Se armó la de San Quintín (29 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Y anda que puso reparos la audiencia. Se tiraron en plancha a la taquilla. Aquel 17 de noviembre se estrenó en Barcelona en el cine Windsor Palace, en la Diagonal, y en Madrid en el Palacio Central de la Gran Vía, el que luego pasó a ser Palacio de la Música y que ahora ha pasado a ser nada.

Pero al menos la película no sufrió un tijeretazo. Solo se hizo un apaño al final y se sustituyó la famosa frase de «Francamente querida, maldito lo que me importa» (jamás dijo Clark Gable en inglés eso del «bledo»), por la otra de: «Francamente querida, eso no me importa».

Lo que el viento se llevó se mantuvo en cartel casi un año, pero seguiremos viéndola porque las televisiones siempre la programan. Lógico. Tres horas y tres cuartos de peli, con los inevitables anuncios en las cadenas comerciales, hacen la bonita cifra de cinco horas, lo cual soluciona la parrilla de programación para un día de fiesta en Navidad o Semana Santa.

El museo del Prado, obra de una portuguesa…

La historia oficial dice que fue Carlos III quien tuvo la primera genial idea de lo que hoy es el museo del Prado. Que le encargó al arquitecto Juan de Villanueva la construcción de un Gabinete de Ciencias Naturales, pero que luego vino el berzotas de Fernando VII y ordenó convertirlo en museo de pintura. Por eso el 19 de noviembre de 1819 fue inaugurada lo que ahora, casi dos siglos después, es la mayor y más importante pinacoteca del mundo. Pero esto, digo, es la historia oficial, porque si el Prado está ahí no es ni gracias a Carlos III ni mucho menos al séptimo de los Fernandos.

La que se empeñó en que España tuviera un gran museo de pintura fue una reina a la que apenas sabemos situar en el tiempo. Fue una gran desconocida, reinó poco y se murió enseguida. Era Isabel de Braganza, segunda esposa del bellaco Fernando VII y a la vez su sobrina. El rey solo se casó con ella para buscar un heredero, así que a la pobre nadie le echaba cuentas. Ni era rica ni era guapa, así que se dedicó a sus labores de reina: a amar el arte y a cultivarse. Cuando Isabel de Braganza llegó a España para matrimoniar con el estulto Fernando VII, se encontró con una copla que ya corría por toda la corte y que decía: «Fea, pobre y portuguesa… ¡chúpate esa!». Poesía pura.

Notó ella que no había sido bien recibida como nueva reina de España, pero qué le iba a hacer. Era apocada y obediente; por eso su única aportación al reinado fue conseguir que su funesto marido creara en el edificio de Ciencias Naturales ideado por Carlos III un museo de pintura y escultura.

Puso todo su empeño para que el público, los españoles, pudieran disfrutar del arte. Y el pérfido Fernando VII, que ya que no le hacía caso en nada y que andaba picoteando de cama en cama, dijo: «Que sí, mujer… que te hago el museo». Isabel de Braganza puso en marcha el Prado y contribuyó a que se colgaran los primeros trescientos once cuadros, pero no remató la faena porque se murió de un mal parto unos meses antes de su apertura.

Hubiera querido inaugurarlo, seguro, y en su discurso decir algo así como: «Españoles, aquí os deja la pinacoteca esta fea portuguesa… ¡chupaos vosotros esa!».

… y el del Louvre, de Napoleón

Ir a París y no darse una vuelta por el museo del Louvre es pecado venial. No solo por el contenido, sino por el continente, porque por el recinto del Louvre han arrastrado sus capas reyes y reinas durante cinco siglos.

No crean que los parisinos dijeron: «Vamos a hacer un museo para guardar todo lo que le hemos birlado a griegos, egipcios y romanos». No. El Louvre fue fortaleza amurallada primero y residencia real después, hasta que el 9 de noviembre del año 1800 Napoleón lo inauguró como museo de antigüedades. Desde unos años antes ya funcionaba como un museíto con unas cuantas pinturas, pero el museo fetén lo montó el Bonaparte. Conste.

Y tenía que ser Napoleón porque fue durante su locuelo imperio cuando estalló el boom de la arqueología. País que invadía, país al que le escamoteaba algo, y todo eso había que guardarlo en alguna parte. El gusanillo por acaparar antigüedades se les metió luego en el cuerpo a los franceses, y a partir de entonces los arqueólogos se volvieron locos por conseguir tesoros para meterlos en el Louvre.

Pero como resulta que donde las dan las toman, lo mismo que hicieron los franceses con las joyas de otros países, estuvo a punto de hacerlo Hitler con los franceses. Entiéndase salvando las distancias de dos siglos, porque lo que pretendieron los nazis era un robo en toda regla y a mano armada.

Cuando Hitler ocupó París durante la Segunda Guerra Mundial, se llevó dos disgustos gordos: no poder subir a la torre Eiffel porque los ascensores estaban estropeados, y encontrarse el Louvre prácticamente vacío. Él, que pretendía llevarse la Gioconda y la Venus de Milo, se topó con que no había ni rastro de ni una sola de las grandes piezas.

