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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (13 page)

BOOK: Santa María de las flores negras
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Acurrucado en posición fetal, con la cara cubierta y una mortal resaca atontándole la cabeza, Idilio Montano no sabe si las palabras que oye resuenan en el ámbito de la sala o le llegan directamente desde el cosmos. Sintiendo que el aguardiente le está haciendo pagar cara su bisoñada, despotrica mentalmente contra sus amigos y jura por todos los santos venerados por su abuela que nunca más en la vida volverá a licorearse. Y por entre los añublos de la borrachera, sin destaparse la cara todavía, sigue oyendo a retazos la voz de un anciano seseante que ahora está contando algo sobre un tal Rey del Salitre.

«... Ese rastacueros inglés es el mejor ejemplo de lo que les digo. Se llamaba John Thomas North y se hacía llamar el «Rey del Salitre». Ese plebeyo soberbio fue el que instigó y facilitó armas y libras esterlinas para conseguir la caída de Balmaceda, el último presidente honrado de Chile, quien, previendo los atropellos de los industriales extranjeros, tenía proyectado nacionalizar el salitre. Y pensar, mis queridos jóvenes, que cuando ese aventurero llegó a Valparaíso traía apenas veinte mugrosas libras en el bolsillo. Primero trabajó de mecánico en el ferrocarril de Caldera por cuatro pesos diarios, y luego se vino a la pampa en donde fue contratado como Jefe de Máquinas en la oficina Santa Rita. Aquí conoció a otro súbdito inglés llamado Roberto Harvey, alto funcionario del Gobierno chileno, individuo sin escrúpulos que, abusando de la autoridad de que lo revestía el alto puesto que le había confiado el Gobierno, se asoció a Thomas North para trabajar en la oficina La Peruana. Amparados por el Banco de Valparaíso, el par de bribones se dedicó, más que a trabajar la oficina, a especular con los títulos salitreros expedidos por el Perú. Confiados en la rectitud del Gobierno de Chile para cumplir sus compromisos como vencedor de la guerra del Pacífico, North y Harvey adquirieron gran cantidad de títulos a muy bajo precio. Después, al reconocer el Gobierno el derecho de propiedad de dichos títulos, hizo ricos de la noche a la mañana a estos especuladores del carajo. Y John Thomas North, que había llegado a Chile con las puras patas y el buche, forrado ahora en libras esterlinas, convertido en un millonario de crédito y fama universal, se estableció en la ciudad de Londres, desde donde manejaba sus negocios desparramados por el mundo entero. Y no se sorprendan, muchachos, si les digo que la pampa salitrera llegó a ser casi completamente de su propiedad. Pues la verdad es que el gringo éste se adueñó de los ferrocarriles de toda la red norte de Chile, del alumbrado público y particular, y también del agua potable. Y tenía además el monopolio absoluto de todos los artículos de primera necesidad. En fin, creo que me quedo corto en cuanto a sus riquezas, pues no había actividad comercial en la provincia de Tarapacá que no fuera controlada por su poderío económico. Para que ustedes vayan cayendo un poco en la cuenta, jovencitos, su riqueza era tan fabulosa, que Lord Rothschild, el hombre más rico del mundo en aquellos tiempos, pasó a segundo plano desplazado por este personaje que hace apenas diez años a la fecha dejó de existir, y que yo alcancé a conocer en persona. Lo recuerdo clarito: era un hombre corpulento, sanguíneo, de espesas patillas coloradas unidas con unos mostachos impresionantes. Como todo pobretón vuelto rico de repente, le gustaba ostentar su dinero. Dicen que con el tiempo se compró el título honorífico de Coronel, y que en las fiestas de Londres le encantaba disfrazarse de Enrique VIII. Y, según cuentan algunos pampinos más enterados, se había hecho forrar de oro el interior de un coche del Ferrocarril del Norte para pasearse por las oficinas de su propiedad cada vez que venía de visita a Chile. Por ese tiempo era tal su influencia en la pampa, que él mismo llegó a calificarse como «Arbitro del porvenir de Tarapacá». Para que ustedes vean, jovencitos, la laya de soberbio que era este gringo. Aunque les voy a decir que así y todo no andaba muy lejos en su calificativo, pues era tal su poderío en la pampa que en los mesones de las cantinas y en las pringosas mesas de las fondas, los viejos calicheros, ya un tanto pasados de copas, bromeaban al respecto rezando en voz alta: «North nuestro que estás en los Londres...».

