Se armó la de San Quintín (27 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Los iraníes estaban hartos del sah, cierto, pero tampoco como para elevar a los altares al primero que aterrizara en el país. Luego está claro que todo estaba perfectamente orquestado.

Lo primero que hizo el enviado de Alá Jomeini fue organizar un referéndum para confirmar si su pueblo lo quería. Por supuesto, las urnas fueron amañadas con el 97 por ciento de los votos a favor. Pues muy bien… venga… a crear el nuevo Irán donde la religión estaría por encima de la política: fuera la música occidental, cierren las discotecas y clausuren los periódicos… que vuelva la poligamia para el que quiera, que se lapide a las mujeres adúlteras… que todos se dejen barba y ellas se cubran con un chador que no deje ver ni sus ojos.

Y así, hasta hoy. Pero siempre en el nombre de Dios, clemente y misericordioso.

¡Qué arte!
La capilla Sixtina, pintada a regañadientes

Quien se haya dado una vuelta por el Vaticano ha tenido que ver sin más remedio la bóveda (a excepción de los que sufran una dolencia crónica de cervicales) y el altar de la capilla Sixtina. Fue decorada a regañadientes por Miguel Ángel Buonarroti en dos etapas distintas. El artista fue tan longevo que pudo atender los requerimientos de varios papas para que les fuera pintarrajeando el Vaticano: primero pintó los frescos de la bóveda y, veinte años después, el muro tras el altar, lo que conocemos como El Juicio Final.

Y fue el 10 de mayo de 1508 cuando Miguel Ángel firmó con el papa Julio II el contrato para pintar lo que al final sería una de sus más grandes obras, la bóveda de la capilla de Sixto, la capilla Sixtina. El artista no es que firmara de mil amores, porque si algo odiaba en el mundo, eso era pintar.

Miguel Ángel aceptó decorar la bóveda de la capilla Sixtina por una cuestión de orgullo. El arquitecto Bramante, que en aquellos momentos se esmeraba en construir San Pedro, aborrecía al artista. Le tenía tanta inquina que siempre estaba buscando las vueltas para que el papa Julio II y Buonarroti salieran tarifando y rompieran relaciones. Como se supone que Miguel Ángel no sabía pintar ni manejaba la técnica del fresco, Bramante convenció al papa para que le hiciera el encargo precisamente a él, a Miguel Ángel. Sus planes eran que el trabajo fuera un desastre, que Julio II expulsara al artista de Roma y, aprovechando la circunstancia, colar a un pariente lejano que se encargara de pintar la bóveda. Ese pariente era otro grande, Rafael.

Miguel Ángel dijo: «¿Sí? Pues te vas a enterar, Bramante». Se remangó, montó unos andamios y acometió los casi quinientos metros cuadrados de superficie en los que se empeñó en representar las nueve escenas del Génesis. Trabajó durante tres años y medio tumbado en los andamios y maldiciendo su suerte por haberse rebajado a convertirse en pintamonas.

Y en medio, el papa dando la brasa: «¿Cuándo acabas?». Y Miguel Ángel respondiendo: «Cuando pueda». Un día el papa se hartó de tanto «cuando pueda» y arreó un bastonazo al artista. Pero Miguel Ángel no se arredró, y la siguiente vez que el papa preguntó: «¿Cuándo acabas?», él volvió a responder: «Cuando pueda». Esta vez Julio II prometió tirarle del andamio. El artista se lo tomó en serio, porque días después retiró los andamiajes y descubrió al mundo la bóveda de la capilla Sixtina aún sin terminar.

La grandeza de Miguel Ángel fue que, sin ser pintor, superó con su pintura a todo artista habido y por haber. Aún hoy seguimos boquiabiertos.

El origen de las especies o el principio del lío

El 24 de noviembre de 1859 la editorial John Murray de Londres sacó a la venta 1.250 ejemplares de un libro que puso el mundo boca abajo. A unos les provocó un ataque de nervios y a otros los dejó alucinados. Hace más de ciento cincuenta años que El origen de las especies se asomó a las librerías, mientras su autor, Charles Darwin, permanecía escondido en su casa por la que se le pudiera venir encima. Aquel día se vendió toda la edición.

Pero El origen de las especies tuvo una salida atropellada. Darwin se tomó con calma sacar el libro y estuvo veinticinco años mareando la perdiz. Hasta que un día llegó a sus manos el manuscrito de un naturalista llamado Wallace que había llegado a la misma conclusión evolutiva de las especies, y el hombre, con toda su buena intención, se lo envió a Darwin para recabar su opinión antes de publicarlo. Al científico casi le da algo cuando comprobó que otro autor tenía listo un trabajo en la misma línea que el suyo.

Así que Charles Darwin se puso las pilas y escribió en trece meses lo que no había escrito en veinticinco años. El origen de las especies salió a la venta antes que el del otro naturalista inglés.

El libro marcó el punto de inflexión del razonamiento científico frente al dogma religioso, aunque lo cierto es que Darwin da una de cal y otra de arena. Por un lado plantea a las claras que todo bicho viviente venimos del mismo sitio, del mismo bicho madre, por decirlo de alguna manera, y que luego hemos tirado cada uno por un camino porque la supervivencia es una lucha a muerte.

