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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (18 page)

BOOK: Santa María de las flores negras
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—Significa que el pesimismo de Olegario Santana no tiene remedio —responde el barretero.

Después, mientras marchan de mala gana tras la procesión que acompaña a las autoridades hacia la Intendencia, casi al llegar a la Plaza Prat, Idilio Montano, que se había quedado mirando los sombreros de una vitrina, los alcanza para decirle, con expresión enconada, que en la puerta de una tienda casi se ha fajado a golpes con unos pijes que estaban comentando que los únicos culpables de la pobreza en que se halla esta manga de rotos de la pampa, son ellos mismos, con sus huelgas inútiles, sus marchas de mártires y sus reclamaciones absurdas.

—No te acalores, muchacho —replica Domingo Domínguez—, ésos no son más que una tracalada de guarangos.

Y alzando la voz, inspirado y teatral, dice que venir a enrostrarles a los pampinos que las huelgas son la causa de sus males, es como reclamarle a los árboles que el viento es originado por el movimiento de sus ramas.

Cuando en la Intendencia el señor Carlos Eastman se asoma a los balcones y dirige unas palabras a la muchedumbre que lo ha acompañado en el trayecto desde el muelle, los amigos, con el ánimo amostazado, son casi los únicos que no aplauden ni vitorean un carajo a la autoridad.

«Pueblo de Tarapacá —comenzó diciendo en tono de afecto el gomoso anciano—: Os saludo a todos. Vengo, puede decirse, llamado por vosotros a ver el modo de arreglar amistosamente las dificultades suscitadas entre obreros y patrones. Espero que en compañía de los hombres de buena voluntad, hemos de llegar al fin deseado, y al que todos aspiramos —aquí el hombre hizo un pequeño silencio para provocar y oír los aplausos de la multitud—. Voy a imponerme de vuestros deseos. Traigo la palabra oficial del Presidente de la República, don Pedro Montt, en cuanto a este ideal, y al mismo tiempo a que todos trabajemos por el bienestar de la Provincia. Debo deciros que no pensaba volver, y me habéis hecho desistir de ello. Ayudadme entonces, entre todos, a contribuir a la tranquilidad general. Como acabo de decir, espero que surja una resolución pronta y que mi palabra leal y mis deseos desinteresados traigan armonía a esta provincia».

Aunque la mayoría de los pampinos no sacamos nada en limpio de sus palabras, igual al final del discurso se oyó una aclamación estruendosa. Al fin y al cabo el Intendente era nuestra última esperanza.

Como en los ajetreos y ceremonias formales del desembarco el grueso de la muchedumbre sólo clavó sus ojos en la persona del señor Intendente, fuimos pocos los que reparamos en los demás próceres que conformaban el resto de la comitiva. Y a los que así lo hicimos, nos atrajo principalmente la atención el general Roberto Silva Renard, quien bajó a tierra casi de los últimos, inspeccionando y vigilando personalmente el desembarco de su hermoso caballo blanco. Los que nunca antes lo habíamos visto, vimos a un militar enfundado en un uniforme destellante, a un soldado de mirada dura, bigotes de Kaiser y un soberbio gesto de prócer victorioso. Algunos de los huelguistas más viejos, que algo sabían de él, nos contaban que el general había participado en la Guerra del Pacífico enrolado de voluntario en el regimiento número 2 de artillería. Otros decían que al terminar el conflicto bélico había seguido prestando servicio al ejército, y que al iniciarse la Guerra Civil de 1891, ya destinado en el Estado Mayor, se plegó al bando de los Congresistas y combatió en contra del Presidente Balmaceda. Los más enterados de su carrera militar completaban la información diciendo que en octubre último, o sea apenas dos meses atrás, había sido nominado Comandante en Jefe de la Primera División con sede en Iquique, pasando a ser el único responsable de las fuerzas militares desde Arica a Copiapó. Pero lo que todos los pampinos sabíamos muy bien, y nos lo recordábamos uno a otro con recelo, porque nos incumbía de manera directa, era que hacía apenas tres años a la fecha, Roberto Silva Renard, ese mismo general que ahora pasaba altivo frente a nosotros, había comandado una sangrienta operación represiva contra los obreros del salitre en el interior del puerto de Tocopilla.

15

Cerca de las cinco de la tarde, después del recibimiento al Intendente, el carretero José Pintor, que en el tumulto de la concentración se había separado de los amigos, llega a la escuela con la noticia del fallecimiento de dos niños pampinos alojados en un galpón de la calle Sargento Aldea. «Son de los que llegaron con nosotros en la marcha desde Alto de San Antonio», dice conmovido el carretero. Que los niños se habían enfermado a causa del esfuerzo y la fatiga del viaje y habían muerto hoy al amanecer. Uno era hijo de un operario de la oficina Santa Ana, antiguo amigo suyo, y el otro, según le han contado, era el hijo único de un trabajador de la oficina Esmeralda. Lo más penoso de todo este frangollo, termina diciendo el carretero al invitarlos a que lo acompañen al velatorio, es que las familias de los niños fallecidos se hayan en la más completa indigencia y necesitan del auxilio y la solidaridad de todos los pampinos de ley. «Espero que al amigo Olegario no le venga dolor de guatita y pueda acompañarnos también», termina diciendo ácidamente José Pintor.