Hombre… los franceses no eran bobos, y ya se encargaron ellos de esconderlo todo según avanzaba la bota nazi.

Hitler al final no pudo llevarse nada, porque casi nada merecía la pena, así que reabrió el Louvre prácticamente vacío. Eso sí, quitó todos los cartelitos en francés y los puso en alemán. Que hace falta ser torpe, porque una cosa es que Francia hubiera sido ocupada por los alemanes y otra muy distinta que los franceses aprendieran el idioma de un día para otro. No eran bobos, pero tampoco tan listos.

Psicosis: no era sangre, era chocolate

Durante los primeros meses de 2010, medio mundo periodístico y cinematográfico anduvo recordándole al personal que ese año se cumplía el quincuagésimo aniversario de Psicosis. Pero, puestos a ser exactos, mejor decir que fue el 16 de junio de 1960 cuando Alfred Hitchcock celebró en Nueva York la premier de la película que rompió moldes, metió el miedo en el cuerpo y provocó que nadie quisiera ducharse en los moteles de carretera de Estados Unidos. Ese 16 de junio de 2010, exactamente ese y no otro, Psicosis cumplió cincuenta años.

¿Qué pasó aquel día del estreno en Nueva York? Pues, de entrada, que los críticos y los dueños de los cines no pudieron ver la película antes que el público. Hitchcock guardó con tal celo la cinta que impuso unas normas nunca vistas hasta entonces. Hizo firmar a los actores un acuerdo de confidencialidad prohibiéndoles hablar de la película y exigió guardias de seguridad en los cines que impedían entrar a los espectadores una vez empezada. Pensándolo bien, esa prohibición debería estar vigente hasta para las pelis de dibujos animados.

Y había una exigencia más a los espectadores, aunque de cumplimiento más difícil de controlar. La frase de promoción de Psicosis decía: «No cuente nuestro final, es el único que tenemos».

Psicosis merecía tanto secretismo, aunque solo fuera por las cabriolas que hizo Hitchcock para esquivar a la censura. Había sexo implícito, un desnudo que se veía pero no se veía; violencia con un cuchillo en primer plano y sangre, mucha sangre, que se va por el desagüe de la ducha. Todo ello, o se manejaba muy bien, o impedía en aquel año 1960 que una película viera la luz. ¿Por qué, si no, creen que Psicosis está rodada en blanco y negro en plena era del color? Para que no se viera el rojo de la sangre. De hecho, Hitchcock utilizó salsa de chocolate. Como en blanco y negro no se diferencia el rojo del marrón…

Cuentan los coleccionistas de anécdotas que Janet Leigh nunca más en su vida quiso tomar una ducha, pero no se sabe si en ello influyó el miedo o el hartazgo: para rodar aquella escena de apenas cuarenta y cinco segundos estuvo siete días duchándose ante las cámaras. Acabó arrugada como un garbanzo de Fuentesaúco.

Eterna Mafalda

Quién pudiera mantener el mismo cutis durante casi cincuenta años. Mafalda lo hace desde que el 29 de septiembre de 1964 naciera en papel impreso por obra y trazos de Quino, el dibujante que cuando rellena cheques firma Joaquín Salvador Lavado.

Mafalda, la niña que quería ser de mayor traductora de la ONU para que cuando los diplomáticos se pelearan traducir todo al revés y conseguir la paz en el mundo, apareció en la revista Primera Plana aquel 29 de septiembre, pero nada ha cambiado casi medio siglo después: sigue y seguirá odiando la sopa y aún adora y adorará a los Beatles.

Mafalda nació en realidad para una campaña comercial de una marca de electrodomésticos, pero aquello nunca cuajó y la niña cabezona de los calcetines caídos durmió su genialidad en un cajón. Hasta que llegó la oferta de la revista argentina Primera Plana para salir en forma de tira semanal. Por entonces no existían los amigos Felipe, Manolito, ni Libertad… ni mucho menos había nacido su hermano Guille. Mafalda se apañaba mano a mano con su padre, bombardeándolo con preguntas sobre las injusticias sociales y la incomprensible política mundial.

Mafalda no es una niña, es un ser irreverente de lengua afilada y sesudas deducciones de la que todos envidiamos su habilidad para propagar frases geniales. Y lo cierto es que este dibujo plano consiguió independizarse de Quino hasta tal extremo que su creador acabó fagocitado. Hasta el propio Julio Cortázar llegó a decir: «No tiene importancia lo que yo pienso de Mafalda. Lo importante es lo que Mafalda piensa de mí».

Quino dejó de dibujar a la cabezona Mafalda diez años después de haberla creado porque se convirtió en rutina. No la odia, pero tampoco la ama más que al resto de sus dibujos. Da igual, porque lo más grande es que no ha perdido pizca de actualidad. Cualquier frase quejosa contra la política y la sociedad que pronunció Mafalda en los sesenta sigue vigente hoy. Continúa con la razón de su parte: «En este mundo cada vez hay más gente y menos personas».

