Se armó la de San Quintín (46 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Aquella súper sensual entonación de la canción del feliz cumpleaños fue mucho más que una exagerada exhibición pública del lío que llevaban el presidente y la actriz. Fue también la última aparición de Marilyn, porque cuando acaparó los siguientes flashes ya iba dentro de una bolsa camino del depósito de cadáveres.

Pero en aquella gala cumpleañera faltaba la tercera pata del banco. La primera dama, Jacqueline Kennedy, se negó a ir a la fiesta en cuanto supo que una de las amantes de su marido iba a ser la descarada protagonista. Hombre… humillaciones las justas. Ya era bastante que tuviera que lidiar con las decenas de novias con las que se iba liando el presidente, prostitutas de lujo muchas y actrices la mayoría, como para aguantar encima que Marilyn Monroe acaparara a su marido ante quince mil invitados y millones de telespectadores.

La verdad, nadie sabe qué tenía John F. Kennedy además de su poderío erótico por ser el presidente de Estados Unidos, porque todas sus amantes se quejaban de que era un precipitado. Lógico. Si además de presidir un país, tenía que dar una imagen de marido y padre ejemplar y pasar por un católico convencido, no quedaba mucho tiempo para las amantes.

La actriz Angie Dickinson dijo que sus encuentros con Kennedy se resumían en cuarenta segundos muy agradables. Había que aligerar para que diera tiempo a todo.

El primer mafioso arrepentido

Como todos hemos visto El padrino por lo menos tres o cuatro veces, eso de la Cosa Nostra nos suena como de toda la vida. Así que sorprende saber que la prueba fehaciente de que existía, la primera vez que se oyeron esos dos términos juntos, Cosa Nostra, fue el 27 de septiembre de 1963. Hace apenas cincuenta años.

Fue el día en que todo Estados Unidos pudo ver por la tele la declaración de Joe Valachi, el primer mafioso arrepentido de la historia. Nunca hasta entonces un mafioso había violado la omertá, la ley del silencio, poniendo al descubierto la Cosa Nostra.

Cuando Joe Valachi empezó a soltar por su boquita, ante el Subcomité Permanente de Investigaciones del Senado en Washington, cómo funcionaba y cómo mataba lo que él llamó la Cosa Nostra, los estadounidenses se cayeron del guindo. Aquello no era ninguna broma.

Resultó que todas las historias de gánsters, los episodios de enfrentamientos entre bandas y los sucesos aislados de mafiosos estaban perfectamente conectados. Formaban parte de una fenomenal red de delincuencia organizada que tenía sesenta años de currículum a su espalda y a la que el FBI había estado negando, porque ¿cómo se le iba a pasar al FBI semejante organización criminal… con lo listos que eran?

Pues la Cosa Nostra se mantuvo oculta, primero, porque muchos policías, jueces y políticos comían de su mano y vivían de sus sobornos. Y segundo, por el pacto de silencio, la omertá: si alguno acababa detenido y se iba de la lengua, tenía la muerte asegurada; pero si aguantaba el tipo, la organización cuidaría de su familia.

Porque la familia era la clave de su éxito. Cada familia, cinco en total, tenía un padrino, y ese padrino acudía a las comisiones de la Cosa Nostra para defender sus intereses. Cuando Joe Valachi cantó, y encima por televisión, puso al descubierto la Cosa Nostra y a su propia familia, la familia Genovese, que fue precisamente en la que se inspiró Mario Puzo para escribir El padrino.

El FBI no daba abasto a tomar apuntes durante aquella declaración, porque llevaban sesenta años en la inopia. Y todavía hoy están intentando enterarse, porque las cinco familias siguen en activo.

El salto a la fama de Elvis

Las cosas a veces ocurren porque sí, por estar uno en el sitio justo y en el momento adecuado. Eso mismo le pasó a Elvis Presley el 9 de septiembre de 1956, que comenzó su reinado en el rock justo por aparecer en un show televisivo aquel día y a determinada hora. No era la primera vez que salía en la tele, ni la primera que cantaba… pero sí la primera ocasión en la que le vieron de una tacada sesenta millones de personas.

La aparición de Elvis en The Ed Sullivan Show dio una nueva utilidad a las pelvis de los yanquis. Descubrieron que servían para algo más que para sujetar la columna vertebral.

La presencia de Elvis en el espectáculo de Ed Sullivan tiene su historia. El periodista había jurado, después de verle actuar dos meses antes en un programa de la competencia, que jamás le llevaría a su plató. Aquel tipo del tupé se movía de forma obscena, y había que velar por la moral de los ciudadanos.

Pero cuando Ed Sullivan comprobó la audiencia que había arrastrado el otro programa, envió la moral a hacer gárgaras y amarró a Elvis con un contrato de cincuenta mil dólares para tres intervenciones en distintos días. Pero sea por la maldita casualidad o por la divina providencia, el periodista también pagó cara su actitud veleta e interesada, porque sufrió un accidente de tráfico y el día del debut de Elvis no pudo presentar el programa. Tuvo que verlo desde la cama del hospital.