Olegario Santana arruga el ceño.

—¿Y a este qué bicho lo picó? —murmura extrañado.

—Como a usted, pues, ganchito —dice visiblemente malamistado el carretero—, ahora en vez de salir le ha dado por quedarse a pollerear en la escuela.

—Lo que pasa es que José Pintor está celoso, compadre —dice riendo Domingo Domínguez— ¿O acaso no se había dado cuenta?

Olegario Santana no dice nada.

Al llegar al velatorio se encuentran con que la pequeña casa está repleta de pampinos. Además de Esmeralda y de Santa Ana, han llegado acompañantes de varias otras oficinas; tanto así que ya han desbordado la pieza mortuoria, los pasillos y hasta el patio de la casa en donde, en medio de un ruedo de gente conmovida, se oye la voz del cieguito Rosario Calderón recitando:

«... nací en una vieja mina / donde no hay aves ni flores / soportando los calores / y el frío que me trasmina / yo mismo labré mi ruina / trabajando sin cesar / contento de acaparar / riqueza al explotador / soy la negra y triste flor / que mi llanto hizo brotar...».

Allí, en medio de la concurrencia, los amigos se encuentran con Gregoria Becerra y sus dos hijos. Ella también es amiga de la familia de la oficina Santa Ana. «Incluso estuve a punto de ser madrina del niño muerto», dice con rostro acontecido Gregoria Becerra.

Cuando en medio del velorio, los obreros deciden hacer una recaudación para ayudar en los gastos de las exequias, son pocos los que pueden cooperar con dinero en efectivo. La mayoría sólo puede aportar con algunas fichas. Por lo mismo, los amigos se extrañan enormemente cuando Olegario Santana, tras desaparecer por un rato, aparece con un flamante billete de cola larga que dona enterito para la colecta. Ninguno entiende de dónde ha sacado tamaño billete, ni él dice nada.

En el rincón de la capilla ardiente en donde los amigos se han instalado a hacer compañía, se conversa en voz baja sobre el impúdico discurso de los propietarios salitreros tendientes a convencer a los funcionarios del Estado, y en particular a los de Gobierno, de que nuestro movimiento huelguístico no se justificaba bajo ninguna circunstancia. Que lo alegado no era alegable, que carecía de toda justicia. Que además era perjudicial para el erario público, para la integridad del territorio y para la convivencia y el bienestar de la población. «Estos antipatriotas ponen su salario por sobre los grandes intereses del país», reclamaban muy sueltos de cuerpo estos descocados del diantre. Y para redondear todo este sarcasmo, aseguraban que el movimiento era impopular. O sea que, según ellos, la mayoría de la población, incluidos los mismos que participábamos en la huelga, no la deseábamos. Estos caballeritos tenían la desfachatez de decir en los editoriales de sus diarios oligarcas, que los obreros de la pampa ganábamos unos salarios altísimos, que vivíamos muy bien y muy contentos de nuestra suerte. Y que si nos quejábamos era de puro satisfechos. A tanto llegaba el cinismo de esta tracalada de bribones, que habían llegado a idealizar la vida en la pampa asegurando que el clima allí era de lo más agradable que había en el país. Que no hacía ni frío ni calor, y que la mayor parte del día corrían unas brisas más saludables que en el propio litoral.

Alguien en el velorio trajo a colación entonces a Fray K. Brito, un versero barato, portavoz de la burguesía iquiqueña, quien había escrito unas crónicas en donde se decía algo parecido. Decía este tunante, con todas sus letras, que el clima de la pampa era tonificante y benigno, y que no entendía a esos especuladores que la llamaban la «Siberia Caliente».
«Es verdad que desde el amanecer
-se leía en una de sus crónicas
— brilla el sol desparramando sobre la pampa sus rayos de oro y calentando la tierra, pero al fin y al cabo el calor es vida
».

—¡Ese no es más que un reverendo hue... mul! —estalla un veterano calichero de la oficina Esmeralda, arrepintiéndose de completar el improperio por respeto a las criaturas muertas. Y tratando a duras penas de no vociferar, ahogado de una bronquial tos silicosa, reclama que ya le gustaría ver a ese poetita tiñoso machando caliche a las dos de la tarde, tragando tierra que es un gusto y sudando como bestia bajo esos vivificantes rayos de oro.

