Scorpius (24 page)

Read Scorpius Online

Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Scorpius
12.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Dónde tenemos que ir, Pearly? ¿Dónde se oculta ese hombre?

Comprobó la pistola, notando que Pearlman le había quitado el seguro. Por lo visto estaba dispuesto a utilizarla. Lo hubiera matado en caso necesario, aunque en realidad le hubiera llevado allí otro propósito: el de rogar a Bond que le ayudase, pero no a salvar a su país sino a su hija.

—A mucha distancia de aquí. Ha preparado todos los resortes. Ha organizado su acción de terror para dejar a Inglaterra hecha pedazos, sin elecciones generales y sin gobierno. Todo está dispuesto como el detonador de una bomba de relojería o, mejor dicho, de varias. Pero él no estará por aquí cuando suceda. Hace tiempo que se ha marchado junto con los fieles que aún no han sido designados para morir por su paraíso y por sus cuentas bancarias.

—Pero ¿dónde está? —preguntó Bond. En aquel momento el teléfono empezó a sonar—. Creí que había anulado toda la instalación eléctrica —añadió mirando a Pearlman.

—Toda menos el teléfono. Si no contesta, los suyos acudirán como hurones cuando persiguen a un conejo. Así que coja el aparato.

El que llamaba era M.

—Otra vez la clínica —anunció casi enigmáticamente.

—¿Qué pasa con la clínica?

—No hay ningún muerto hasta el momento, que sepamos. Pero se llevaron a Trilby y su hombre escapó.

—¿El Kadar? ¿Ese que en la muerte se llama Joseph?

—El mismo. Tampoco hay rastro de Scorpius.

—Quizá yo pueda decir algo.

—¿Cómo?

Un poco más allá Pearly murmuró que debían darse prisa.

—No se preocupe si no sabe de mí en algún tiempo.

—Le necesitamos —repuso M, que había captado la clave, y ofrecía a Bond la posibilidad de transmitirle más información.

—Ha surgido una posibilidad aprovechable. Algo que puede ayudarnos en gran manera. Existe un elemento ultrasensible.

—He comprendido —M había captado la palabra «ultra», que significaba el ruego de que un equipo le vigilara dondequiera que fuese.

—¿Muy lejos? —preguntó M.

—Espere y verá. Volveré a llamarle —en lenguaje corriente ello significaba: «Probablemente. Compruebe que el equipo esté preparado».

—¿Qué identidades? —preguntó M refiriéndose a los documentos que Bond debía tener guardados en algún lugar seguro.

—Una y seis.

—Use la número Uno.

—De acuerdo. Estaremos en contacto —afirmó Bond, cortando la comunicación, seguro de que un pequeño equipo estaría en condiciones de seguirle los pasos con tal de que lograra retener todavía un poco más a Pearlman.

Mirando a éste le pidió:

—Ayúdeme a preparar mi equipaje… Sólo pienso llevarme lo estrictamente necesario.

—Tendrá que ser así, porque suponen que voy a obligarle a seguirme con lo que lleve puesto.

—¿Dónde está Valentine? —preguntó Bond conforme subían la escalera.

—Se encuentra fuera de aquí con unos sesenta de sus secuaces.

—Pero, ¿dónde, Pearly? Si no me lo dice, no abandono esta casa ni con usted ni sin usted.

—De acuerdo. Saldremos en un vuelo de la Piedmont Airlines hasta Charlotte, Carolina del Norte. Luego, desde allí, hasta un auténtico paraíso de millonarios, situado frente a la costa de Carolina del Sur. Un escondrijo perfecto al que ni siquiera pueden acceder los turistas de categoría. El lugar se llama la isla Hilton Head y tiene hoteles, viviendas particulares, amplias playas, aves marinas, pistas de golf a docenas, serpientes de cascabel, caimanes y mocasines venenosos. Una bonita mezcla.

—El lugar adecuado para nuestro amigo Valentine-Scorpius. Debe de encontrarse muy a gusto con esos reptiles venenosos. Son casi tan mortales como él mismo.

Como Bond sabía bien, los mocasines acuáticos son serpientes muy agresivas de mordedura letal. Y son también unas de las pocas serpientes que comen carroña.

—Tal vez piense que usted puede ser un buen manjar para ellas.

Bond se dijo que le era preciso hacerse con la identidad que tenía preparada para casos de emergencia. Siguiendo instrucciones de M, debía utilizar la número Uno. En ella figuraba con el nombre de Boldman, o sea «Atrevido». Cuando llegara el momento de encontrarse con Scorpius esperaba poder hacer honor a dicho sobrenombre.

16. Música nocturna adecuada

A las once de aquella misma noche, un pintoresco y controvertido jefe sindical y un político salían de un bonito club para trabajadores situado en uno de los barrios dominados por el Partido Laborista en New Castle-upon-Tyne. El jefe sindical había estado hablando con el candidato local del partido, al que apoyaba. Los dos se sentían felices. La entrevista se había desarrollado satisfactoriamente. Tanto el candidato laborista como su colega habían logrado acallar a quienes los interrumpían haciendo preguntas molestas, y al final se produjo una ovación clamorosa.

