La pregunta es: ¿qué hacían los cruzados arrasando Constantinopla si ellos habían salido de Venecia con destino a Tierra Santa? ¿A qué vino entretenerse por el camino? Pues vino a lo siguiente: en Constantinopla, capital del imperio bizantino, tenían sus líos políticos entre emperadores. Se destronaban en cuanto podían. Un príncipe llamado Alejo, hijo de un emperador derrocado, se plantó en Venecia cuando la cuarta cruzada estaba a punto de salir, y les pidió que, hombre, si no les importaba, se desviaran a Constantinopla y le ayudaran a recuperar el trono que le habían quitado a su padre. A cambio, ofreció hasta lo que no tenía. Los cruzados dijeron: «Pues vale, si hay pasta…».
La cuarta cruzada llegó a Constantinopla, guerreó y consiguió que el príncipe Alejo se sentara en el trono. Pero cuando le dijeron: «Oye… y de lo nuestro ¿qué? ¿Dónde está lo que nos ibas a pagar?», resultó que no había un duro, porque el emperador depuesto huyó de Constantinopla con todos los tesoros del imperio.
Las cosas, además, se fueron liando. Los constantinopolitanos estaban más que enfadados por la injerencia de los cristianos romanos en los asuntos de los cristianos ortodoxos, y encima el recién nombrado emperador fue depuesto a su vez por otro emperador, con lo cual los cruzados vieron que allí no había forma de cobrar. O conseguían el botín por su cuenta o se iban a quedar a dos velas. Y saquearon Constantinopla.
No quedó obra de arte en la ciudad ni monumento sin incendiar ni mujer sin violar. Ochocientos años tardó Roma en pedir perdón porque a sus chicos se les fue la mano.
Si es que a veces no se puede hablar contra nadie porque luego no sabes quién va a mandar. Eso le pasó a Cicerón, que la emprendió contra Marco Antonio para apoyar a Octavio, y luego resultó que Octavio y Marco Antonio se hicieron amiguetes.
El 7 de diciembre del año 43 antes de nuestra era, un grupo de centuriones le rebanaron el cuello al gran orador Cicerón, aquel que soltaba sus encendidas filípicas en el Senado romano. Este hombre tenía mucho cuajo y no se calló ni en el último momento. Dijo él: «No es correcto lo que estás haciendo, soldado, pero trata de matarme correctamente». Qué redicho.
Contado muy rápidamente: Cicerón era republicano, enemigo de la dictadura de Julio César, y por tanto odiaba a Marco Antonio, el noviete de Cleopatra, porque quiso ser el sucesor de César. Cicerón quería hundirlo, y para ello se dedicó a soltar por su boca de todo. Lo llamó bandolero, asesino, trepa… y a la vez declaró su apoyo al enemigo de Marco Antonio, a Octavio, que luego acabó siendo el primer emperador de Roma.
Como la política hace extraños compañeros de cama, resultó que los enemigos Octavio y Marco Antonio acabaron gobernando juntos. Así que, en cuanto pudo, Marco Antonio le dijo a Octavio: «Oye… a mí este me ha puesto a parir y me lo voy a cargar».
Cicerón intentó salir por pies, pero los centuriones lo pillaron cuando intentaba huir en su litera. Le cortaron la cabeza y las manos, porque el rencoroso Marco Antonio quería seguir regodeándose: expuso las manos y la cocorota del orador en el Foro romano.
La cabeza se colocó con la lengua fuera y atravesada con las horquillas del pelo de Fulvia. ¿Fulvia? ¿Quién era Fulvia? Pues fue la primera mujer de Marco Antonio, que tampoco se libró de los ataques de Cicerón.
Así acabó el histórico orador Marco Tulio Cicerón, aquel que no tuvo pelos en la lengua pero que acabó con ella taladrada por unas horquillas de pelo. Dijo Cicerón en su duodécima filípica: «Es propio de cualquier hombre equivocarse, pero solo el necio persevera en el error». El tiempo demostró que Cicerón tenía razón, que Marco Antonio fue un perseverante tirano y, por tanto, un necio.
Siempre se habla de la famosa toma de Granada por los Reyes Católicos el segundo día de aquel mítico 1492, pero si hay que ser exactos, lo de Granada, más que una toma, fue una entrega. Y anterior a esa fecha.
El 25 de noviembre de 1491 el Rey Chico, Boabdil, después de muchas negociaciones en secreto con los enviados de los reyes, aceptó entregar Granada y envió a uno de sus fieles al campamento de Santa Fe para que firmara la capitulación. El muy iluso puso condiciones, entre ellas la libertad de culto. Los reyes dijeron: «Vale, lo que tú digas… Dónde hay que firmar».
Cierto es que Granada estaba acorralada y que ya no había escapatoria, porque la estrategia cristiana fue inmejorable y los nazaritas no recibieron ayuda de sus colegas musulmanes, compinchados con los castellanos para terminar de ahogar el reino granadino. Hacía frío, los víveres se estaban agotando y Boabdil había perdido el favor de sus súbditos. Lo mejor era rendirse y buscar una salida con honra.