Cuando más tarde en el velatorio corre la noticia de la llegada de más soldados, y alguien dice que son tropas del regimiento O'Higgins y que han desembarcado con una gran banda de músicos a la cabeza, el comentario general deriva entonces en cómo, desde el mismo día lunes, la ciudad se ha ido copando de regimientos. «Esto ya parece campamento militar», comentan los más viejos, bisbiseando bajito. Y en verdad había llegado a ser tan abundante la presencia de gente armada en Iquique, que pocas veces en lugar alguno de la patria se había visto un conjunto tan diverso de tropas reunidas bajo un solo mando. Los más avisados del grupo comienzan a tratar de enumerarlas y llegan a la conclusión que las fuerzas acampadas en Iquique eran las del Regimiento de Artillería de Costa de Valparaíso; las del Regimiento O'Higgins de Copiapó; las del Rancagua de Tacna y, además de la marinería de los cruceros y de las fuerzas de guarnición de las naves, estaba también el Regimiento Granaderos y parte del Regimiento Carampangue. ¡Casi nada! Y es que, en realidad, tan vasto era el contingente de militares venidos desde afuera, que, unidos a los de la normal guarnición del puerto, le habían quitado el derecho a la propia policía de la ciudad, constituyéndose ellos mismos en patrullas. De modo que para nosotros ya no era ninguna sorpresa ver por las calles del centro a tropas a caballo y a pie patrullando incesantemente, de día como de noche.

Pero asimismo como iba desembarcando el contingente militar, más y más huelguistas seguían bajando de la pampa. Y a esas alturas de la semana ya no éramos los cinco mil que marchamos desde Alto de San Antonio, sino que ya íbamos bordeando las doce mil almas que, desperdigadas por todos los rincones del puerto, clamábamos y reclamábamos por un salario más equitativo y un trato más humano de parte de los industriales. Y la peregrinación de pampinos no tenía para cuándo parar. Tanto era así que, con todos los mítines sucediéndose uno tras otro en la escuela y en la plaza Montt, y con los miles de trabajadores recorriendo las calles, ya la mayoría luciendo todos sus alfileres: vistiendo traje, sombreros de coliza y haciendo girar en el dedo las leontinas de sus relojes de bolsillo —los que habían llegado con lo puro puesto habían comprado o mandado a buscar sus ropa a la pampa—, de pronto el ambiente duro del conflicto adquiría carácter de fiesta. Y es que a veces nos olvidábamos por completo de por qué estábamos allí, y embriagados de la brisa salobre, arrobados por los crepúsculos marinos, contagiados del colorido y la animación de las calles iquiqueñas, una alegría nueva nos embargaba el alma, una alegría que jamás antes habían sentido nuestros corazones en aquellas peladeras calcinadas de la pampa. Y era tan sana e ingenua nuestra alegría, y tan justo y fundado creíamos el conflicto, y tanta confianza teníamos en las autoridades civiles y militares, que muchas veces nos sorprendíamos saludando pañuelo en mano y aplaudiendo con entusiasmo infantil el paso marcial de los soldados en sus rondas de vigilancia por las polvorosas calles adyacentes a la escuela.

Y mientras Olegario Santana y sus amigos, inmiscuidos en la conversación, discuten acaloradamente estas y otras cuestiones relativas a la huelga y al descarado descomedimiento de la canalla explotadora, y Gregoria Becerra en la otra pieza ayuda piadosamente a las mujeres de la casa en los menesteres del velatorio, Idilio Montano se ha ido acercando de a poco hasta el rincón en donde están sentados Liria María y Juan de Dios.

La muchacha, que aún no lo ha visto, con las manos entrelazadas sobre las faldas y una expresión de ausencia en el rostro, tiene los ojos clavados en los pequeños ataúdes blancos. Idilio Montano siente que es ahora o nunca. Algo le dice que es el momento preciso para hablar a la joven. Una especie de revelación le hace entender en un instante que la Vida, la Muerte y el Amor son como frutos de un mismo árbol, minerales de una misma piedra, palabras de un mismo conjuro. De modo que si había terminado de conquistar el corazón de Liria María durante el fragor de un nacimiento, perfectamente, se dice esperanzado, lo podría recuperar en el transcurso de un velatorio.

Una vez instalado junto a ella —con la complicidad de Juan de Dios que le ha hecho un ladito en la larga banca de madera bruta—, el volantinero estira una mano temblorosa para posarla sobre las de ella. La joven, como sumida en un limbo de tristeza infinito, quitando apenas los ojos de los cajoncitos fúnebres, no hace ningún ademán de retirarlas. Él siente una alegría que le hace burbujear el vientre.

—Gracias —le susurra emocionado.

Ella baja la vista, sonrojada. El olor a flores y a cirios derretidos le cohíben la alegría que siente en su espíritu.

—No sabe cómo he sufrido estos días —susurra de nuevo él.

—Yo también —dice al fin ella, susurrando a su vez y sin levantar la cabeza.

Él entonces le aprieta con fuerza la mano y siente unos deseos locos de besarla. Pero están en un velatorio y debe contenerse.

—Lo único que le pido es que nunca más en la vida dejemos que algo nos separe —dice ansioso.

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