Santa María de las flores negras (27 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

BOOK: Santa María de las flores negras
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Los hombres se abrazan emocionados. Atropellándosele las palabras, Idilio Montano quiere saber cómo logró salvarse de la matanza. Olegario Santana a su vez, sin responder nada, le pregunta por Liria María, y si acaso saben lo ocurrido a la madre y su hijo. Idilio Montano asiente con la cabeza. Que la joven, dentro de su tristeza, le dice, está bien, y que se encuentran alojados en la casa de la familia que les prestaba el baño, en donde hay refugiados seis heridos. «En esa casa ya hemos visto morir a dos personas», dice condolido el herramentero. Ellos estarán ahí hasta que consigan pasajes en algún vapor que los lleve al sur. Liria María quiere volver a Talca, y él la acompañará. «Allá en su tierra natal —dice todo aturullado Idilio Montano—, si Dios quiere, nos pensamos casar».

Olegario Santana le pide que lo lleve a verla. En el camino, el joven le cuenta que esa tarde en la playa, al oír el trueno de las ametralladoras, habían corrido como locos hasta la escuela, pero al llegar ya estaba todo consumado. El cuadro que encontraron era de un horror indescriptible. Los pampinos sobrevivientes estaban siendo arreados hacia el hipódromo y en el campo de la plaza, en medio de un barrial de sangre y pirámides de muertos, se hallaba el vicario Rücker y algunos médicos tratando de asistir a los cientos de heridos que, abandonados como perros por el ejército, se morían retorciéndose y gritando de dolor. Cuando hallaron los cuerpos de Gregoria Becerra y de Juan de Dios, prácticamente tuvieron que arrebatárselos a los carretoneros que ya habían comenzado a llevarse a los muertos directamente al cementerio.

—En estos días me he enterado de que estos carajos ya tenían cavada una fosa común —le interrumpe el calichero.

Idilio Montano prosigue diciéndole que las autoridades hicieron sepultar ayer mismo a las decenas de muertos que alcanzaron a ser rescatados por los deudos. Y le cuenta emocionado que además de la madre de Liria María y de su hermano Juan de Dios, también sepultaron al carretero José Pintor.

—Lo reconocimos justo cuando lo estaban cargando en una de las carretas —le dice—. Y sólo gracias a la intervención del vicario apostólico su cuerpo nos fue entregado por la policía del aseo.

—Las cosas de la vida —murmura Olegario Santana—. Si José Pintor supiera que un cura le tendió la última mano.

—Da la impresión de que los carretones municipales estaban esperando en una calle próxima —dice roncamente Idilio Montano—. Pues apenas se llevaron a los huelguistas sobrevivientes al hipódromo, hicieron su entrada a la plaza y comenzaron con el acarreo de los cuerpos hacia el cementerio, aprovechando la soledad en que quedaron las calles.

Luego le cuenta que ese mismo día, ya de noche, se encontró con uno de los mineros de la Confederación y que, éste, además de contarle la muerte de su amigo boliviano, le dijo también cómo habían visto morir a Domingo Domínguez. «El pobre barretero debió ser uno de los primeros en ser acarreados a la fosa común», dice compungido Idilio Montano. Pues al día siguiente, muy de mañana, él había ido personalmente al hospital en donde, gracias a la intervención de algunos médicos civiles, cerca de cien cuerpos alcanzaron a ser trasladados para que fueran reconocidos por sus familiares, y no encontró por ningún lado el cadáver de don Domingo.

—Domingo Domínguez está vivo —dice Olegario Santana.