Su teoría tira por tierra eso de que alguien nos había creado por obra y gracia divina, pero como Darwin sabía la que se iba a liar, a la vez que lanzaba su proposición evolutiva intentaba contradecirse a sí mismo diciendo que… bueno… que a lo mejor Dios tuvo algo que ver.

Si las pasaría mal este hombre con la publicación de El origen de las especies, que algunos expertos aseguran que la enfermedad que tuvo a Darwin hecho polvo, vomitando y fatigado durante años era psicosomática, producto solo de la angustia que le producía dar a conocer su libro: ciento cincuenta y cinco mil palabras que pusieron el mundo del revés y de las que muchos aún no han entendido ni papa. Se irritan cual iguana de las Galápagos cuando alguien demuestra que Dios no tuvo nada que ver en esto.

La mudanza de Goya

El 28 de enero de 1811 Francisco de Goya debía de estar de los nervios porque estaba de mudanza. Hace dos siglos, cambiarse de casa era tan engorroso como ahora, y aquel día le tocó al pintor embalar los pinceles y cambiar de pisito. Se fue a vivir a la famosa Quinta del Sordo, un caserón al lado del río Manzanares, en Madrid. Muchos creen que el chalecito se llamaba así, la Quinta del Sordo, porque allí vivía Goya y Goya era sordo, pero no. Es que antes de Goya vivió otro sordo y ya tenía el nombre puesto. Una total casualidad. La historia de la mudanza no tiene mayor interés, lo importante es que en las paredes de aquella casa Goya estampó sus famosas Pinturas negras, y estas obras tienen su historia y su recorrido.

Las Pinturas negras de Goya son catorce cuadros que ahora están en el museo del Prado. Goya las pintó al óleo directamente sobre los muros, con lo cual se ahorró empapelar y, encima, la casa le quedó perfectamente decorada. Cuando Goya se fue a criar malvas, la casa comenzó a pasar de mano en mano, hasta que un francés la compró pese a que se caía a pedazos. Su interés no estaba en la propiedad, sino en las pinturas que dejó Goya.

El pintor no disfrutaba de mucha consideración en España, pero aquel francés supo ver que don Francisco, que se había muerto hacía cuarenta y cinco años, era un pedazo de artista. Así que se fue a la Quinta del Sordo, ordenó que aquellas pinturas se despegaran de las paredes como mejor se pudiera y que se trasladaran a lienzos. Las obras sufrieron mucho deterioro, pero bueno, eran de Goya. También está hecho polvo el Partenón griego y no deja de ser el Partenón.

Aquel francés, Federico se llamaba, se llevó todas las pinturas a París para intentar venderlas durante la Exposición Universal de 1878. Pero nadie hizo caso. Algunos decían: «¿Goya? ¿Qué Goya? ¿Quién es ese?». Así que el francés, después de mucho tiempo y mucho dinero perdido, tuvo el buen juicio de donar los catorce cuadros al Estado español, que se los colocó directamente al museo del Prado.

Como Goya seguía en el limbo de los artistas, el museo dijo: «Muy bien, pues muchas gracias, pero para qué queremos esto». Y los guardó en el sótano. Ahora ya no. Ahora Goya es la repera, pero la Quinta del Sordo ya es historia. En su lugar hay unos pisitos seguramente pintados al gotelé.

Para Elisa… o no

Algunos párrafos de la historia se han escrito a golpe de anécdota, y la música, la historia de la música, también tiene las suyas. El 27 de abril de 1810 sucedió algo en la vida de Beethoven que le hizo componer una de sus piezas más conocidas. Dicen que la preferida de los estudiantes de piano. La composición era una bagatela para piano en La menor que se llamaba Para Teresa. Recuerdos del 27 de abril de 1810. Va a resultar que Beethoven no tenía tan mal carácter.

Si alguien está pensando que la pieza se llamaba Para Elisa, no Para Teresa, presten atención al siguiente sucedido, con el que, todo hay que decirlo, no comulgan algunos musicógrafos. Aquel día de abril, el 27, Beethoven acudió en Viena a una fiesta de esas en las que siempre había una jovencita muy mona que tocaba el piano. La joven, cuando supo que allí estaba el gran Beethoven, se acercó a él y le dijo que ella también era pianista, así que el maestro la invitó a tocar alguna pieza. Resultó que la muchacha era un prodigio al piano, y lo demostró interpretando a varios compositores. Cuando Beethoven le pidió que tocara algo suyo, la joven no acertó con las teclas y confesó que las obras del maestro eran muy difíciles de interpretar. Y así, azorada, entre pucheros y vergüenza, se acabó el recital.

Pero Beethoven se apiadó de la joven y le dijo que no se apurara, que compondría algo especialmente para ella y fácil de tocar. Al día siguiente, el músico envió a la virtuosa una partitura titulada Para Teresa, y subtitulada Recuerdos del 27 de abril de 1810.

