Se armó la de San Quintín (18 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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La incongruencia francesa residía en que los mismos hombres que doce años antes habían decapitado a Luis XVI votaban ahora en el Senado a favor de un emperador disfrazado de demócrata. Pero porque, en el fondo, a los políticos franceses les interesaba ese afán invasor del Bonaparte. ¿Por qué conformarse con una república cuando se puede tener un imperio?

… y finalmente coronado

El 2 de diciembre de 1804 el cielo de París amaneció cubierto y azotado por un frío viento del norte. Si rompía a llover y si el viento no amainaba, el mayor acontecimiento social del siglo XIX francés se iría al garete, y cualquiera aguantaba después a Napoleón.

El día no mejoró, pero tampoco fue a peor; por eso en la mañana de aquel 2 de diciembre se celebró la coronación de Napoleón I como emperador de Francia. París no ha vuelto a vivir semejante atasco.

Napoleón había sido proclamado emperador por el Senado seis meses atrás, en mayo, pero faltaba la coronación, un circo de tres pistas para que Europa se diera por enterada de que Francia volvía a ser un imperio. La logística fue complicada de organizar, porque el único sitio posible para recibir a veinte mil personas y a un papa era Notre Dame, pero había un problema: la catedral estaba rodeada de casas que no permitían que el cortejo imperial luciera con el desahogo deseado. Solución: que las tiren. Y las tiraron.

Segundo inconveniente: el gótico no estaba de moda; era feo y anticuado, y Notre Dame es gótica. Solución: que la tapen. Y la taparon. El exterior se cubrió de cartón piedra y el interior, de tapices.

Pero el problema más gordo se presentó cuando Josefina fue a chivarse a Pío VII de que ella y Napoleón estaban casados, pero por lo civil, detalle este que desconocía el papa y por el que se negó a bendecir la coronación de la pareja imperial si antes no se casaban como Dios manda.

Napoleón montó en cólera, pero al final tragó y aquella madrugada previa a la coronación se casaron deprisa y corriendo.

Aún faltaba por definir un pormenor referido al solemne acto imperial. ¿Quién pondría la corona? «Me la pongo yo —dijo Napoleón—, que si no luego en Roma os creeréis con poder sobre el emperador». «Pues te la pones tú o que te la ponga tu padre —contesto Pío VII—, pero entonces yo no estaré en el altar cuando jures la Constitución, porque Roma no acepta tonterías democráticas». «Pues vale… pues no estés».

Fue una coronación de lo más accidentada, un acto que se perdieron muchos porque no salieron a tiempo del atasco de gentes y carruajes que sufrió París. Seis meses preparándolo todo y se olvidaron de organizar el tráfico.

La tragedia de Khodinka

Menuda fiesta la que había montada aquel 26 de mayo en Moscú. Toda la aristocracia europea con diamantes hasta la cejas, autoridades eclesiásticas ortodoxas con sus mejores sedas, representantes de todas las Rusias con sus graciosos vestidos étnicos…

Un show de lujo y colorido porque el 26 de mayo de 1895 se celebraba la coronación del zar Nicolás II. Una coronación en mitad del derroche y la más insultante pompa cuando la que ya reinaba en el país era su majestad la hambruna.

Pero aquel día no se recuerda por la coronación del último zar de Rusia, sino por la tragedia de Khodinka. Un zar coronado y miles de muertos en su honor.

Tal y como era costumbre, cuando un nuevo zar asentaba sus reales el Estado organizaba una fiesta para la plebe, de tal forma que se habilitaba un gran espacio en las afueras de Moscú para repartir cerveza y unas chucherías. A un acontecimiento así llegaba gente de todos los rincones del imperio porque significaba comida gratis.

El lugar elegido para estabular al personal fue el campo de Khodinka, un lugar de entrenamiento del ejército lleno de zanjas, agujeros y trampas. Hasta allí llegaron quinientas mil personas, pero solo se dispuso un mínimo escuadrón de cosacos para mantener el orden. Corrió el rumor de que no iba a haber cerveza y comida para todos, y la gente se abalanzó hacia los puestos para asegurarse una ración. Y cuando una muchedumbre hambrienta se pone en marcha, mejor apartarse y aguantarse el hambre. Al menos dos mil muertos quedaron sobre el campo de Khodinka aplastados o asfixiados por la masa.

La tragedia se le ocultó al zar. Lógico… era para que al pobre no se le arruinara el gran día de la coronación, así que se tuvieron que dar prisa en retirar todos los cadáveres para que Nicolás II no viera en lo que había desembocado su gran fiesta.

Bajo el pabellón imperial que se había levantado en Khodinka para que el zar saludara desde allí a su pueblo en compañía de la más granada aristocracia, se apilaron cientos de cadáveres. La emoción les anuló el hedor de la muerte pese a que emanaba de debajo de sus pies.

Alguien dijo en aquel día de fiesta que el imperio de Nicolás II había empezado mal; una clara señal de que iba a acabar peor. Con él moriría también el imperio de los Romanov.

Carlos V… ¿austero?