Aquel domingo 9 de septiembre, a las ocho de la noche, el actor Charles Laughton sustituyó a Sullivan y en mitad del show dio paso a la primera canción de Elvis Presley. Menudo chasco. Los espectadores solo pudieron verle de cintura para arriba, porque realización tenía orden de no ofrecer imágenes de aquella pelvis descontrolada y provocativa. Pero, ¡qué narices!, en la tercera canción, el realizador se la jugó, abrió plano y entonces se vio al rey en todo su esplendor.

No hay datos sobre si a Ed Sullivan hubo que aplicarle un desfibrilador en su cama del hospital, pero el susto se le pasó cuando le dijeron que sesenta millones de espectadores habían visto su programa. Comenzó la leyenda de Elvis, la pelvis.

Los últimos de Filipinas

¿Recuerdan un anuncio de televisión donde se veía a un anciano soldado vietnamita corriendo por la selva en pleno siglo XXI a la caza de los americanos porque no se había enterado de que la guerra había terminado? Pues algo similar ocurrió con los últimos de Filipinas: cincuenta y siete hombres se atrincheraron en una aldea y no hubo forma de convencerles de que ya no había guerra.

El 2 de junio de 1899 los últimos de Filipinas, por fin, aceptaron rendirse. Hacía seis meses que se había firmado la paz.

Los que han pasado a la historia como los últimos de Filipinas fueron cincuenta y siete hombres que llegaron a Baler, una aldea de la isla de Luzón, cuando aún España estaba en guerra con Estados Unidos por la posesión de la colonia. Y llegaron para cumplir con su obligación: defender el territorio frente a los yanquis y los insurgentes filipinos.

Llegó el momento en que a España no le quedó otra salida que rendirse. Fue el famoso desastre del 98, la pérdida de todas las colonias de ultramar. Con las orejas gachas, los soldados españoles liaron sus petates y embarcaron rumbo a casa. Todos, menos un puñado de hombres empecinados en defender Filipinas.

No es que se olvidaran de ellos, es que cualquier intento por comunicarles el final de la guerra lo consideraban una treta del enemigo para rendirles. De acuerdo que no creyeran a los filipinos; vale que no confiaran en los estadounidenses… pero es que no hacían caso ni de los emisarios españoles que llegaban con la orden de evacuar la plaza.

El último intento lo hizo un teniente coronel español que llegó hasta la misma puerta de la iglesia de Baler. Siguieron sin creerle, pero al menos el oficial al mando aceptó echar una ojeada a unos periódicos españoles. Y fue leyendo la prensa atrasada cuando los soldados se percataron de que estaban haciendo el canelo.

Solo entonces aceptaron abandonar la defensa de la plaza, pero con una condición: si los recibían como prisioneros, pelearían hasta morir y morirían matando. Nunca sospecharon que el único recibimiento que les tenían preparado era el de los héroes.

Indomable Caballo Loco

Allá va una de pieles rojas. El 5 de septiembre de 1877 murió Caballo Loco, todavía considerado el máximo símbolo de libertad de los nativos americanos. Ni Toro Sentado, que acabó trabajando en el circo de Buffalo Bill; ni Gerónimo, que murió agarrado a una botella de whisky; ni Cochise, que terminó sus días humillado en una reserva.

El único que no hincó rodilla en tierra ante el hombre blanco fue el indomable Caballo Loco.

Caballo Loco no estaba loco, pero los indios se ponían estos nombres dependiendo de algún evento que hubiera marcado su vida. Nube Roja, Pie Veloz, Goma Rota, Loma Negra… y como al parecer Caballo Loco soñó un día con un corcel un poco desquiciado, con Caballo Loco se quedó.

No pudieron con él en la lucha cuerpo a cuerpo ni en campo abierto. Ni siquiera con todas las posibilidades perdidas se rindió el indio: cuando un rostro pálido ya lo tenía derrotado y pretendía meterlo en un calabozo, el sioux se revolvió y acabó asesinándolo a bayonetazos. Apenas pasaba de los treinta años, y en este corto tiempo había hecho la vida imposible al Séptimo de Caballería y a todo hombre blanco que se acercara por los dominios de su tribu.

Caballo Loco es hoy el nativo americano más admirado de todo Estados Unidos, y prueba de ello es que llegará el día en que tendrá la escultura más grande del mundo erigida en su honor. Empezaron a construirla hace sesenta años y quedan por lo menos otros sesenta para terminarla, porque se está esculpiendo en una montaña de Dakota del Sur a base de voladuras controladas de alta precisión, primero, y con cincel y martillo, después.

Son famosos los gigantescos rostros de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln esculpidos en el turístico Monte Rushmore. Pues igual será el de Caballo Loco, solo que las caras de los presidentes miden dieciocho metros y la de Caballo Loco mide ya veintisiete. Y eso que todavía falta dar forma al caballo, porque cuando terminen el memorial la escultura medirá en altura ciento setenta metros.

