogí el saco de lana con mi armadura, así como mi espada y las grebas. Metí mi pesada capa y mi colchoneta de dormir dentro de mi
aspis
.

Darkar me estaba hablando aún cuando salí por la puerta.

Arqui estaba allí.

—¿Cómo has podido? —preguntó.

—La amo —dije. El tenía una espada desenvainada en la mano y yo desenfundé la mía—. La amé —escupí.

—No vuelvas nunca —dijo. Nos encaramos con las espadas en las manos.

Por la mañana, encontré a Arístides en la playa.

—¿Me tomas como hoplita tuyo? —le pregunté directamente.

El miró a su alrededor.

—Dime por qué. Lo último que oí fue que servías con Arquílogos de esta ciudad.

—Ya no le sirvo —dije.

Arístides asintió.

—Más idiota es él —sonrió—. ¿Estarás en la séptima fila?

Era el lugar inferior. Cerraban las columnas los de la octava fila, una especie de oficiales. Pero uno de la séptima fila era un hombre demasiado joven o demasiado pequeño para combatir.

—Soy mejor que eso —dije, con toda la cólera acumulada en las últimas horas.

Arístides solo era un par de años mayor que yo, pero llevaba un largo camino recorrido, y me dirigió una de sus famosas medias sonrisas.

—Sé que puedes matar —dijo—. De ti, no sé más. Séptima fila o quédate en la playa.

Por eso, cuando marchamos sobre Sardes, lo hice con los atenienses, con las alas de la traición rondándome la cabeza, las furias a mi espalda y toda Persia ante mí.

En la séptima fila.

13

R
esultó que mi jefe de columna era Herc. Por supuesto, como piloto, era un oficial. Yo no estaba acostumbrado a recibir órdenes, lo que puede parecer una tontería, tratándose de un antiguo esclavo, pero así era. De todos modos, lo hice bastante bien, y todos los hombres de mi columna eran veteranos, al menos de algunas incursiones y de uno o dos asedios, y yo tenía mucho que aprender acerca de acampar, comer y mantener la limpieza. Me asombraba la cantidad de tiempo que los atenienses dedicaban a su equipo: pulir y limpiar con piedra pómez, sebo y trozos de cuerda en cada momento libre.

Agios era quien cerraba mi columna en la octava fila. Era un hombre muy conocido y en la mar era piloto; demasiado importante para servir en la primera fila y resultar muerto, o así lo entendí. El y Herc eran compañeros de fatigas y buenos amigos. Más tarde, fueron amigos míos, pero, en la marcha sobre Sardes, Agios no me dirigió muchas palabras agradables. Mientras que yo estaba asombrado de lo que trabajaban los atenienses para mantener su equipo, Agios estaba furioso por lo descuidado que era con el mío. Allí, en la marcha sobre Sardes, aprendí hasta qué punto el oficio guerrero se basa en el mantenimiento.

Estaba de un humor fatal, tan fatal que no recuerdo la marcha río arriba hacia Sardes. Cruzamos las montañas por los pasos. Lo supongo, pero no lo recuerdo. Yo tenía que llevar mi equipo porque no tenía esclavo. No recuerdo nada de aquello, aunque debí de sudar como un cerdo y ser el hazmerreír de los
taxeis
atenienses.

Lo pasé mal sin poder quitarme a Briseida de la cabeza. La odiaba y, sin embargo, aun entonces, sabía que me estaba engañando a mí mismo. No la odiaba,
ha comprendía
. Pero también sabía que mi vida estaba hecha añicos, una vez más, tanto como me la había hecho añicos mi esclavitud.

Durante toda la marcha, estuve encerrado en la prisión de mi cabeza. Llovió y me mojé y en lo más alto del paso tuve frío. Sé que mis amigos, Estéfano, Epafrodito y Heráclides, me hablaban, porque me lo dijeron más tarde. Pero no recuerdo nada, sino la pesadilla, soñando despierto, de la pérdida de Hiponacte y Arqui… y Briseida.

Hiponacte y Arqui estaban en el mismo ejército que yo —éramos solo ocho o nueve mil— y los veía a ambos todos los días, a distancia. Debían de saber que yo estaba en el ejército, marchando a un estadio o dos de ellos.
Recuerdo
haber deseado acercarme a ellos todos los días, el anhelo de encontrármelos cara a cara, para recibir golpes o abrazos. Me parece que creía que ellos se compadecerían de mí. Ahora, muevo la cabeza negándolo.

Marchamos sobre Sardes durante quince días y, a pesar de nuestra larga demora en Efeso, cogimos desprevenida a la ciudad. Eso te dará una idea de lo mal preparados que estaban los medos para hacernos frente. Me parece que Artafernes nunca creyó realmente que los hombres que había tenido como amigos y anfitriones, hombres como Aristágoras e Hiponacte, pudieran marchar efectivamente contra él. Y era tan grande el nombre de Darío, Rey de Reyes, que ningún hombre osaría atacarlo. Entre los jonios, se hablaba abiertamente de conquistar Persia. Los atenienses se reían y hablaban de incrementar su comercio con Jonia. Nadie mencionaba Persia. También recuerdo eso.

