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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (21 page)

BOOK: Santa María de las flores negras
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—Eso habría que verlo.

—Estoy a sus órdenes. Cuando usted quiera.

Varios pampinos de los que se acercaban a comprar al puesto de fritanga, se fueron quedando y agrupando en torno a los que discutían. «Puros bufidos de gatos», comentaban burlones algunos, al ver que los hombres se iban quedando sólo en las palabras y no se decidían a pelear. De modo que cuando los amigos se pusieron de pie, dispuestos a fajarse a trompadas ahí mismo, y Domingo Domínguez terció para decir que sí no había más remedio lo mejor era buscar un lugar más adecuado, un gran número de mirones se fue detrás de ellos haciendo barra y avivándoles la cueca. El lugar elegido fue detrás de la escuela, por la calle Amunátegui. Por allí no circulaba mucha gente.

Antes de que los amigos se trenzaran a golpes, Domingo Domínguez le exigió a Olegario Santana que le pasara el corvo.

—No se le vaya a salir el indio, compadre —le dijo.

Olegario Santana dudó un momento y luego desenfundó su arma.

—Que conste que sólo se lo entrego porque se trata de usted, amigo Domingo —y le pasó el corvo con cuidado extremo, tomándolo con ambas manos, como si se tratara de una reliquia.

El corvo desnudo brilló sonámbulo a la luz de la luna y Domingo Domínguez pudo constatar que se trataba de un corvo auténtico, de esos que se habían usado en la guerra del 79. Su doble filo acerado y su punta aguda y curvada como el pico del águila lo estremecieron.

Cuando Gregoria Becerra, seguida de Juan de Dios, irrumpe en el campo de batalla por entre el tupido ruedo de huelguistas que gritan alentando a uno y a otro, los amigos ruedan por el suelo entreverados en un furibundo intercambio de golpes de pies y manos.

—Ustedes los hombres son unos brutos sin remedio —les grita la mujer agarrando del pelo a ambos y obligándolos a ponerse de pie—. Todo el mundo preocupado por el cariz que está tomando la huelga y los perlas peleándose por una mujer. Linda la cosa.

—Por si no lo sabe, mi querida señora —dice en tono galante Domingo Domínguez, parándose en el centro del ruedo y como dirigiéndose a un público de teatro—, usted tiene el honor de ser la dama por la que estos dos caballeros se están batiendo a trompadas.

Gregoria Becerra se queda de una pieza. Una fogarada de ira le enciende el rostro. Simplemente no puede creerlo. Luego reacciona indignada y comienza a apalabrarlos con dureza. Que quién carajo los ha autorizado a pelearse por ella. Que qué diantres se ha creído el par de guarangos mal nacidos. Que son unos zopencos, unos brutos, unos animales sin conciencia. Que no vuelvan a dirigirle la palabra nunca más en la vida. «¿O acaso ustedes se creen que soy una pieza de vacuno para que vengan a pelearme como un par de matarifes?» Y tomando de la mano a su hijo, se da media vuelta y se marcha enfurecida.

Los obreros barristas, desilusionados por el intempestivo final de una pelea que prometía ser brava y entretenida, se devuelven también a la escuela, riendo y comentando en voz alta.

Al quedar solos, y tras la insistencia de Domingo Domínguez —«para terminar de una vez por todas con este frangollo, pues, compadritos»—, los amigos se dan la mano y se estrechan en un fuerte abrazo de reconciliación. El carretero tiene un párpado partido y a Olegario Santana le sangra el labio inferior. «Esto se llama pelear la amistad», dice sonriendo el barretero. Después se sientan en el suelo, apoyados contra el muro posterior de la escuela. Quieren hacer un poco de tiempo y regresar a la sala cuando doña Gregoria se encuentre dormida. «No se nos vaya a encocorocar de nuevo la patrona». Cuando Olegario Santana saca su cajetilla de Yolandas para repartir, los amigos lo joroban que por qué diantres no usa pitillera como todo el mundo, que sus cigarrillos arrugados dan lástima. «Esos aparatos son para mujeres», se defiende el calichero.

Tras haber fumado y conversado largamente en la penumbra de la calle, y cuando ya va a ser la una de la madrugada, son sorprendidos por una patrulla de soldados que se aparece de golpe en la esquina. Con palabras de mal talante y una fiereza desusada en sus actos, los militares los hacen ponerse de pie punceteándolos con la bayoneta de sus fusiles. Luego los obligan a poner las manos contra la pared. «Somos huelguistas pampinos y estamos tomando el fresco», trata de justificar Domingo Domínguez. El teniente a cargo de la patrulla, luego de ironizar que si acaso no estarán tomando algo más fuerte la cuadrilla de chambecos, y de revisarlos de arriba a abajo, brutalmente, les vocifera que se ha declarado estado de sitio y que ningún civil puede andar por la calle sin el permiso correspondiente.