Muy bien. Y entonces, ¿a qué viene que aquella bagatela para piano estuviera dedicada a Teresa y la conozcamos todos como Para Elisa? Pues porque aquella partitura era privada, para Teresa, y no se hizo pública hasta cincuenta y siete años después. Ahí fue cuando otro pianista que se llamaba Ludwig Nohl rescató la partitura y le dio la forma que conocemos. O sea, que la arregló a su manera y, además, transcribió mal el nombre, por lo que aquella composición dedicada a Teresa quedó para los restos asignada a Elisa.

Y esto no es lo peor. Lo malo es que la partitura original se perdió y ahora nadie sabe el tempo con el que Beethoven compuso la obra para Teresa, para Elisa o para quien fuera.

Los primeros fans, los de Paganini

Desde dos meses atrás se llevaba anunciando su presencia en Viena. Era el artista más esperado, el Jimi Hendrix del siglo XIX. Las tiendas vendían ropa con su estilo, se crearon cigarrillos con su nombre… y hasta los restaurantes inventaron platos que le dedicaron. El 29 de marzo de 1828 el genial violinista italiano Niccoló Paganini debutó en Viena con el primero de sus conciertos. Cobraba una millonada por sus recitales, pero lo valía, porque tocaba el violín como nadie y nadie ha vuelto a tocar como él. No es que fuera un virtuoso, es que hacía diabluras con el violín.

El debut en Viena del excéntrico Paganini fue la locura. Hubo tortas por verlo y el fenómeno fan era tal que tuvo que repetir el concierto quince días más. Y precisamente por culpa de la prensa de Viena comenzó a extenderse la patraña de que Paganini no era de este mundo. Dijeron que quien manejaba el arco de su violín era el diablo, porque era imposible mover los dedos a semejante velocidad. De hecho, nadie más ha vuelto a hacerlo y pocos se atreven a ejecutar sus piezas. Dicen los que saben que arrancaba mil ocho notas por minuto, que no sé yo cómo se cuenta eso, pero bueno, debía de ser, porque Paganini tenía alucinados, no solo al público, sino también a sus colegas músicos.

Le admiraban y le envidiaban a partes iguales. Schubert, por ejemplo, que ganó en toda su corta vida al piano lo mismo que Paganini con sus conciertos de Viena. Fue a verlo dos veces, dolorido por los celos, pero se rindió a la evidencia del genio.

Verdi también se rindió y dijo que era preciso haberlo oído; describirlo no era posible. Y el compositor Rossini, que dijo en una ocasión que solo había llorado tres veces en su vida: una, con el fracaso de su primera ópera; la segunda, en un barco, cuando un pavo relleno con trufas se le cayó al agua; y la tercera, la primera vez que oyó tocar a Paganini.

Viena claudicó ante el demoniaco Paganini y lo agasajó como a ningún otro. Los nobles lo invitaban a cenar con la esperanza de oírle tocar gratis, pero él nunca llevaba su violín. En alguna ocasión los anfitriones le preguntaban por qué no lo había traído con él. Paganini siempre decía lo mismo: mi violín nunca cena fuera de casa.

Como mejor están las rubias es con patatas

Vamos con una historieta teatral. Una historieta tan absurda como acorde con la genial pluma del autor de la obra. El 6 de diciembre de 1947 se estrenó en el Teatro Cómico de Madrid la obra de Enrique Jardiel Poncela Como mejor están las rubias es con patatas. Un título genial, sin duda, pero la que se lio en el teatro no lo fue tanto.

En el patio de butacas hubo más que palabras. Hubo bastonazos y bofetadas. Desde el primer acto no se pudo escuchar absolutamente nada, mientras los veintiséis actores seguían a lo suyo en escena. Y no piensen que se rebelaron las rubias. Aquello fue un sabotaje perfectamente planificado.

Eso es, al menos, lo que dicen los estudiosos: que la mayoría de los espectadores estaban contratados por los enemigos de Jardiel Poncela para reventar la obra. Y cierto que el teatro estaba lleno de hombres con bastón, se supone que para armar bulla golpeando el suelo. Cierto también que detrás de aquel boicot se sospecha que hubo una venganza política contra el autor que sería larga de relatar, pero no es menos cierto que también había que poner empeño en entender a Jardiel Poncela, un maestro del teatro del absurdo. O sea, que nadie podía esperar de él una obra con planteamiento, nudo y desenlace al uso.

Como mejor están las rubias es con patatas va de lo siguiente: un médico al que se creía muerto en la selva africana, vuelve a casa y se encuentra con que su mujer se ha casado con otro. Este segundo matrimonio deja de ser válido para gran disgusto de la esposa, pero la cosa se complica cuando la mujer descubre que su legítimo marido se ha traído una fea costumbre de la selva: se ha vuelto antropófago. A partir de aquí hay una trama enloquecida.

Nadie puede decir que la obra fuera una maravilla, porque a Jardiel Poncela se le fue un poco la cabeza, pero tampoco está justificada la que se armó. El estreno fue una batalla campal, porque los que querían escuchar la obra no podían por los pateos, y cuanto más aplaudían algunos más abucheaban los reventadores a sueldo.

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