En todo caso, los persas no estaban preparados.

Cuando descendimos del paso, los exploradores nos dijeron que las puertas de la gran ciudad, una de las más ricas de Asia, estaban abiertas.

Perdimos el orden. Todo el ejército se rompió en una masa de soldados que corrían hacia las puertas. Al menos, eso es lo que me pareció, y yo estaba cerca del frente. Arístides bramaba como un toro para hacer que mantuviésemos nuestras posiciones, pero nosotros no le hicimos caso y corrimos a las puertas más próximas.

Yo seguí a Herc. Iba deprisa, pero no tanto como yo, y yo trotaba con facilidad, manteniendo el ritmo. El resto de nuestra columna quedó atrás. Herc no era el más rápido, pero tenía energía. Otros hombres nos cogieron y unos pocos nos adelantaron, pero el resultado fue que bastantes de los nuestros llegaron a la puerta de Efeso de Sardes alrededor de la hora a la que los hombres se van del ágora y las puertas estaban abiertas.

Cuando llegábamos, los guardias de las puertas decidieron, al fin, que corrían peligro y empezaron a cerrar las grandes puertas de madera, o quizá las cerraran todos los días al caer la tarde.

Herc se lanzó hacia la puerta más cercana y los hombres lo siguieron. Yo atravesé como un rayo el espacio que iba reduciéndose y mi lanza alcanzó a un lidio y lo mató; los otros guardias abandonaron y huyeron y las puertas fueron nuestras, siendo yo el primer hombre que entró en la ciudad.

Después vi a hombres que se comportaban como animales y a hombres tratados como animales y, en medio de la matanza, desperté de mis pesadillas de la pérdida de Hiponacte y familia y de Briseida. Me encontraba en los restos del ágora, viendo a un trío de eretrios que violaban a una niña mientras otros saqueaban los puestos en una orgía de destrucción, como animales a los que hubieran dejado salir de sus jaulas. ¡Oh, uno no ha visto lo que son los hombres hasta que los ves andando sueltos en el interior de una ciudad!

Yo no hice nada por detenerlos. Todo ocurría a mi alrededor. Mi espada estaba roja y la sangre escurría por mi mano.

El asalto de una ciudad es el más deprimente de los actos de un hombre y el que más probablemente desate la ira de los dioses. Sardes estaba indefensa y los hombres y mujeres de la ciudad nunca se nos habían resistido ni hecho ningún daño mayor que cogernos algún dinero en sus transacciones comerciales. Pero nosotros los masacramos como corderos.

Algunos imbéciles prendieron fuego al templo de Cibeles y, más tarde, se nos devolvería el céntuplo de ese sacrilegio. Pero lo peor estaba por venir.

El asalto inicial sirvió para tomar la ciudad, pero no teníamos oficiales ni a ningún enemigo al que combatir, por lo que todos nos convertimos en ladrones y violadores, en bandas criminales ambulantes. Los hombres de la ciudad se reunieron, primero para tratar de apagar el incendio del templo y después para oponerse a nosotros y, como las llamas se extendían, se dirigieron hacia el ágora central.

Como no teníamos mandos ni órdenes, no asaltamos la ciudadela. Yo no fui mejor que el resto… Di por supuesto que la ciudad había caído. Permanecí en el ágora, mirando el incendio de la ciudad, negándome a violar y despreciando a los saqueadores, y vi que el otro lado del mercado estaba lleno de hombres… hombres muertos de miedo, supuse.

Artafernes estaba allí. Su armadura relucía frente a los incendios; él dirigió a los lidios de la ciudad y a sus propios hombres escogidos de la ciudadela directamente contra nosotros, y los griegos estaban dispersos como las ovejas son dispersadas por los lobos.

Vi venir a Artafernes. Los griegos pasaban corriendo por delante de mí y algunos ya iban abandonando sus escudos, tan mal estábamos. Debíamos de superara los lidios en un orden de tres o cuatro a uno y ellos nos dispersaban.

Cuando llegó el ataque, Herc estaba vaciando el puesto de un vendedor de oro como el lobo de mar profesional que era.

—¡Joder! —dijo—. Ya sabía yo que esto estaba resultando demasiado fácil.

Empezó a tocar su silbato marino y caí a su lado. El tenía su escudo y yo el mío, los demás hombres que no estaban completamente enfrascados en el caos y muertos de miedo se unían a nosotros, y en un momento nos reunimos unos cien hombres. Noté que el hombre que estaba a mi derecha era el adeta de Eretria, Eualcidas, a cuyo amigo había expulsado de la reunión. La guerra hace extraños compañeros de escudo. Agios estaba a mi lado, detrás de Herc.

Los lidios se pararon cerca de nosotros.

Ese fue su error, porque, en cuanto los otros griegos vieron que los lidios se detenían, dieron la vuelta y se convirtieron en hombres. Eso es así en cualquier combate.