—¡Todos los patas rajadas de la pampa deben concentrarse en la escuela Santa María! —les ladra el teniente—. ¡Así que tienen tres tiempos para marchar! ¡Y ya van dos!

Cuando los amigos aparecen corriendo en la plaza Montt, ésta se encuentra mucho más colmada de gente que cuando la dejaron. Cientos de nuevos obreros provenientes de la oficina Buenaventura habían llegado hacía poco rato en un tren carguero y la plaza fue el único lugar donde habían hallado algún sitio disponible para tirarse a descansar. Y ahí se habían quedado, tirados al raso, mezclados con los centenares de huelguistas que ya ocupaban los terrenos.

Los amigos se instalan bajo las estrellas a intercambiar noticias con los operarios recién llegados. Después de un rato, Olegario Santana pide disculpas y se incorpora del suelo. «Voy y vuelvo», dice. Y desaparece por el lado de la escuela en donde había sido la pelea. Al regresar murmura que ahora sí ya no se siente desnudo. Y muestra el corvo que había tirado al suelo al ver aparecer la patrulla. Luego se dirige a José Pintor. Que aunque ya todo está olvidado y ellos siguen tan amigos como siempre, él quiere demostrar de todas maneras que no es ningún sacristán ni pollerudo que se le parezca. Y desplegando un billete de cola grande aparecido en sus manos como por arte de birlibirloque, agrega solemne:

—Los invito a celebrar la amistad con unos tragos.

Domingo Domínguez y José Pintor que hace rato andan a tres cuartos y un repique con el dinero y las fichas, no lo pueden creer.

—¡Este Olegario es brujo! —dice contentísimo el barretero—. ¡Para mí que esos jotes que tiene en el techo de su casa son como sus lechuzas!

—¡O tiene pacto con el Malo este diablazo! —dice José Pintor.

Que por favor, agrega casi declamando Domingo Domínguez, no se le vaya a ocurrir al compadrito invitarlos a la Cueva del Tesoro, que ese aguardiente falso estaba como para matar chinches.

—¡Vamos a otra parte mejor, y si hace falta dinero yo empeño mi anillito de oro! —termina exclamando jubiloso.

Olegario Santana y José Pintor se miran de reojo. Luego, imprevistamente y sin ponerse de acuerdo, lo agarran entre los dos a la fuerza y que hasta cuando carajo va a joder la pita con su maldito anillo de oro; que desde que llegaron a Iquique está prometiendo que lo va a empeñar y todo lo que ha hecho es emborracharse al puro bolseo; que ahora mismo le sacan el bendito anillo y se lo venden al primer pelafustán que ofrezca una chaucha por él. Pero pese a los esfuerzos y tirones de ambos, y casi ahogados de risa, no pueden sacarle la sortija del dedo.

—¡Hasta en esto tiene suerte este macaco faroliento! —exclama José Pintor, riendo y tosiendo hasta el sofoco.

—Vamos a la casa de Yolanda —dice Olegario Santana, luego de recuperar el aliento—. Debemos aprovechar nuestra última noche en Iquique. Estoy seguro que mañana nos van a obligar a volvernos a la pampa. No por nada estos cabrones han declarado estado de sitio.

Minutos más tarde, pegados a las paredes, haciéndole el quite a las patrullas que se han tomado la ciudad, los tres amigos se dirigen por las calles más oscuras al prostíbulo de Yolanda. En verdad, lo que el calichero quiere y necesita con urgencia es desleír un poco ese costrón de caliche que se le ha encasquetado en el pecho. Sentirse excluido por Gregoria Becerra lo entristece. Ella es la única mujer de verdad que ha conocido en su vida, la única que lo ha hecho sentirse un hombre digno, capaz de sentimientos. Un hombre con los merecimientos suficientes como para llegar a tener una mujer como ella.

Al llegar al prostíbulo lo hallan completamente vacío. Aparte de los problemas del conflicto —explica la enana regente del tugurio— y la tensión que ha producido en la ciudad la llegada del general Silva Renard, el pianista se ha enfermado. Por tanto el ambiente no está como para fiestas. «Además se ha declarado estado de sitio», les informan los amigos. Pero en la casa ya lo saben. De modo que clientes y asiladas se conforman con pasarse la velada bebiendo y platicando arrejuntados todos en una sola mesa, y a media luz.

El Niño Doralizo, al reconocer a los caballeros que la otra noche habían defendido a la pobrecilla de Yolanda, más azucarado que nunca, los colma de atenciones y cariñoseos excesivos. Luego de ofrecerse a curar las magulladuras en el rostro de Olegario Santana y de José Pintor, el mocito de la casa aprovecha la presencia de los pampinos para hacer alarde de sus conocimientos del bajo fondo iquiqueño. Y entre trago y trago le enseña algunas palabras y dichos de la jerga de los malhechores porteños. Que, por ejemplo, les dice didáctico, a un robo importante lo llaman
braguetazo
; un revólver es un
cachorro
; un ladrón callejero es un
huarachero; montar la burra
es abrir una caja de fondos;
saltar a tierra
es salir en libertad: una
verruga
es un anillo de piedra fina; un reloj de oro es un
canario
; y, un
mosquito,
un prendedor de corbata. El juez del crimen es el
rey del cielo
; un
mono
es un guardián de policía y
matar una viuda
es sustraer una cartera.

