Se armó la de San Quintín (21 page)

Read Se armó la de San Quintín Online

Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
7.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por si acaso, Inglaterra envió a Santa Elena un gobernador con malas pulgas y con tres mil hombres que no iban a quitarle el ojo a Napoleón. Un gobernador con el que se llevaba a matar, porque el Bonaparte exigía que le tratara como alteza imperial y el inglés le llamaba general. El emperador sabía que ya no se podía caer más bajo y se resignó a su suerte, pasando el rato entre sus fieles con el relato de sus batallitas y las tertulias sobre literatura.

Cinco años, seis meses y cinco días después de contemplar por primera vez los acantilados de Santa Elena, Napoleón murió. Quizás enfermo, quizás envenenado. Seguro que aburrido.

Sea como fuere, fin de la peor pesadilla de los ingleses.

La (primera) conjura de El Escorial

Han pasado más de cuatro siglos desde que el 31 de marzo de 1578 muriera asesinado a espada en un callejón de Madrid Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria. Todavía nadie sabe a cuento de qué lo mataron ni quién ordenó su muerte. Quizás les suene el episodio porque lo reproduce la película La conjura de El Escorial, del realizador Nono del Real, y a día de hoy muchos historiadores darían su mano derecha por descifrar aquel asesinato. ¿Fue un asunto de faldas o un crimen político?

Situemos a los protagonistas. Juan de Escobedo era el secretario de don Juan de Austria, ya saben, hermano de Felipe II y gobernador de Flandes. Pero se hace necesario meter en escena a un personaje más: Antonio Pérez, secretario a su vez de Felipe II. Y a otro más: a la princesa de Éboli, quizás amante de Antonio Pérez y puede que también de Felipe II. ¿Se han perdido? No importa, todo el mundo se pierde con esta trama.

Para intentar entender el asesinato de Escobedo hay varias hipótesis. Una: que Felipe II y su secretario, Antonio Pérez, ordenaran su muerte porque Escobedo apoyaba a su señor, don Juan de Austria, en su intento de apear del trono al rey para ceñir él la corona. Escarmentando a su secretario, don Juan recibiría el mensaje de que se estuviera quietecito.

Segunda conjetura: quien se lo cargó fue Antonio Pérez, porque Escobedo le pidió ayuda para llevar a cabo el destronamiento de Felipe II, y como Pérez le dijo que nones, Escobedo lo amenazó con chivarse al rey de sus amoríos con la princesa de Éboli.

Y tercera teoría: Escobedo era un bocazas ambicioso y un intrigante al que había que quitar de en medio para bien de Felipe II, de don Juan de Austria y del país entero.

Estas son las hipótesis, pero no hay solución al enigma, solo consecuencias: Felipe II acabó muy cabreado, desterró a Antonio López, encerró a la princesa de Éboli, bajó los humos a su hermano don Juan de Austria y enterró a Juan de Escobedo.

Pero estamos como al principio. ¿Quién ordenó el crimen y por qué?

La (segunda) conjura de El Escorial

Si famosa fue la conjura de El Escorial del siglo XVI, no le fue a la zaga la del XIX. Aunque no fueron las dos únicas. Si Nono del Real —que, ya ha quedado dicho, tomó la primera conjura como base para su película— hubiera cogido carrerilla y se hubiera animado a hacer una serie con todas las conspiraciones que abrigaron los muros de El Escorial, le habrían salido veintisiete películas.

Otra conjura igualmente famosa se destapó el 29 de octubre de 1807 y dejó a la monarquía española a la altura del betún. Fue durante el reinado de Carlos IV, alias El pocas luces, y el principal conjurado resultó ser su propio hijo, el que acabaría coronado como el séptimo de los fernandos. El abrazafarolas de Fernando VII.

En esta historia hay cinco personajes clave: Carlos IV, el rey; María Luisa de Parma, la reina; Manuel Godoy, primer ministro y liado con la reina; el príncipe Fernando, heredero y fullero de la corona, y Napoleón, que no necesita presentación.