A causa de las recientes órdenes por causa del estado de emergencia, la policía había considerado prudente acompañar a ambos hombres hasta sus coches, que esperaban en la parte posterior del edificio. Quince robustos agentes apartaron a la muchedumbre reunida allí y formaron un pasillo hasta el primer coche, luego de que los dos oradores salieran juntos y se estrecharan la mano llenos de mutua complacencia.

Apenas se habían acercado al coche del jefe sindical cuando un fotógrafo de prensa rogó a uno de los policías:

—Denos una oportunidad, amigo. ¿Nos deja hacerles una foto?

El policía asintió con un movimiento de cabeza y desatendió la fila durante un segundo. Fue su último segundo en la tierra.

El fotógrafo, una vez traspuesto el cordón, se arrojó contra el coche. Se oyó un estampido, como el de un potente trueno y una gran llamarada surgió conforme el fotógrafo saltaba por los aires. Los quince policías, los choferes de los dos coches oficiales, el jefe sindical y su secretario, el candidato laborista y su ayudante, más doce personas situadas en las proximidades, resultaron muertas instantáneamente. Otros dieciséis curiosos sufrieron heridas graves y uno de ellos murió en el hospital al día siguiente.

Todo ello ocurría a las seis de la tarde para James Bond, que viajaba a bordo de un aparato Dash 7 STOL de las Piedmont Airlines, salido de Charlotte, Carolina del Norte, y que ahora iniciaba su descenso sobre la pista del pequeño aeropuerto de la isla Hilton Head.

Hilton Head forma el extremo más meridional de Carolina del Sur y es la más amplia de la cadena de islas que se extiende durante doscientas cincuenta millas a lo largo de la costa desde las Carolinas a Florida. Con forma de zapatilla de entrenador, se puede llegar a ella por tierra, mar y aire. Por tierra, cruzando el puente Byrnes en la carretera 278, y por aire desde Savannah, Atlanta, que está a sólo cuarenta millas al oeste, Georgia, o Charlotte, en Carolina del Norte.

La vista desde el aire hizo recordar a Bond aquellos días felices pasados en el Caribe, con su espesa hierba, los árboles tropicales y las sorprendentes playas extendiéndose cual largas franjas doradas; los amplios y lujosos hoteles y las casas particulares situadas en parajes de gran belleza. Pasaron sobre tres pistas de golf, de las que la isla poseía un total de catorce.

En Scatter habían tomado la decisión de que Bond actuara como prisionero de Pearlman, con el fin de poder realizar lo que el hombre del SAS denominaba una «operación caballo de Troya» contra Scorpius. Sin embargo aún quedaban muchas cosas por discutir. Bond no estaba dispuesto a meterse a ciegas en la boca del lobo. Así que siguió una larga sesión de preguntas y respuestas durante la cual Pearlman aportó una prolija información sobre los Humildes en general y sobre su hija Ruth en particular. Incluso mostró a Bond una fotografía de pasaporte de la chica, que era pelirroja, pecosa y reía ante la cámara.

—Siempre estaba riendo —comentó el hombre del SAS con una nota de pesar en la voz—. Pero ahora tiene un aire mucho más serio.

Se prepararon café y tostadas sentados en el cuarto principal de la casita, hablando y discutiendo cuestiones de estrategia. Fuera empezó a amanecer con el cielo nublado, aunque no tormentoso y una fresca brisa. No tardó mucho en ser completamente de día.

—Tendremos que apresurarnos —indicó Pearlman, que se sentía cada vez más nervioso conforme pasaba el tiempo. Se fueron arriba y la conversación se centro en temas específicos.

—No iremos armados —advirtió Pearlman mientras Bond rebuscaba en los armarios del dormitorio principal hasta encontrar una de las magníficas carteras de viaje de las que usaba Quti. En Scatter siempre había por lo menos dos de ellas dispuestas para su uso. Eran grandes carteras negras a las que se podía añadir una sección extra, sujeta a uno de sus lados y dotada de una tercera cerradura con combinación.

—De acuerdo —concedió Bond dirigiendo al hombre del SAS una mirada inexpresiva.

Las carteras de Quti eran realmente muy especiales. No sólo estaban dotadas de un sistema infalible que las hacía inmunes a los aparatos de detección de los aeropuertos, sino que además contenían un compartimento oculto imposible de detectar y lo suficientemente grande como para guardar varios de los ingeniosos adminículos de la Sección Q, aparte una arma.

—Tengo que incluir mi equipo de afeitado —indicó Bond encaminándose hacia el cuarto de baño y dejando a Pearlman sentado en el dormitorio hojeando la última edición del
Intelligence Quarterly
. En cuanto estuvo a cubierto de la visión del sargento, Bond activó los mandos que ponían al descubierto el compartimento en forma de caja fuerte que en cierta ocasión habían intentado localizar no menos de veinte funcionarios de seguridad sin que ninguno pudiera detectar aquella zona secreta, protegida interiormente por unas capas de espuma de goma. Actuando con rapidez, comprobó que el arma estaba en su lugar: una pulcra Browning Compact perfeccionada a partir de la FN ALTA-Potencia con el fin de lograr una pistola de bolsillo capaz de disparar balas de nueve milímetros y de gran penetración. Las demás partes del equipo se encontraban también allí.