Las condiciones que puso Boabdil para la capitulación eran la seguridad de las personas y de sus bienes, la libertad religiosa y el respeto a la forma de vida de los mahometanos. Isabel y Fernando apretaron los labios para aguantarse la carcajada, porque ni se les pasó por la cabeza cumplir con semejantes pretensiones, pero estaban tan ansiosos por cerrar el círculo de la Reconquista que hubieran firmado hasta que Alá es grande.
Boabdil prometió entregar la ciudad a finales de marzo del año siguiente, en 1492. «Uy… eso es tardísimo —dijeron los Reyes—. A finales de diciembre como mucho, porque además tenemos aquí a un tal Cristóbal Colón esperando para ajustar no sé qué historias de un viaje».
Por eso en la madrugada del 1 al 2 de enero el Rey Chico entregó simbólicamente las llaves de la ciudad, rindió honores a los Reyes Católicos y salió caminito de La Alpujarra haciendo pucheros. Solo minutos después ondeaba en la Torre de la Vela del palacio de La Alhambra el pendón de Castilla.
A los granadinos les pasó lo mismo que aquella vez en que España se acostó monárquica y se levantó republicana. Granada se durmió musulmana y despertó cristiana. Porque de lo dicho y de lo firmado, nada de nada.
Al margen de firmas de tratados oficiales o de solemnes declaraciones de independencia, si hay una fecha que marcó de forma irreversible la independencia de Estados Unidos fue la del 19 de octubre de 1781, el día en que el último general inglés se rindió en la última gran batalla. Inglaterra entendió que su poderío colonial americano terminó de irse al garete.
Y es que intentar mantener un imperio desde la corte de Londres, con cinco mil kilómetros de océano en medio es, como poco, complicadillo. Tarde o temprano se te rebela alguien. Cuando no son los nativos, son los colonos.
El asunto de los británicos con sus súbditos americanos comenzó a enredarse seis años antes, cuando la corona inglesa les tocó los bolsillos. Por aquel entonces, Inglaterra acababa de salir de una guerra con Francia, las arcas se quedaron tiritando y decidieron freír a impuestos a los colonos de América. Cierto es que los americanos apenas contribuían, y cuando se dijo que todo el mundo a pagar, tanto los ingleses de Inglaterra como los ingleses de América, los ánimos se soliviantaron. Y así, con la coartada de los impuestos, los colonos dijeron: «Pues ya que estamos, nos independizamos».
Tuvieron que organizarse partiendo de cero, porque ejército no tenían, así que buscaron a un oficial alto y guapo y le nombraron comandante en jefe de los revolucionarios. Ahí tienen a George Washington, que fue repartiendo leña a los ingleses durante los siguientes seis años.
La batalla definitiva fue la de Yorktown, en Virginia, la última gran acción militar de la guerra de la independencia. El general inglés Cornwallis, después de casi un mes de aguantar a George Washington asediando por todos los flancos, capituló aquel 19 de octubre. Ya no había nada más que hacer. Tras marear la perdiz unos meses más, Inglaterra acabó reconociendo la independencia de las colonias y George Washington se retiró a disfrutar de su fama.
Poco sospechaba él que, años después, tendría que volver a sacar las castañas del fuego a sus paisanos, porque las colonias andaban a tortas por ver quién mandaba más. Acabó como presidente y los apaciguó a todos. El primer presidente, ahora sí, de los Estados Unidos de América.
El episodio del Motín de Esquilache (23 de marzo de 1766) lo conocemos todos porque es una de esas historias con gracia.
—Que te cortes la capa…
—No me da la gana.
—Que te recojas el sombrero…
—Pues tampoco quiero… me gusta así.
Pero, puestos a ser exactos, el origen de la bronca que se montó en Madrid hay que situarlo días antes, el 10 de marzo, fecha en la que se hizo pública la Real Orden que obligaba a pegarle un tajo a la capa larga para dejarla por encima de la rodilla y a darle tres puntadas al ala ancha del sombrero para convertirlo en uno de tres picos. Trece días después se armó la marimorena.
La Real Orden redactada por el Consejo de Castilla dispuso inicialmente que todos los españoles dejaran de usar la capa larga y el sombrero gacho, bajo pena de confiscación de las prendas prohibidas y, si se terciaba, algún zurriagazo. Pero esta primera redacción fue rechazada por los fiscales, porque dijeron que esa orden era difícil de cumplir en toda España. El texto se modificó y la prohibición se limitó a la corte, sitios Reales, capitales de provincia y pueblos en los que hubiera universidades.
Las penas a quienes se negaran a acatar el Edicto serían, si el revoltoso era noble, de un peso para quien continuara tocado por el sombrero chambergo, y de dos para quienes siguieran arrastrando la capa larga. Pero si el respondón era plebeyo, nada de multas: a la cárcel directamente.