Era una época convulsa, con España en quiebra y una corte miope, incapaz de tomar nota de lo que había pasado con la reciente Revolución Francesa. Carlos IV tenía a Manuel Godoy como mano derecha, y Godoy, ya puestos, sustituyó a Carlos IV en la política y en la cama.

El heredero, el atocinado príncipe Fernando, acabó odiando a su padre, a la reina y a Godoy. Sobre todo a Godoy, al que envidiaba sobremanera porque era el que manejaba los asuntos reales. Así que el príncipe se unió a una camarilla de nobles y juntos intrigaron para hundir a Godoy, hacer abdicar a Carlos IV y humillar a la reina. Y todo esto poniendo interés en que Napoleón estuviera al tanto de todo, porque si Fernandito conseguía el apoyo francés sería pan comido acceder al trono.

Pero Carlos IV se enteró de la conjura, se plantó en El Escorial y allí pilló en calzones a su hijo. Lo encerró en sus habitaciones y los conjurados acabaron detenidos unos y otros desterrados.

Pero después de tanto lío y tanta intriga, el rey va y perdona al príncipe, y el Consejo de Castilla absuelve a los compinches. España pensó: «¿Pero qué pitorreo es este?». Si ya tenía poco prestigio la corona, la falta de mano firme en la conjura de El Escorial remató la blandenguería del rey.

¿Quién sacó partido de todo esto? Napoleón, que inmediatamente dedujo que con semejante familia de panolis estaba chupado invadir España.

Una austriaca en la corte de Francia

Tiene guasa nacer el Día de los Fieles Difuntos, pero eso le ocurrió a María Antonieta de Austria-Lorena, más conocida como María Antonieta, a secas. El 2 de noviembre de 1755 vio la luz aquella locuela reina de Francia que pasó a la historia única y exclusivamente porque la decapitaron.

Con la buena vida que le esperaba a la niña Antonieta en Viena, en la tranquila corte austriaca, en mala hora decidieron casarla con el delfín francés. Tampoco es que le esperara una vida de perros en la corte francesa, salvando algún que otro ataque de estrés cuando se le amontonaban las citas con el peluquero o la modista y los bailes o las correrías por su artificial aldea de pastorcillas de Versalles.

María Antonieta vivió feliz y contenta en su palacio austriaco hasta que a los catorce años le dieron la noticia: «Niña… te vas a casar con el futuro rey de Francia». Olé y olé. «Mira qué bien… voy a ser reinona». Le hizo ilusión al principio, porque se iba a vivir a lo más de lo más. Al finolis París, a Versalles, a hacer lo que le viniera en gana.

Otra cosa fue cuando le presentaron al novio, el que acabaría siendo Luis XVI: gordito, con cara de simplón, bastante torpe, mal bailarín y peor amante. Y puesto que no le gustaba el marido, se buscó otros entretenimientos. Que si ahora toco el arpa, que si luego monto una cacería… después un baile de disfraces… y luego me voy a la modista y quedo con el peluquero. Pero con todo, la frase que más veces debió de oír su esposo de boca de María Antonieta fue: «Me aburro».

Y para que dejara de aburrirse en el palacio de Versalles, donde estaba permanentemente rodeada de miles de cortesanos pelotas y en donde no podía comerse un filete sin ser observada, Luis XVI le construyó en los jardines la famosa aldea campestre en la que la reina jugaba con sus amiguitas a que era una pastora. Pero ocurre que mientras ella organizaba corros de la patata en su artificial pueblecito, la verdadera Francia rural se moría de hambre y los franceses estaban a un paso de montar la revolución. A María Antonieta, ya saben, se le cortó la risa de un golpe de guillotina.

De no haber sido así, María Antonieta hubiera sido absolutamente nada.