Quien haya hecho un recorrido turístico por Cáceres, por la comarca de La Vera, seguro que habrá realizado una paradita en Cuacos de Yuste para darse un garbeo por el famoso monasterio que albergó durante año y medio al único emperador español con mando en plaza en tres continentes.

Y fue el día 3 de febrero de 1557 cuando Carlos I de España y V de Alemania llegó a Yuste para ya no salir de allí. Seguro que han oído hablar de la austeridad con la que vivió el emperador sus últimos meses de vida y de su retiro sombrío con la religión como único refugio. Como esto es muy discutible, discutámoslo.

Primero y fundamental: el emperador Carlos no se instaló a vivir en el convento jerónimo de Yuste. Lo que hizo fue ordenar construir un palacete anexo de dos plantas, una cálida para el invierno y otra fresquita para el verano. El chalecito tenía dos orientaciones: una hacia el jardín, para que le llegaran los rumores del riachuelo que por allí fluía, y otra hacia el monasterio, de tal forma que, abriendo una ventana de su habitación, Carlos V se asomaba al altar de la capilla y oía misa desde la cama. Mantuvo un servicio de veintidós personas y ordenó un casting entre monjes de toda España para seleccionar a treinta y ocho que cantaran estupendamente bien y que cada día le dieran un recital.

¿Que el pobre estaba muy enfermo? Pues sí, pero es que no hacía puñetero caso a los médicos. Cómo no iba a tener almorranas con lo que tragaba aquel hombre. ¡Y sin mover ni un músculo! Cómo no iba a tener gota si no dejaba de darle al vino, la cerveza y el aguardiente. En Yuste montó destilería propia y se llevó con él a maestros cerveceros para que las cañitas no faltaran. Las comidas y cenas eran pantagruélicas, bien rematadas con dulces, mermeladas y melón. Mucho melón.

Y ojo, que Carlos V montaba en cólera cada vez que las viandas no llegaban en perfecto estado a Yuste, sin importarle que en aquel siglo XVI su residencia estuviera en el trasero del mundo, con la autovía de Extremadura aún por construir y alejada de toda ruta comercial.

En este ambiente tan ¿austero? pasó Carlos V sus últimos dieciocho meses de vida. Un suplicio que sobrellevó como pudo el último emperador español.

La Farsa de Ávila

La historia que sigue es una de esas un tanto estrafalarias por las formas pero de enormes consecuencias para este país. El 27 de abril del año 1465 la nobleza y la Iglesia castellanas apearon del trono al rey legítimo Enrique IV y en su lugar sentaron a su medio hermano Alfonso, seleccionado porque, al ser bastante pavo debido a su adolescencia, sería el perfecto rey títere.

Pero el pelele se les murió, hubo que buscar otro repuesto, y por eso acabó como reina la otra hermana, Isabel la Católica. Aquel día de abril arrancó lo que acabaría culminando en la famosa Farsa de Ávila.

En la Castilla del siglo XV, la nobleza castellana, a tortas por conseguir más territorios y más rentas, quería quitarse de encima a Enrique IV porque no servía a sus intereses. Pero como el rey no se dejaba, decidieron deponerlo. Se inventaron una serie de agravios: que si era demasiado pacífico, que si era amiguete de los musulmanes, que si era homosexual… pero la acusación más grave era que su hija Juana, la que debería sucederle en el trono, la conocida como la Beltraneja, no era su hija. Menuda estupidez. Como si los hijos ilegítimos hubieran sido un problema para la monarquía española. En fin, que solo eran excusas.

El 27 de abril se depuso a Enrique IV y se nombró a su medio hermano Alfonso como rey de España, Alfonso XII, que como bien deducirán no cuenta para el recuento de la numeración real porque luego tuvimos otro Alfonso XII. Pero como la deposición oficial les pareció a los nobles un poco sosa, quisieron teatralizarla. Así fue como mes y pico después montaron una performance en Ávila.

Hicieron un muñeco que representaba a Enrique IV en efigie, lo disfrazaron de rey y allí, con público y sobre un cadalso, le leyeron una lista de agravios; le quitaron la corona, le arrebataron el bastón real y por último arrearon un guantazo al muñeco y lo tiraron al suelo al grito de: «¡A tierra, puto!».

Aquello se conoció como la Farsa de Ávila y provocó que estallara la guerra entre los dos bandos. Y como en mitad de estas refriegas el rey Alfonso, el pelele, se les murió —o se lo cargaron, no está claro—, acabó en el trono Isabel la Católica.

¿Qué hubiera sido de este país sin ella? Pues tampoco hace falta ponerse en lo peor.

Un bobo duelo de reyes

En la Europa del Medievo, reyes y papas se las pasaron a tortas por ver quién lograba agrandar y engrandecer sus dominios, y en el siglo XIII la isla de Sicilia fue especial objeto de disputa. Cuando no estaba en poder de los normandos, la tenían los alemanes; cuando no, los franceses, y si no, los aragoneses.