Idilio Montano oye toda esta historia entre sueños. Ya debe ser la media mañana del martes y él no quiere despertarse del todo. Siente vergüenza de encontrarse frente a frente con la mirada acusadora de Liria María. Cuando al fin decide levantarse y se destapa la cara, descubre que en la sala ya se han recogido todos los cueros y frazadas del piso. En un rincón, cebándose unos mates, ve a un grupo de jóvenes pampinos rodeando a un anciano que habla sin dejar de sorber la bombilla. El viejo minero tiene un aire entre profeta bíblico y ácrata redomado, y su rostro se ve tan lleno de arrugas que parece tener cartografiado el desierto entero en la piel de la cara.

Al asomarse al patio, con la dura luz del sol doliéndole como un ladrillazo en los ojos, Idilio Montano encuentra a sus amigos oreando su borrachera junto a la puerta de la sala. Olegario Santana, José Pintor y Domingo Domínguez, recién afeitados, fumando en cuclillas junto a un animado grupo de huelguistas, al verlo aparecer lo saludan como si nada y siguen conversando y conjeturando sobre las bolinas recabadas en las últimas horas. Idilio Montano, con su cabeza tensa y sensible como cuero de tambor, se acuclilla despacito junto a ellos. Entremedio de los acontecimientos de la huelga y las noticias sobre lo que está ocurriendo con la gente que se quedó en la pampa, los hombres intercambian algunos datos de interés doméstico como, por ejemplo, a qué tienda llevar a reparar el sombrero, en cuál de los despachos cercanos se puede conseguir más barato el quillay para lavarse el pelo, o en qué boliche escondido por ahí ir a matar el gusanillo mañanero con un buche de aguardiente. Una de las referencias que más interesa a los hombres es dónde ir a vender de emergencia sus Longines o sus leontinas de oro. El nuevo dato sobre esto último es que en el establecimiento «El Diluvio», de la calle Serrano, si bien no tratan relojes ni especies de oro, compran en cambio toda clase de herramientas usadas, y a muy buen precio. Detalle importante para muchos que se trajeron las herramientas de su propiedad de la pampa y andan con ellas para todos lados por la pura maldita costumbre de trabajar.

Tras un rato de oír en silencio, sin una pizca de ánimo para meter su cuchara, Idilio Montano ensaya un tonito de indiferencia y les pregunta a sus amigos si acaso no han visto por ahí a Liria María. Éstos le apuntan a un costado del patio en donde la joven y su madre, junto a otras personas comisionadas por la dirigencia central, están ayudando a los empleados de la policía a repartir alimentos y cajetillas de cigarrillos donados por el comercio de Iquique. «Nosotros ya nos aseguramos», le informan los amigos, mostrándoles sus respectivas cajetillas de Africana.

A esas horas el patio se ve lleno de huelguistas conversando o tomando sol, mientras otros entran y salen del recinto, o suben y bajan las escaleras de la azotea en donde está emplazado el Comité Central en asamblea permanente. Y además de la gente que está ayudando a repartir las vituallas, y de algunas niñas barriendo el piso y niños que juegan a «los tres hoyitos», se ve un contingente de mujeres con la cara y las manos llenas de tizne que cocinan en los grandes fondos de fierro enlozado los porotos con chicharrones del almuerzo del día.