Arístides estaba allí. Recorrió corriendo la línea del frente y nos elogió por mantener nuestra posición; unas pocas palabras rápidas y más hombres se unieron a nosotros, quianos en su mayoría. Nuestro muro de escudos cubría el ágora y estábamos de cuatro a cinco en fondo… No era propiamente una falange, sino una línea profunda de hombres mezclados.

Después, los lidios se nos acercaron. No eran hombres grandes ni con buenas armaduras, excepto la guardia personal de Artafernes, en el centro, donde estaba yo. Y las Parcas se echaron a reír, porque el hombre que venía hacia mí a la luz de la tarde iluminada por el fuego era Ciro, con sus tres amigos a su alrededor. Se detuvieron a diez pasos de nosotros, para ver si retrocedíamos; teníamos a Arístides para atizarnos y refunfuñamos, pero mantuvimos la posición.

Los hombres de Artafernes empezaron a tirar contra nosotros con potentes arcos a poca distancia. A Eualcidas, que estaba a mi derecha, le alcanzó una flecha en el brazo del escudo y lo atravesó, tan fuertes eran sus arcos tirando a corta distancia. Vi que Heráclides inclinó el suyo y yo hice lo mismo, y después, bajo la cobertura de mi escudo, saqué el astil del brazo de Eualcidas y otros dos eretrios tiraron de él hacia atrás. El siguiente hombre que se puso a mi lado recibió la flecha de Ciro en el tobillo —yo vi el tiro— y después el mismo Arístides se expuso al fuego y corrió por la línea del frente, ordenándonos arrodillarnos detrás de nuestros escudos, y así lo hicimos. Era magnífico. Solo tenía un par de años más que yo, y yo quería
ser
él.

Por eso, me permití alguna bravuconada de mi cosecha. Llamé a Ciro por su nombre hasta que me vio, y me levanté y me quité el casco. Las flechas repiqueteaban en mi escudo y una me hizo un corte en el muslo desnudo, por encima de mis grebas, haciéndome un rasguño en el músculo, sin penetrar.

—¡Ciro! —rugí.

Él levantó su hacha sobre su cabeza y lo blandió saludándome.

—¡Estás como una cabra! —dijo, y se echó a reír.

Los griegos que estaban a mi alrededor se preguntaban en voz alta cómo podía conocer yo a un persa, a uno de la elite, y yo también me eché a reír.

Y después, su línea dejó de disparar y cargó contra nosotros.

Artafernes dirigía a sus hombres al frente de ellos. Nunca creas todas esas estupideces de que los medos fustigan a sus hombres para que avancen y que a veces utilizan a sus esclavos como escudos vivientes, Los auténticos persas y medos, como Ciro y Artafernes, son como leones, constantemente ávidos de combates.

Solo estaban a diez pasos de nosotros. Yo tenía a un extranjero detrás de mí y a otro a mi derecha, pero Heráclides estaba a mi izquierda. Miré al hombre que estaba detrás de mí. Parecía firme. Cuando los medos cargaron, yo me quedé agachado, escudo al hombro, y, cuando llegaron, piqué con mi primera lanza y alcancé a Ciro en la pierna; mi lanza se clavó en su pantorrilla y cayó al suelo. Farnakes estaba a su derecha y llevaba una pesada hacha, que encajó en la parte frontal de mi escudo cuando arrojé mi segunda lanza a la segunda fila, donde alcanzó en la barriga a un hombre sin escudo, un persa, que cayó. Empujé mi escudo contra la cara de Farnakes, con hacha y todo, y el hombre que estaba detrás de mí lo apuñaló mientras yo sacaba mi espada de debajo del brazo.

Y Heráclides chilló:

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás, perros!

Yo levanté mi escudo y retrocedí un paso. Estaban entrando en tromba a nuestro alrededor, a izquierda y derecha, buscando ganancias más fáciles, como hacen los hombres cuando la melé se hace caótica. Yo coloqué mi escudo bajo el extremo frontal del de Heráclides, y el hombre que había estado a mi espalda avanzó un paso para colocarse a mi lado —se estaba yendo todo a la mierda— y después se derrumbó, con un hacha en la cabeza, y sus sesos me llovieron encima.

Yo agarré una lanza y luché con ella hasta que se rompió. Pude oír a Arístides y seguimos su voz —«atrás, atrás, atrás, y el enemigo rara vez nos atacará, porque nos mantenemos juntos»—. Detrás de nosotros iban otros hombres, Agios y otros dos que no llegué a conocer, pero permanecieron con nosotros, y más de una vez una lanza que pasaba por encima de mi hombro me salvó la vida, hasta que nosotros cuatro llegamos a la entrada de un callejón en el que el capitán ateniense tenía otro pequeño puñado de hombres. Nos había esperado. Nunca lo olvidaré. Probablemente solo nos llevara un minuto llegar hasta él, pero él podría haber estado tan seguro como en casa por ese minuto y permaneció allí y esperó.

Bueno, Heráclides era su piloto, claro.

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