Se trataba de garantizar la seguridad en la calle, porque, con la capa corta, un malhechor no podría embozarse, y con el sombrero de tres picos llevaría la cara despejada. Durante los siguientes días a aquel 10 de marzo, los alguaciles cazaban a lazo a los infractores para que, inmediatamente después, in situ, los sastres instalados en las calles hicieran el apaño a las prendas ante el cabreo del dueño de la capa, que tenía que aguantar cómo se la desgraciaban en sus propias narices.
El ambiente se fue caldeando hasta llegar al día del motín propiamente dicho, un motín que acabó con Carlos III escondido en Aranjuez, el ministro Esquilache exiliado y los jesuitas expulsados. Debajo de la capa corta y el sombrero de tres picos se ocultaba algo más que una protesta por un simple cambio de moda.
Busquen en la Tierra un lugar virgen. Un lugar casi treinta veces más grande que España y en el que los pingüinos son los reyes del mambo. Un lugar que guarda el 80 por ciento del agua dulce del mundo, clave para entender el planeta y fundamental para conservarlo. Por todo ello, por todas estas bondades, el 1 de diciembre de 1959 se firmó el Tratado Antártico para que el gran desierto blanco pasara a ser patrimonio de todos los hombres, todos los países y todas las culturas. Allí mandan los científicos y más vale que atendamos lo que nos dicen, porque la Antártida empieza a ponerse malita.
Los primeros doce países que firmaron el Tratado Antártico hace más de cincuenta años dejaron claro que la Antártida era de todos y de nadie. Esto es muy bonito dicho así, pero lo que en realidad se consiguió es que todas las aspiraciones territoriales de los que reclamaban ser dueños de tal o cual pedazo de hielo quedaran congeladas. Muy propio esto de dejar congeladas las aspiraciones en la Antártida. Dónde si no.
El acuerdo firmado aquel 1 de diciembre sentó las bases para que el continente blanco quedara consagrado a la investigación científica y para que allí no pisara una bota militar como no sea para apoyo logístico o de visita turística.
Y precisamente esto del turismo es un serio problema, porque ni uno solo de los países firmantes contempló hace medio siglo que las hordas de excursionistas tienen más peligro que tres batallones de infantería motorizada. Cómo iban a imaginar que a un lugar donde hace un frío que pela y más viento que en Tarifa iban a llegar cuarenta mil turistas al año.
De cincuenta años a esta parte, naciones de medio mundo se han adherido también al Tratado Antártico y entre todas han hecho del continente un gran laboratorio abierto a todo aquel que quiera investigar y esté dispuesto a compartir investigación. Los científicos andan ahora volcados en vigilar la temperatura de la Antártida, porque hasta hace un año se creía que estaba libre del calentamiento global y ya se ha demostrado que no, que los pingüinos se han empezado a quitar la bufanda. Mal asunto.
Las naciones del mundo llevan el mismo tiempo armándose hasta los dientes que discutiendo cómo se desarman. Y el 16 de febrero de 1933 el representante español en la Conferencia de Desarme de Ginebra, Salvador de Madariaga, hizo su propuesta pacifista. Aquel día subió al estrado ante los representantes de sesenta países y dijo que el único medio de acabar con los bombardeos aéreos era suprimir la aviación militar. Una idea no precisamente genial, pero al menos lógica. Por eso no fue aprobada.
La propuesta española podría parecer un poco absurda, pero es que casi todas las que se lanzaron fueron en la misma línea. Hubo tantas proposiciones y todas tan dispares que allí no había quien se entendiera. Las reuniones de la Sociedad de Naciones para el desarme mundial era uno de los acuerdos firmados en el Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial.
Había que reunirse, poner el sentido común encima de la mesa y evitar que cada país sacara la pistola al menor mosqueo. Había que evitar otra guerra. Pero los distintos comités no se pusieron de acuerdo en nada. Unos países querían que se redujeran las armas ofensivas, pero no las defensivas, y como ni siquiera supieron definir las diferencias entre unas y otras, pues nada, fiasco total.
¿Cuándo se confirmó que la conferencia de Ginebra había sido un fracaso después de años de reuniones? Cuando Japón, a la vez que aplaudía el intento de desarme en el mundo, se fue a invadir Manchuria. Y otra pista más que definitiva la dio Alemania cuando dijo que se largaba de la conferencia. Uyuyui… mal asunto… porque Hitler ya era canciller.
Así que la conferencia se clausuró, cada uno se fue a su casa y empezaron a rearmarse. La Segunda Guerra Mundial estaba en el horizonte. El único que tuvo una intervención sensata en aquellas reuniones no fue un político, ni un militar, ni un diplomático. Fue Albert Einstein, que dijo que el Estado que quisiera abolir de verdad toda la guerra tendría que renunciar a parte de su soberanía en beneficio de las organizaciones internacionales. Todos debieron de pensar que eso era muy… relativo.