El 1 de junio del año 1283, en mitad de una de las disputas, se produjo uno de los duelos más tontos protagonizados por dos reyes. Aquí va el ejemplo de por qué cuando uno queda para pegarse con otro, es fundamental fijar, además del día, la hora. Más que nada para coincidir.

Para entenderlo con solo cuatro datos: en Sicilia mandaban los germanos, pero el papa nombró por su cuenta y riesgo al francés Carlos de Anjou como rey del territorio. Germanos y franceses, molestos con la decisión, fueron a la guerra. Ganó el francés, que entró en Sicilia como un elefante en una cacharrería. Los sicilianos acabaron echando a los franceses, pero para sentirse más seguros ofrecieron el reino a Pedro III de Aragón. El rey Pedro aceptó, porque, mira qué bien, Sicilia pasaba a ser aragonesa y todos los sicilianos, maños.

Pero los franceses continuaron empeñados en volver a Sicilia, solo que ahora la lucha era contra Aragón. Como la guerra no avanzaba, Carlos de Anjou le dijo al rey: «Mira, Pedro… quedamos en Burdeos, tú llevas cien hombres y yo otros cien, nos pegamos y el que gane se queda definitivamente con Sicilia». «Vale», dijo el aragonés.

Pero entonces intercedió el papa, que le dijo al francés: «¿Tú estás tonto? Tu ejército es mucho más poderoso y sin embargo estás combatiendo en igualdad de condiciones».

Carlos de Anjou cayó entonces en la cuenta y dijo: «Anda, pues es verdad», e ideó una treta para salir del trance.

Dejó que llegara el rey con sus cien hombres a la cita, y como Pedro III esperó y allí no aparecía nadie, el aragonés se declaró ganador y se dio media vuelta para volver a casa a la vez que llamaba a Carlos de Anjou cobarde con todas las letras. Cuando los aragoneses ya se habían ido, llegó el francés, y sin rastro del enemigo, se declaró vencedor y dijo que Pedro III era un gallina.

Conclusión: la guerra continuó y nadie volvió a tocar el tema de la cita. Eso sí, los franceses no volvieron a poner el pie en Sicilia.

Los incordios de los duques de Windsor

Ya es del dominio público que cuando el rey Eduardo VIII renunció al trono de Inglaterra para casarse con la divorciada Wallis Simpson, se convirtió en un grano en salva sea la parte para su país debido a sus peligrosas amistades con los nazis. Y fue el día 22 de junio de 1940 cuando España disfrutó del dudoso honor de recibir la visita de los duques de Windsor. Una visita que trajo de cabeza a Churchill y al embajador británico y que hizo mucha ilusión a los alemanes y a Franco.

En pocas palabras, desde que Eduardo VIII decidió abandonar el trono para casarse con la señora Simpson, se dedicó a vivir a cuerpo de rey sin ser rey, porque renunció a la corona pero no a los emolumentos que le daba la corona. Y estaban los duques de Windsor tan tranquilos en un castillo francés, cuando los nazis invadieron Francia, así que tomaron las de Villadiego y se fueron a Madrid hasta decidir hacia dónde encaminar sus pasos.

Winston Churchill se puso de los nervios cuando supo que los duques estaban en España, porque aquí mandaba Franco y Franco era amiguete de los nazis, con lo cual sabía que el duque de Windsor lo tenía fácil para establecer contactos.

Comenzaron entonces las maniobras diplomáticas desde todos los frentes: Churchill encargó al embajador británico en España que vigilara de cerca al duque, Franco envió al ministro de Exteriores para que sondeara las intenciones de Eduardo y Wallis, y los alemanes les bailaban el agua para que el destronado rey influyera en su país y pusiera a Inglaterra del lado de Hitler. Está claro, pues, que durante los siete días de estancia en Madrid los duques de Windsor tuvieron una apretadísima agenda. El embajador se les pegó como una lapa, Churchill le pedía que volviera de inmediato a Inglaterra y, mientras, Franco y los alemanes le decían que no tuviera prisa, que se sintiera como en casa.

Tanto fue el acoso, que siete días después los duques de Windsor se fueron a Lisboa porque no tenían el cuerpo para tantas y tan sutiles presiones. Pero la capital portuguesa tampoco era un buen sitio donde tener controlada a la intrigante pareja, así que a Churchill ya no le quedó otra que mandarlos lejos para que dejaran de enturbiar la política inglesa en plena Segunda Guerra Mundial.

El duque de Windsor fue nombrado gobernador de Bahamas, donde continuó viviendo a cuerpo de rey, pero sin incordiar.

El precoz compromiso de Luis XV

Allá va otra extravagancia monárquica. El 31 de marzo de 1722 el rey de Francia Luis XV se comprometió en matrimonio sin el más mínimo interés y con absoluta desgana con la infanta española María Teresa Ana Victoria, hija del primer Borbón moderno, Felipe V.

El muchacho no es que mostrara mucho entusiasmo, porque con doce años lo último que le apetece a un chaval es que le cuelguen una esposa. El interés de la novia tampoco era mayor, porque con cuatro añitos tampoco te apetece un marido, y encima con peluca empolvada.

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