Cuando los amigos, a insinuación de Idilio Montano, van donde Gregoria Becerra a cooperarle en la repartija, Juan de Dios baja de la azotea a contarles que allá arriba hay un bochinche de padre y señor mío. «Está la tandalada», dice. «Los del Comité están que muerden la mesa de furia». Y en tanto se demora gustosamente en pelar una naranja con los dientes, de las que han llegado entre los comestibles donados por los comerciantes, el hijo de Gregoria Becerra, excitado y lleno de ademanes, explica que el barullo ha estallado porque durante la noche un grupo de pampinos fue sorprendido bebiendo en un boliche clandestino de por ahí cerca, del que fueron requisadas ciento noventa y ocho botellas de licor.

Los amigos se miran entre sí, de reojo. Pero no dicen nada.

Que a causa de eso, prosigue Juan de Dios, con el sol y el zumo de naranja chorreándole amarillos por la cara, se está conformando una comisión de obreros que irá a recorrer las imprentas de los diarios para estampar una queja pública en contra de los dueños de aquellos chincheles que, a pesar de las disposiciones dictadas por las autoridades edilicias, siguen vendiendo licor a puertas cerradas. «Mi amigo José Brigg está que echa humo de enojado», termina contando el muchacho.

Gregoria Becerra, sin dejar de repartir las cajetillas de cigarros, comienza a despotricar con vehemencia en contra de esos malos elementos escurridos entre los obreros de ley. Zanguangos de porquería que arriesgan la limpieza del conflicto nada más que por darle cuerda a su vicio inmundo.

—¡A esos sí —dice— habría que ponerlos en el cepo sin misericordia alguna!

Mientras los comisionados de la policía y las demás personas a su alrededor asienten con la cabeza y le dan toda la razón del mundo, los amigos se hacen los desentendidos. Después empiezan a correrse de a poco y a desaparecer cada uno por su lado. Domingo Domínguez, con las manos en los bolsillos, silbando una polkita que ha oído por primera vez en el sarao de la noche anterior, comienza a alejarse hacia el portón de la calle. Idilio Montano, mirando por lo bajo a Liria María —que ni siquiera se ha dignado a hacerle algún gesto de desprecio—, dice que tiene un dolor de cabeza que se le parte en dos y que se va a conseguir alguna pastilla en el Dispensario Municipal que funciona en una de las esquinas de la escuela. Por su parte, Olegario Santana y José Pintor, atuzándose los mostachos con fingida displicencia, se acuerdan de súbito que alguien ha dicho por ahí que en una partición de la Intendencia se iban a cambiar fichas. Que ellos van ahora mismo va a ver si es verdad tanta belleza y luego les vienen a informar.

—Lo increíble del asunto es que anda la bulla que las van a cambiar a la par —dice José Pintor, corroborado por un gruñido casi imperceptible de Olegario Santana.

Y ambos desaparecen zigzagueando rapidito por entre la gente.

—Éstos creen que nadie sabe de la arrancada que se hicieron anoche —le dice Gregoria Becerra a su hija, al ver que sus amigos se han hecho humo en un dos por tres. Liria María sólo responde con un leve gesto de asentimiento.

Una fárfara de tristeza cubre sus ojos claros.

Y es que al levantarse por la mañana y mirar de soslayo al volantinero, además de las manchas de sangre en la camisa y del fuerte olor a aguardiente, le había descubierto huellas como de
rouge
en la frente. Y por eso mismo, enrabiada y adolorida hasta sentir un nudo en el alma, no piensa dirigirle la palabra nunca más en la vida. Ni tan siquiera mirarlo.