Jorge V de Inglaterra y su inepto primogénito

¿Queda alguien por ver la película El discurso del rey? Es una historia tan real como la vida misma a la que no le sobra ni una coma.

El 20 de enero de 1936 murió el rey de Inglaterra Jorge V, y el protocolo dice que en cuanto se muere un rey, corre turno y sube el siguiente. La ceremonia viene después, pero la proclamación, eso de «El rey ha muerto. Viva el rey», es en el momento del fatal trance. Por eso el mismo día en que se murió Jorge V empezó a reinar el príncipe de Gales, aquel vivalavirgen que pasó a ser Eduardo VIII.

Qué desastre de hombre y qué calamidad de reinado. Por eso acabó en el trono su hermano, el que tartamudeaba, el del discurso.

Jorge V aguantó sin morirse todo lo que pudo porque sabía la que se venía encima. Él no quería que heredara el trono su hijo mayor, Eduardo, y lo dijo muy clarito: «Cuando yo falte, el muchacho se hundirá en doce meses». Se equivocó por uno, porque duró once.

Jorge V hubiera preferido que reinara su segundo hijo, Bertie, mucho más sensato y capaz, pero como esto es así, toca el que toca, se aguantó con el primogénito, liado siempre con señoras casadas, preocupado por la moda, pagado de sí mismo y amante del fascismo. Cantaba tanto que aquel personaje sería un pésimo rey, que hasta su secretario personal lo dejo escrito: «Lo mejor que podría sucederle a él y al país sería que se partiese la crisma».

El error lo cometió Jorge V al no atreverse a alterar la línea de sucesión. Lo podría haber hecho, y, de hecho, se lo llegó a plantear, pero se temió que los ingleses no lo entendieran porque desconocían de la misa la media. Los británicos solo veían a un príncipe de Gales que marcaba estilo, yendo y viniendo con la sonrisa puesta, acaparando portadas de periódicos y revistas… Es lo que tiene dejarse distraer con lo que te ponen frente a las narices. El pueblo inglés no sabía de sus juergas y sus despilfarros, de su apoyo a Mussolini, de su amor por los nazis y de que cada vez que abría la boca subía el pan. Llegó a decir el príncipe Eduardo que el Reino Unido tenía una democracia chapucera y que mejor sería seguir el ejemplo de Hitler.

Su empeño en casarse con Wallis Simpson en realidad era lo de menos, pero así dio la excusa perfecta para que se apeara del trono y quitarle a Gran Bretaña aquel muerto de encima.

Juan de Borbón se manifiesta

El 19 de marzo de 1945 don Juan de Borbón pidió la dimisión de Franco. Y si Franco hubiera sabido lo que era la risa, se hubiera muerto revolcado en mitad de un ataque.

En esa fecha, el hijo de Alfonso XIII envió un manifiesto a los españoles desde Suiza en el que requería «al general Franco para que, reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria, abandone el poder y dé libre paso al Régimen Tradicional de España, único capaz de garantizar la Religión, el Orden y la Libertad».

Al margen de que la declaración suene de lo más solemne, no queda más remedio que preguntarse desde cuándo a esta parte el «régimen tradicional» de España ha garantizado la libertad de los españoles. Respecto a las otras dos premisas, religión y orden, más que garantizarlas, ese mismo «régimen tradicional» se encargó de imponerlas.

Y ojo al año de tan contundente declaración: 1945. Hitler y Mussolini ya estaban fuera de juego.

El manifiesto exigiendo a Franco que devolviera el poder a la monarquía se produjo cuando don Juan vio que la España franquista había perdido sus dos principales apoyos: la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Pensó don Juan que había llegado su momento, y pensó Franco inmediatamente después: «Que te crees tú eso. España me la quedo yo».