Ante la sorpresa de Idilio Montano, el calichero le dice que su amigo se encuentra vivito y coleando, y que lo único que tiene es un pedazo menos de oreja y un par de costillas rotas por los pisotones de los caballos. Además de haber perdido su dentadura postiza. «De nuevo le funcionó su famosa buena estrella», dice sonriendo tristemente Olegario Santana. Y mientras Idilio Montano lo escucha con la boca abierta, le cuenta sobre su propia huida del hipódromo aquella noche, y de cómo, al llegar al burdel de Yolanda se halló con la sorpresa tremenda de ver a su amigo sentado en una cama, con las piernas recogidas y mirando al vacío. La bala de fusil sólo le había rozado la sien y arrancado la mitad de la oreja derecha, pero al quedar tirado en el suelo, sin sentido y en medio de un gran charco de sangre, había hecho que lo dieran por muerto. Lo único que recuerda, dice, es que, de pronto, despertó gritando de dolor al sentir que alguien le estaba cortando el dedo donde llevaba su anillo de oro. Al darse cuenta de que estaba en una carreta llena de cadáveres, y ya traspasando las puertas del cementerio, por poco se muere de verdad ahí mismo. Dice que el policía que le estaba rebanando el dedo, ni siquiera se inmutó cuando él volvió en sí y saltó de la carreta y salió huyendo como alma que se lleva el diablo. El hijo de puta continuó tranquilamente revisando a los demás muertos, desvalijándolos de sus billeteras, relojes y anillos. «Y eso —dice oscuramente Olegario Santana— confirma la bulla de que muchos huelguistas fueron sepultados vivos».

—Y sabe qué, don Olegario —dice conmocionado el herramentero—, nuestro amigo no fue el único en salvarse de ser enterrado en vida. En la ciudad se cuenta de otros tantos que escaparon desde el borde mismo de la fosa, en cuyo fondo dicen que vieron un revoltijo pavoroso de cuerpos de hombres, mujeres y niños. Dicen que algunos perdieron la razón.

En la casa, en una vasta habitación interior, sin ventanas a la calle, entre heridos tirados en el piso y otros acomodados sobre bancas, el calichero encuentra a Liria María abanicando a una anciana herida en el corazón. La joven parece como sumida en un nebuloso limbo de desamparo. Al ver vivo a Olegario Santana, una llamita de alegría parece parpadearle en el rostro. Lo saluda con un abrazo largo. «Yo sé, don Olegario, que usted quería a mi madre», le dice en un sollozo entrecortado. Su tez blanca parece transparentarse por una palidez de papel de arroz. Olegario Santana la abraza en silencio. Después, en la conversación con los dueños de casa, éstos le cuentan a Olegario Santana que ellos no son los únicos que han albergado a gente herida, que incluso una familia de por ahí a la vuelta tiene escondido a un par de marineros de la «Esmeralda» que no quisieron disparar y desertaron. Uno de los hijos mayores comenta que los muertos suman millares. Que un carretonero conocido de la familia, asegura haber hecho siete viajes con la carreta llena de cadáveres, y que eran más de diez los carretones municipales. Dice que la fosa del cementerio se hizo pequeña y hubo que abrir otra detrás del hospital. Y que eran varios los policías que habían sido sorprendidos saqueando a los muertos, arrancándoles incluso sus dientes de oro. Que al hospital llegaron cerca de doscientos heridos, algunos llevados en brazos o en angarillas improvisadas por gente piadosa, y otros que ingresaron por sus propios medios. Pero que la mayoría murió poco después. Así como otros habían muerto en las casas donde buscaron asilo o tirados por ahí, a la intemperie. Pero que también hubo muchos moribundos que se suicidaron con sus propios cortaplumas, no tanto por no soportar el dolor de sus heridas, sino porque el deseo de vivir se les había trocado en odio a la vida al ver que habían sido ametrallados por los soldados de su propia patria.

—La muerte que más ha dolido en esta casa fue la de Pastoriza del Carmen, la niñita vestida de Virgen —dice Idilio Montano con su expresión ensombrecida.

—¿Que ocurrió con ella? —arruga el ceño Olegario Santana—. Yo vi cuando una mujer la rescató de la matanza.