Será la última batalla que le gane Caballo Loco a los rostros pálidos.

Amoroso (y listo) Casanova

Cría fama y échate a dormir. Eso le pasó a Giacomo Casanova.

Que este hombre, con lo listo que era, haya pasado a la historia sobre todo por sus ligues es muy desalentador. El 4 de junio de 1798 moría en un castillo de la República Checa, en la ciudad de Dux, Giacomo Casanova, uno de los tipos que más ha dado que hablar en asuntos de amoríos, pese a que solo estuvo con 122 mujeres en toda su vida. Julio Iglesias dice que ha estado con tres mil y probablemente solo se le recuerde al final por su música. El dato está en que lo de Casanova es cierto.

El señor Giacomo era, no culto, cultísimo; tocaba el violín, manejaba Ciencias y Letras a partes iguales, tradujo la Ilíada, hablaba idiomas, fue poeta… Fabuló, antes que Julio Verne, con un viaje al centro de la Tierra, y ya barruntaba él en sus escritos las invenciones de la televisión y el automóvil. Ilustró con increíbles dibujos un tratado de arqueología, recorrió toda Europa y fue agasajado en todas las cortes. Por supuesto, era guapo y, además de otras cosas, tenía un pico de oro.

Tantas y tan variadas habilidades hicieron de él un hombre inquieto, audaz y a veces marrullero. Porque también sabía aplicar sus conocimientos en la estafa, como cuando vendió a un mercader una fórmula mágica para aumentar el vino de los barriles; o como cuando convenció a una marquesa madura de que podría trasladar su alma al cuerpo de un recién nacido.

Un liante, porque a saber qué consiguió de la marquesa a cambió de renacerla.

En España tuvimos el honor de contar con su presencia, y sus rocambolescas andanzas en este país están reflejadas en cuatro capítulos de sus memorias. Decía que los españoles eran en general pequeños, feos y mal formados, pero las españolas… uyuyuy las españolas; eran encantadoras, llenas de gracia y con un temperamento de fuego.

Pero todo brillo se apaga, y Casanova se cansó hasta de sí mismo. Abandonó toda aventura y se retiró entre libros y escritos. Solo en el último minuto se acordó de Dios. Por si acaso, más que nada.

Sus últimas palabras fueron: «He vivido como un filósofo y muero como un cristiano». Pero conociéndole, su último pensamiento debió de ser: «Que me quiten lo bailao».

Nace el ambivalente caballero D’Eon

En la última escena de la película Con faldas y a a lo loco, Jack Lemmon abandona su aguda voz de señorita para gritarle al barquero que la pretende eso de: «¡Soy un hombre!». Pues más o menos en estas se pasó media vida un peculiar personaje que nació el 5 de octubre de 1728, y al que pusieron por nombre Carlos Genoveva Luis Augusta Andrés Timotea d’Eon de Beaumont. Tres nombres femeninos y dos masculinos.

Acabó siendo el más famoso espía de la corte de Luis XV gracias a esta ambivalencia sexual.

Cuando nació nadie dudó que fuera un niño, porque había un par de buenas razones a la vista. Y como un niño se crio, estudió y se hizo abogado. Eso sí, con cintura delicada, sin barba y con maneras dulces.

Entre los juegos cursis que entretenían a los cortesanos de Versalles estaba el disfrazarse de mujer, y de esta guisa vio un día el rey Luis XV al caballero D’Eon. A partir de aquí se lio el asunto. El rey envió al caballero a una delicada misión con la zarina rusa Elisabeth I, que se negaba a negociar con hombres. El caballero, por tanto, hizo su labor diplomática vestido de mujer. Y tras el éxito de esta misión y su nombramiento como capitán de Dragones del Rey, tuvo que atacar unas cuantas más aprovechando su habilidad para dar el pego. Tan pronto cotilleaba en los salones abanico en mano, como dirigía las tropas espada en ristre.

Pero las cosas se le complicaron durante una misión en Londres. Fue entonces cuando comenzaron a correr rumores sobre el auténtico género del personaje y hasta se cruzaron apuestas sobre el sexo de aquel ¿caballero? El propio Luis XV acabó mosqueado con su espía, y a estas alturas ya no sabía si había estado pagando a un hombre o a una mujer.

Le obligó a hacer una declaración jurada aclarando su sexo, y el caballero, quizás sospechando que siendo una dama le iría mejor, confesó que era una mujer. Una orden real le obligó a seguir en Inglaterra y a no usar nunca más ropa masculina, cosa que cumplió a rajatabla hasta la ancianidad con tal de no perder su pensión. El caballero D’Eon renovó todo su fondo de armario y acabó siendo mademoiselle D’Eon, aunque no por ello dejó de ligar con señoras.

Y como a una señorita la recibieron los médicos en la sala de autopsias cuando murió con ochenta y dos años. Nadie volvió a dudar de su sexo porque allí seguían el mismo par de buenas razones con las que nació.

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