En el manifiesto derramó Juan de Borbón sus intenciones para cuando recuperara el trono. A saber, convocatoria de elecciones, aprobación de una Constitución, respeto a los derechos de la personalidad humana, reconocimiento de la diversidad regional y amplia amnistía política. Lo que fuera con tal de regresar. Pero ni encontró apoyos en el interior, ni mucho menos en el exterior, porque Europa tenía sus propios problemas después de cinco años de guerra mundial y lo que menos le preocupaba era España y su monarquía.

Además, no era ningún secreto que tanto Alfonso XIII como Juan de Borbón se habían puesto en su momento a las órdenes de Franco y su gloriosa cruzada. Lógico, porque los tres tenían un enemigo común, la República, y sólo con el triunfo franquista existía la esperanza de recuperar el trono. Pero su generalísimo les salió rana y no soltaba el poder ni a la de tres. Alfonso XIII se murió sin volver a España y don Juan vio que, o movía ficha aprovechando los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial, o nunca se iba a calzar la corona. Pero ya era tarde para manifiestos, para buscar apoyos y para toserle al dictador.

Con Franco, también lo comprobó Juan de Borbón, no se vivía mejor.

Peripecias eclesiales
Santiago, el insaciable apóstol recaudador

No se salten esta historia, porque tiene chicha. El 12 de octubre de 1812 las Cortes de Cádiz abolieron el Voto de Santiago. Dicho así, sabe a poco, porque ¿qué diablos era el Voto de Santiago? Agárrense: un impuesto que desde hacía siete siglos venían pagando los campesinos españoles al arzobispado de Santiago de Compostela porque el apóstol se había aparecido montado en un caballo blanco para ayudar a los cristianos contra los musulmanes. Santiago Matamoros ayudó a ganar la guerra y por eso había que pagar a la sede compostelana. Menuda estafa… setecientos años pagando un impuesto por algo que no existió.

Todo empezó en la famosa batalla de Clavijo, una batalla de leyenda en la que ni cuadran fechas, ni cuadran hechos, ni mucho menos el apóstol Santiago montado a caballo ayudó a ganarla. Esta es la leyenda: allá por el siglo IX, el rey asturiano Ramiro I se levantó en armas contra el emirato omeya de Córdoba, hasta que Abderramán II acorraló al cristiano en Clavijo, al sur de Logroño. Estaba el rey a punto de sucumbir, cuando se oyó el grito: «¡Dios, ayuda y Santiago!»… momento crucial en el que el apóstol hizo ¡chas!, y apareció a su lado. Espada en mano, aquella visión se dedicó a matar musulmanes hasta que desbarató las tropas. Nació el mito de Santiago Matamoros.

Ahí es cuando se inventaron que el rey Ramiro hizo un voto a Santiago; o sea, una promesa para agradecerle la ayuda en la batalla de Clavijo. Prometió entregar parte de la cosecha y de la vendimia, y puesto que en Compostela estaba la supuesta tumba del supuesto Matamoros, allí se comenzó a recaudar en algún momento posterior un tributo obligatorio que llamaban «los votos». Como el apóstol Santiago no podía cobrar el impuesto directamente, ¿quién lo cobraba? Pues los responsables eclesiásticos.

Y fue tres siglos después, en el XII, cuando apareció un personaje que, de haber existido Hollywood, se hubiera llevado el Oscar al mejor guión adaptado. Se llamaba Pedro Marcio, era un canónigo de Compostela y el primero que escribió sobre la aparición de Santiago Matamoros en la batalla de Clavijo. El que convirtió la mentira en verdad. ¿Por qué se tardó tres siglos en dejar constancia por escrito de aquella leyenda? Porque el tiempo iba pasando, se corría el riesgo de que la patraña se fuera olvidando y el cabildo de Compostela necesitaba que quedara justificación por escrito de por qué se estaba pagando el impuesto.

Other books

The Book of Murdock by Loren D. Estleman
Specimen Days by Michael Cunningham
Taking Courage by S.J. Maylee
Instinct by J.A. Belfield
Mrs. Hemingway by Naomi Wood
As You Wish by Jackson Pearce