En un momento de la noche, mientras Yolanda, sentada en las rodillas de Olegario Santana, le hace mimos y juega con sus mostachos cerdosos, y él, deslenguado por el alcohol, le está diciendo que sus ojos color de níspero le recuerdan a las gatas salvajes de sus campos natales, aparece en el salón la Torcuata, la más vieja y desmejorada de las
chusquizas,
como llama el niño Doralizo a las prostitutas. Instalada en la mesa, después de mandarse un par de tragos en completo silencio, la Torcuata les cuenta que su pajarito le ha confidenciado que el fin de la huelga de los salitreros será, sin vuelta, al día siguiente. Y por la fuerza. Que tienen que andarse con cuidado los pampinos, pues el muy cabrón le ha dicho que los soldados del Ejército de Chile iban a obligar a los huelguistas a volver a la pampa, así fuera a punta de balas.

Después de un rato, azuzada melosamente por Domingo Domínguez para que desembuche y diga quién es su pajarito confidente, la Torcuata revela finalmente su secreto. Acariciándose lascivamente los pelos del lunar, cuenta que se trata de un gringo viejo y degenerado que la visita noche por medio y, para que nadie lo vea, entra y sale por la puerta de atrás. Y que no viene a fornicar, sino únicamente a que ella le dé azotes en la cama. Lo que hace al llegar el pobre vejete es bajarse los pantalones, acostarse de bruces sobre las sábanas y rogarle que le castigue las nalgas fláccidas con un chicote de cuero trenzado que él mismo trae, una huasca de esas para apurar caballos. Y mientras ella lo complace huasqueándolo que es un gusto, el gringo, llorando un llantito de perro apaleado, le pide que a la par de los chicotazos se le monte encima y lo vaya azuzando como si fuera un percherón de esos que recorren las calles tirando los coches de la basura.

Poco antes del amanecer, Domingo Domínguez y José Pintor, se retiran del local borrachos como pipas. Afirmándose uno al otro, y siempre rozando las murallas, el barretero se va farfullando que en esta vida de miserias, compadrito lindo, no había que conformarse con ser un
huarachero
de poca monta. ¡No señor! Que lo que tenían que hacer ellos, si la huelga no se arreglaba pronto y para bien, era ponerse a
montar burras
. ¿Me entiende, compadrito? Nada más que ponerse a
montar burras
. Y punto.

Olegario Santana se queda en el prostíbulo a dormir con Yolanda.

18

La mañana del sábado 21 amaneció particularmente luminosa. De los sectores altos de Iquique, desde donde se podía divisar el mar en todo su ancho, éste aparecía de un esplendor inusitado, majestuoso y azul como pocas veces se había visto. Y, por la raya completamente limpia del horizonte, como trazada a compás, se columbraba que el día venía incandescente y caluroso como el diantre.

Desde antes que clareara el alba, los huelguistas pampinos que en los últimos días, por no haber hallado cabida en ningún albergue, pernoctaban y dormían en las calles de la ciudad, habían notado un incesante tráfico de coches de alquiler trasladando gente hacia el muelle de pasajeros. En su mayoría se trataba de personajes extranjeros y vecinos ricachones —los últimos que faltaban— que, abandonando sus lujosas residencias, huían con sus familias a ponerse a salvo en los buques mercantes fondeados en la bahía. Después supimos que estos buques cobraban hasta una libra esterlina diaria por cabeza.

Después, poco antes de la salida del sol, fuimos sorprendidos todos por el ruido marcial de las tropas que recorrían las calles con sus armas y arreos de campaña dando órdenes a gritos, deshaciendo los grupos de personas y obligando a cerrar todos los negocios abiertos a esas horas de la mañana. Y cuando cada uno de nosotros se estaba preguntando por qué tanta escandalera y demostración de fuerza por parte de los soldados, aparecieron los diarios de la mañana y vimos con asombro que venían precedidos por el anuncio, titulado en gruesos caracteres, de la declaración de estado de sitio. El decreto, sin ningún considerando, foliado con el número 661, fechado en Iquique el 20 de diciembre de 1907, publicado por bando y firmado por el Intendente Carlos Eastman y su secretario Julio Guzmán García, acordaba y decretaba lo siguiente:

1.— Queda prohibido desde hoy traficar por las calles y caminos de la provincia en grupos de más de seis personas a toda hora del día o de la noche.
2.— Queda prohibido, en la misma forma, traficar por las calles de la ciudad después de las ocho de la noche, a toda persona que no lleve permiso escrito de la Intendencia.
3.— Queda también prohibido el estacionamiento o reunión en grupos de más de seis personas.
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