—Ella fue una de las personas que murieron aquí —dice el hijo preceptor—. Cuando la trajeron, la pequeña no hablaba y no recibía ni agua ni alimentos. Y tampoco dormía. Lo único que hacía era mirar al vacío con sus ojitos negros abiertos hasta el pavor. Hasta que ayer por la noche simplemente dejó de respirar y se murió. Así, con sus ojitos abiertos. Yo creo que no quiso vivir nomás, pues no tenía ni un rasguño. Hoy en la mañana la acabamos de sepultar envuelta en su capita de Virgen y con su corona de cartón dorado.

—¿Sabrán estos hijos de perra la magnitud del crimen que han cometido? —se pregunta tragando saliva el calichero.

—En el Club Inglés aún brindan con champaña por el éxito de la jornada —dice Idilio Montano—. Celebran la masacre como una victoria guerrera.

Después, mientras toman el té, la señora de la casa dice que las autoridades han dispuesto un vapor hacia el sur, pero que sólo darán pasajes gratuitos a las viudas. No así a los hijos, ni a los hermanos ni a las madres de los huelguistas muertos. Sólo a las viudas. Que el vicario apostólico está interviniendo para que por los menos tomen en cuenta también a los heridos que quieren volver a sus tierras. Olegario Santana, pensativo, apenas prueba el té. Más tarde, antes de despedirse, se lleva a los jóvenes hacia un lado, extrae desde el forro de su paletó tres fajos de billetes de los grandes y se los alarga.

—Esto es para que se embarquen hacia el sur —les dice.

Los jóvenes lo miran incrédulos.

—Son los ahorros de todos mis años en la pampa. Creo que con esto les alcanza también para comprarse una parcelita.

Al ver las lágrimas en los ojos de los jóvenes y sentir la propia emoción atragantándolo por dentro, el calichero se refugia en una de sus escasas salidas de humor.

—Ahora ya saben por qué no me quitaba el paletó ni para dormir —dice mostrando sus dientes nicotinosos.

—Pero este dinero significa el esfuerzo de toda su vida —le reprocha sollozando Liria María.

—Ustedes lo necesitan más que yo —dice Olegario Santana—. En realidad no sé para qué diantres estaba ahorrando tanto, si ya me quedan pocas vueltas en la carretilla. Además, como diría seguramente la abuela sabihonda del jovencito aquí presente: «La mortaja no lleva bolsillos».

Luego de despedirse de Liria María —«Mañana por la tarde subo a la pampa junto a Domingo Domínguez»—, el calichero sale hasta la puerta acompañado por Idilio Montano. Estrechados en un fuerte abrazo, los hombres se despiden para siempre. Mirándolo firmemente a los ojos, Olegario Santana le pide que cuide a la niña Liria.

—Recuerda, como solía decir su madre, que las talquinas son muy buenas esposas.

Idilio Montano asiente con la cabeza. En verdad no sabe qué decir.

—Además, eres un suertudo por partida doble.

—¿Por qué? —pregunta curioso Idilio Montano.

—Porque te quedas con una mujer que, además de talquina, es igualita a la de los cigarrillos Yolanda, pues, carajo.

Contemplando la pampa desde el tren, Olegario Santana piensa en sus amigos muertos. Ya atardece en el horizonte y desde las ventanillas del coche, las sombras alargadas de las piedras le recuerdan las miles de personas marchando a través del desierto; entre ellas, con su pañuelo en la cabeza y su andar altivo, le parece ver la imagen de Gregoria Becerra, la única mujer que pudo haberle dado lustre a su vida de paria. Acurrucado frente a él, envejecido hasta parecer su propio espectro, Domingo Domínguez viaja con una expresión ausente en el rostro (el calichero le cubre las piernas con una manta). Junto con la dentadura, su amigo ha perdido todas las ganas de vivir. Parece un muerto en vida. Uno de los miles de muertos vivientes que dejó la masacre.