Concierto de Año Nuevo en Nochevieja

Decir que el 31 de diciembre de 1939, Nochevieja, se celebró el primer concierto de Año Nuevo suena incompatible, pero así fue. El primer concierto de la Filarmónica de Viena con ocasión del cambio de año se hizo el 31 de diciembre, pero inmediatamente después se dieron cuenta de que quedaba mucho mejor hacerlo el día 1 por la mañana. Por eso lo trasladaron. Ahora bien, como el concierto de Año Nuevo goza de tantos parabienes y la Filarmónica de Viena tiene el pavo subido de tanta felicitación, pongamos el contrapunto.

La Filarmónica de Viena toca de lujo, vale, pero muchos de sus miembros creen que esto es así porque se mantiene la pureza de la raza, el buen hacer masculino y el alma de la Europa Central. Dicho más claro: ni mujeres, ni asiáticos, ni negros. Lo de que las mujeres comenzaran a tocar como miembros de pleno derecho de la Filarmónica no llegó hasta 1997 por orden del Ministerio de Cultura. O eso, o se retiraban las subvenciones.

Algunos músicos sufrieron un síncope y amenazaron con disolver la orquesta. Todavía en 2003, cuando la exagerada cifra de tres mujeres ya tocaba en la Filarmónica, uno de sus miembros machos dijo que si la presencia de señoras seguía aumentando, la ruina de la orquesta estaba asegurada. Ahora tocan cinco féminas, o sea, que el desastre debe de estar cerca.

Lo de la raza es otra. La mayoría de las orquestas, cuando hacen una prueba a un músico, utilizan pantallas para no ver quién toca. Se escucha solo la ejecución y se decide a ciegas si merece o no ser miembro del conjunto para evitar la discriminación por sexo o raza. Bueno, pues la Filarmónica de Viena con esto no traga. Porque por muy bien que toque un negro, si es negro, no entra. Ya les pasó una vez, que usaron esto de la audición ciega, y cuando aprobaron a un violinista y levantaron la pantalla, vieron que era japonés. Ya deducirán que el japonés se fue llorando a casa.

En 2001, menos mal, entró un violinista medio asiático al que se le notaba poco. En fin, mejor correr un estúpido velo porque al final todos acabamos participando con las palmitas en la imperecedera Marcha Radetzky, la música que nos anima cada primero de año a querer creer que cualquier tiempo pasado fue peor. O anterior… como dicen Les Luthiers.

El regreso del Guernica

¿Cuándo regresó a España el último exiliado de la Guerra Civil? El 10 de septiembre de 1981. Con cincuenta minutos de retraso, a las 8.35 de aquella mañana, el jumbo Lope de Vega de Iberia procedente de Nueva York aterrizaba en Madrid con un contenido emocionante. El Guernica y los sesenta y tres bocetos previos que sirvieron a Pablo Picasso para la ejecución de la obra abandonaron su familia estadounidense de acogida para volver a su patria biológica, a España. No era un cuadro, era el símbolo de la recuperación de las libertades democráticas.

El regreso del Guernica supuso muchos años de negociación, pero su traslado fue visto y no visto. Tal que un día se estaba exhibiendo en el Museum of Modern Art (MoMa) de Nueva York, y tal que al siguiente quedó a buen recaudo en el Casón del Buen Retiro de Madrid. Fue una maniobra delicadísima, vigilada por quinientos policías y guardias civiles españoles armados hasta los dientes. No era para menos, porque se estaban moviendo siete mil millones de pesetas. Como todo se tuvo que hacer de forma muy coordinada entre los dos países, y sobre todo con total secreto, hasta se le puso nombre de película de espías. Se llamó Operación Cuadro Grande.

Muchos aún se preguntan qué hacía el Guernica en Nueva York y por qué tardó cuarenta años en volver. Pues porque Picasso lo pintó en París por encargo del gobierno de la República en 1937, en plena Guerra Civil, y dado el simbolismo que encerró en el lienzo estaba claro que no podía entrar en la España fascista. Por eso lo custodió Estados Unidos hasta que la poderosa razón de la libertad diera motivos para devolverlo a sus legítimos dueños, los españoles.

La pena fue que los vascos se enfadaron mucho porque el Guernica se instalara en Madrid. Pero qué se le va a hacer. Es que el Guernica lo pagó el gobierno español y por tanto fue devuelto al gobierno español. Si se ubicaba en Madrid, Bilbao o Buitrago del Lozoya correspondía decidirlo al gobierno español. Los árboles no dejaron ver el bosque, y el bosque era que España conquistó la democracia y, con ella, conquistó el Guernica.

Alemania birla a Nefertiti

Si los museos del mundo tuvieran que devolver lo que no es suyo, adiós museos. Londres, París y Berlín llenan sus salas de antigüedades arqueológicas con piezas romanas, griegas y egipcias. Algunas, conseguidas de buena ley; otras, arrebatadas con malas artes. Y fue el engaño lo que se utilizó para sacar de Egipto la escultura más bella de toda la época faraónica. El 20 de enero de 1913 una expedición alemana birló el famoso busto de la reina Nefertiti haciendo creer a los egipcios que era una vulgar escultura en yeso de una princesa vulgar. Aún hoy, Egipto se desgañita ante los alemanes para que se la devuelvan.

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