Cerró el compartimento y con todo cuidado se fue preparando una afeitadora y un estuche de viaje con crema de afeitar Dunhill Edition y colonia, otra de las previsiones habituales de la señora Findlay, quien como ama de llaves se preocupaba por tener siempre lo mejor para sus pupilos. Por desgracia, a juicio de Bond, no era tan perfecta por lo que se refería a las prendas de vestir.

La casa había soportado muchas idas y venidas, y sus paredes guardaban secretos de muchos años. Hombres y mujeres se habían alojado allí durante variados períodos de tiempo, y los armarios roperos del dormitorio estaban divididos en secciones para faldas, vestidos de varios tamaños, trajes y vaqueros todo colgado de sus perchas y distribuido en tallas grandes, medianas y pequeñas.

En cuanto a los accesorios parecían proceder de Marks and Spencer y eran también de las medidas adecuadas. En el dormitorio, Bond estuvo removiendo diversos cajones hasta que se proveyó de un par de mudas, calcetines, camisas y, con ciertas reservas, también pijamas. No le gustaban ni la textura ni los colores chillones de la ropa interior y casi se enfadó al ver los calcetines. Se había jurado que nunca llevaría nilón, pero ahora no le quedaba más remedio. Al menos un par de aquellas camisas le sentarían bien. Hizo un gesto de contrariedad y gruñó ante la falta de gusto en el vestir que demostraba el ama de llaves.

Con cierto aire ostentoso, guardó la ASP y la porra de policía junto con alguna munición, en una caja fuerte de acero, oculta y atornillada al suelo en la parte de atrás del armario guarda ropa.

—Es mejor así, jefe —comentó Pearlman levantando la mirada de lo que estaba leyendo—. No quisiera que nuestros propios colegas de la seguridad nos detuvieran al salir.

Bond estuvo de acuerdo con él, aunque pensando, no sin cierta sensación de alivio, que al menos él tendría un poco de «artillería» a su disposición. En el cuarto de baño había adoptado además otra cautela. Entre los objetos que los de la Sección Q habían dejado en la caja fuerte se encontraban unos bolígrafos de aspecto inocente. Había tomado uno de ellos, que inmediatamente activó hasta convertirlo en un pequeño misil. Su radio de acción era de sólo quince millas y podía ser desconectado para pasar los aparatos detectores de los aeropuertos. Pensó que podría proporcionar cierto margen de seguridad durante la primera fase de la operación.

Salieron juntos de la casa. Pearlman llevaba una bolsa azul; Bond, la cartera de viaje especialidad de la sección Q.

Bond había dejado parcialmente corrida una cortina del dormitorio principal situado arriba, colocando en el alféizar de la ventana lo que le pareció un jarrón chino especialmente feo. Más tarde, aquella misma mañana, el vaso sería visto por la señora Findlay cuando llevara a cabo su recorrido habitual, lo que la haría saber que podía dar su informe por teléfono sin problema alguno.

En la calle principal de Kensington, Bond buscó un taxi mientras Pearlman utilizaba un teléfono público, el único entre un grupo de tres que afortunadamente no había sido destrozado por los vándalos de siempre.

—Bien, todo dispuesto —dijo cuando se acomodaban en el asiento del taxi.

Bond indicó al taxista que los llevara a una sucursal del Banco Barclays en Oxford Street.

—Aun falta un poco —previno a Pearlman—. Si al llegar al banco quiere pagar el taxi y esperarme, estaré de vuelta en unos minutos.

—No me irá a dar esquinazo ¿eh, jefe? —preguntó Pearlman bajando la voz.

—No se preocupe. Usted pague el taxi, disimúlese un poco y espere.

Una vez en Oxford Street, Bond se alegró al ver como un agente del Servicio que iba en un coche pasaba al taxi al detenerse éste. Dejando que Pearlman pagara, entró en el banco y puso una tarjeta sobre el mostrador de la taquilla más próxima. La empleada lo miró y dijo:

—Si quiere acompañarme hasta el extremo del mostrador, podrá pasar.

Descorrió el cerrojo de una puerta que daba paso a un corredor que discurría por delante de la oficina del director y le condujo por una escalera hacia el recinto subterráneo que contenía las cajas de los clientes. Luego de haber comprobado el número de la tarjeta, la empleada sacó una llave y los dos se dirigieron hacia la caja 700. Bond tomó asimismo su llavero, seleccionó la llave adecuada y la insertó en la cerradura de la derecha mientras que la empleada ponía la suya en la de la izquierda. Las hicieron girar y la portezuela de doce por siete pulgadas se abrió.

Other books

The Vanishing by Webb, Wendy
Hitler Made Me a Jew by Nadia Gould
Crooked G's by S. K. Collins
Go-Between by Lisa Brackmann
The Accidental Fiancée by Zeenat Mahal
Captivated by Susan Scott Shelley
Fanfare by Ahdieh, Renee