Como esos mismos hombres que ahora viajan en el coche, que también se han salvado de morir y que, igual que ellos, con el rostro contraído por la humillación de una rebeldía en derrota, están aceptando el oprobio terrible de volver a laborar para los mismos que favorecieron la masacre. Como los trenes viajan con guardias militares, los obreros se van contando en voz baja lo que cada uno vivió en la escuela. Algunos tuvieron la suerte de no poder asistir al mitin esa tarde. Otros, aquellos que se salvaron de las balas y fueron arreados hasta el hipódromo y luego embarcados en los trenes, cuentan que en la subida de los cerros se fueron tirando del convoy en marcha, pues lo único que querían era volver a la ciudad a dar sepultura a sus seres caídos. Y los que se habían dejado llevar hasta la pampa —pero que se devolvieron a Iquique al día siguiente—, dicen que al llegar a las oficinas salitreras los obreros lloraban como niños abrazados a sus familiares. «No queremos ser más chilenos, mamacita linda», gritaban los hombrones. Y con los puños en alto escupían las mismas blasfemias y maldiciones que escupimos los que caímos acribillados aquella tarde sangrienta; los que con el pucho en la boca y la incredulidad pataleando en los ojos tuvimos que morir para salvar
el honor y el prestigio moral
de los patrones; los que, en medio de estertores, expiramos renegando de Dios y de la patria, y que en el fondo de las fosas comunes de ese cementerio en donde fuimos enterrados como perros —cuyo mayordomo recibió una gratificación de $ 300 por no pedir los pases de rigor y mantener la boca cerrada—, aún seguimos revolcándonos y despotricando en contra de la hipocresía con que se ha tratado de ocultar al país los millares de muertos de esa carnicería a mansalva («
Para llevar a la opinión pública al terreno de las impresiones
-se atrevió a decir en la Cámara de Diputados el Ministro del Interior—,
han inventando una novela en que juegan como resorte principal montones de cadáveres
»). Sin embargo, los que caímos en la escuela —junto a los que murieron después a causa de sus heridas, y a los que se fueron muriendo con el tiempo, de pura tristeza—, sabemos bien que, aunque se esgrima toda clase de pretextos para negar o justificar esta aniquilación feroz, y los responsables pasen a convertirse en héroes patrios, y con el tiempo se llegue a bautizar calles, plazas y regimientos con sus nombres, con el nombre del general asesino —que ordenó hacer fuego sin tener nada que reprimir, sólo impresionado por el agitar de las banderas y la gritería de la muchedumbre— y con el nombre del presidente cómplice que lo premió enviándolo de agregado militar a Alemania —
«Ha cumplido usted con los deberes inherentes a su cargo en forma que hace honor a su criterio y energía»
, le expresó solemnemente al comunicarle su designación—; que aunque se eche mano a todo para olvidarnos —incluso a la ignominia de levantar un monumento al capitalismo sobre la fosa en que descansan nuestros huesos—, sabemos que nuestra muerte no será del todo inútil, y que más tarde o más temprano será cantada y contada al mundo entero, y el mundo entero sabrá que esta matanza perpetrada un 21 de diciembre de 1907, en los recintos de la Escuela Santa María de la ciudad de Iquique, fue la más infame atrocidad que recuerde la historia del proletariado universal.

Son las seis de la mañana. Luego de beber un tacho de té como único desayuno —al llegar por la noche a San Lorenzo no había alcanzado a comprar nada—, Olegario Santana acerca su rostro a la cocina y enciende su segundo Yolanda del día (el primero se lo ha fumado en la cama y a oscuras). En pura camiseta, acodado en las tablas desnudas de la mesa, espera a que claree el día fumando parsimoniosamente, pero sin mirar el dibujo de la cajetilla. Ahora él es un hombre entero; ahora tiene el rostro de una mujer de verdad para recordar por el resto de su vida.

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