A las dos de la tarde, mientras los miles de huelguistas llenábamos las calles aledañas buscando sombrearnos bajo cualquier cosa, comentando los últimos sucesos del día o bebiendo grandes vasos de huesillos con mote en los puestos instalados en la plaza Montt, corrió la voz que otro buque de guerra venía entrando a la rada. Una gran cantidad de gente se fue entonces al muelle a mirar el fondeo del «Blanco Encalada», que era el crucero avistado, que procedía de Arica y que traía a bordo al Regimiento de Infantería Rancagua de la guarnición de Tacna, tropas que venían a aumentar el ya numeroso contingente de soldados que se hallaban en Iquique. Las dependencias del muelle de desembarco se repletaron de huelguistas tanto de la pampa como de los gremios del puerto. La mayoría de los pampinos, muchos de los cuales habían dejado el almuerzo a medio comer en la escuela, contemplaban el desembarco de la milicia oscuros y ceñudos. Otros, sin embargo, sobre todo los obreros más viejos, y entre ellos los que habían combatido en la Campaña del 79, y que aún se sentían parte de ese ejército glorioso, los aplaudían y saludaban dando gritos de ¡Viva Chile! Mientras los soldados, con sus armas de guerra brillando impávidas a los rayos del sol, hoscos y silenciosos, desembarcaban premunidos de todos sus arreos militares.

Olegario Santana, que ha sido arrastrado al muelle casi a la fuerza por sus amigos, al ver el desembarque de tanta hueste militar, rezonga que la cosa se está poniendo cada vez más fea, y que va para peor. «No olviden que se los he advertido hasta el cansancio», dice con el rostro engurruñado.

Esta vez ninguno de sus amigos le contesta nada. A ellos también se les ha encapotado el rostro al ver la actitud belicosa de los militares.

El vaticinio de Olegario Santana es ratificado esa misma tarde cuando, en las páginas del diario
La Patria
, los huelguistas se enteran de la salida, desde distintos puntos del litoral, de más buques de guerra trayendo más soldados a Iquique. Las noticias eran preocupantes. Según decía el mismo diario, había llamado fuertemente la atención pública el conocimiento de la partida rumbo al puerto iquiqueño de los cruceros «Esmeralda» y «Zenteno». El primero venía con tropas de Carabineros y había zarpado desde el puerto de Valparaíso. El segundo traía soldados de la Artillería de Costa. Se comentaba en la nota que el «Esmeralda» recalaría en el puerto de Caldera para embarcar tropas del Regimiento O'Higgins, que cubría la guarnición de Copiapó. Y en las mismas páginas se oficializaba el rumor que desde el día anterior había corrido insistentemente entre los ocupantes de la escuela Santa María: el «Zenteno» traía a bordo al Intendente titular de la provincia de Tarapacá, señor Carlos Eastman. La noticia decía que al señor Intendente lo acompañaba el general de brigada Roberto Silva Renard y el Jefe del Estado Mayor de la primera división, coronel Sinforoso Ledezma. El general, señor Silva Renard, que era acompañado por varios jefes militares, venía con instrucciones precisas para contratar oficiales de reserva si ello fuese necesario, como también para hacer uso del contingente de reservistas del acuartelamiento pasado. El diario señalaba además que el Intendente traía amplias atribuciones del Gobierno para solucionar los asuntos de la huelga salitrera lo más pronto posible. Concluía el periódico diciendo que había mucha fe en la opinión pública en cuanto a que el Intendente titular obtendría buenos resultados en su cometido.

Después de leer estas noticias, los amigos se enfrascan en pequeñas notas aparecidas en las páginas interiores en donde se daban algunos pormenores de la huelga. En todas ellas se aplaudía el patriotismo y actitud respetuosa adoptada por los huelguistas para conseguir el mejoramiento de sus salarios. Y se comentaba que mucha gente importante confiaba en que el conflicto se arreglaría más temprano que tarde, justamente por ese espíritu de absoluta tranquilidad y justicia que dominaba entre los manifestantes. Domingo Domínguez, que ha sido el que ha comprado el diario, lee en voz alta un titular que dice: «Noble y digna actitud de los huelguistas». Y tras carraspear teatralmente continúa con voz engolada: «Sigue captando simpatía la huelga de los operarios de la pampa que desde el domingo en la mañana, en número de más de seis mil, son nuestros huéspedes. Plácenos dejar constancia en estas líneas de la respetuosa y digna actitud que hasta la fecha han observado los huelguistas, actitud que los honra altamente y que prestigian la causa que sostienen».

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