Se armó la de San Quintín (38 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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El día 6 de octubre de 1771 el rey firmó una pragmática sanción por la que quedaba prohibido para todos los súbditos de sus reinos cualquier juego en los que mandara la suerte, fortuna o azar. No es que lo prohibiera en lugares públicos, es que no te podías juntar con tres amigos en casa para echar un tute. Evidentemente, el rey siguió desgañitándose contra el juego porque aquí todo el mundo siguió echando la partida.

No fue Carlos III el primero en empeñarse en acabar con el juego, porque desde que los borbones se instalaron con Felipe V, no había lustro sin ordenanza. «Que no juguéis… que es un vicio… que solo trae pendencias…».

Pero Carlos III se puso especialmente pesado con el asunto porque tenía dos objetivos: uno moral y otro interesado. Con el moral pretendía evitar las ruinas de las familias y de lo que él llamaba «desórdenes procedentes de los juegos». O sea, las broncas que había cuando no se pagaban las apuestas. Y el objetivo interesado es que él ya había implantado en España la Lotería Primitiva y quería que los españoles se jugaran los cuartos con ella y no se los dejaran, por ejemplo, apostando al «cacho», que era una especie de chinchón; a las «treinta y una», que se parecía mucho al mus; o al «bisbís», que era un juego como el de la ruleta pero sin ruleta.

Lo que le molestaba a Carlos III era la reunión de ociosos en las tabernas agarrados a un chato de vino y a una baraja. Ni él ni sus antecesores borbones entendían cómo los españoles se reunían en tertulias para murmurar, bailar y jugar, sin ningún otro objetivo intelectual. Ya. Como que estaba la plebe de entonces para organizar tertulias literarias.

Y ojo a las condenas si te pillaban jugando: a los nobles les caían cinco años de presidio sirviendo en los regimientos, y a los plebeyos otros cinco, pero sirviendo en los arsenales. Dio igual. El juego continuó y las apuestas siguieron corriendo.

Si Carlos III levantara la cabeza y viera los bingos y las tragaperras, le daba algo.

… y decir que venimos del mono…

Ya habrán oído de las habituales disputas que mantienen creacionistas y evolucionistas. Unos dicen que el hombre fue creado por Dios y otros que hemos evolucionado del mono. Unos tienen pruebas y otros, fe, y la bronca sigue. Y no crean que la discusión se queda en un plano filosófico… qué va. Porque el 23 de marzo de 1925, Tennessee, un estado conservador de la América más profunda, aprobó una ley que prohibía la enseñanza evolucionista en la escuela y decir que un día fuimos monos. Pero si basta con mirar a un chimpancé a los ojos para comprobar que somos clavaos.

Cuando Darwin se descolgó con su famosa teoría sobre la evolución de las especies, algunos pusieron el grito en el cielo, porque, de ser cierta, las afirmaciones bíblicas se desmoronaban. Al principio, los estudios de Darwin no tuvieron mucho predicamento, pero ya metidos en el siglo XX, con la ciencia y el conocimiento avanzando imparables, no hubo más remedio que tener en cuenta las teorías evolutivas porque las pruebas cantaban.

La enseñanza, pues, comenzó a extenderse en las escuelas. Quienes eran contrarios a ella no se conformaron con rebatir la teoría, sino que, directamente, la demonizaron y promulgaron leyes para combatirla. La libertad de expresión se fue a freír monas y Estados Unidos fue el más activo en la lucha contra el evolucionismo.

Primero saltó la ley prohibitiva en Tennessee aquel 23 de marzo, luego en Mississippi, después en Arkansas… En las escuelas de estos y varios estados más solo había una teoría posible que enseñar a los niños: la creacionista. Es decir, el mundo lo había creado Dios solo seis mil años atrás, que son más o menos los cálculos bíblicos, y encima de él había puesto a todo bicho viviente. Desde el ornitorrinco hasta el hombre, pasando por el mosquito Anópheles. Y todo ello en seis días, porque al séptimo descansó.

Darwin murió sin saber que la había liado buena. Pero esta historia tiene una segunda parte: el juicio que le montaron a un profesor de ciencias de Tennessee, John Scopes, porque se negó a acatar la ley y enseñó a los niños que el mono y nosotros somos primos hermanos. Pero esa es otra historia y ya fue contada por servidora en otra ocasión (Menudas historias de la Historia, La Esfera de los Libros, 2009).

… y tener yoyó

Allá va un recuerdo estrafalario. Nos pilla lejos, pero es simpático. El 26 de enero de 1933 quedó terminantemente prohibido en Siria jugar al yoyó, ese instrumento infernal que sube y baja guiado por una cuerdecita atada a un dedo.

Como las religiones no le pueden echar a Dios la culpa de nada, porque estaría feo, buscan culpables de lo que sea y donde sea. Y como Siria estaba sufriendo una pertinaz sequía de la que no había forma de salir, ¿a quién le echaron la culpa? Al yoyó.

Cuando en los países de tradición católica se instalaba una sequía que fastidiaba las cosechas, se intentaba solucionar la adversa situación meteorológica sacando en procesión al santo de turno para hacer rogativas. Si llovía, milagro. Si no llovía… pues nada… que no llovía. Pero Siria era y es un país de mayoría islámica y eso de los santos no va con ellos. Ni siquiera podían sacar a Mahoma en procesión porque está prohibidísima su representación en imágenes.

Como la sequía no abandonaba el país, los sacerdotes sirios buscaron la causa de semejante castigo divino. Hacía más de una década que un juguete llamado yoyó hacía furor por todo el mundo. Lo habían inventado los chinos mil años atrás, pero Occidente lo descubrió en los años veinte. Era un entretenimiento barato, fácil de fabricar, divertía mucho y todo el mundo podía tener uno.

«Pues a ver si va a ser el yoyó el culpable de la sequía…», se dijeron los sacerdotes sirios, que se plantaron en el palacio presidencial y le pidieron al primer ministro que prohibiera su uso. El argumento que dieron fue inigualable: «Mientras que todo el pueblo sirio reza para que el agua del cielo descienda y fertilice la tierra, el yoyó, que también inicia su movimiento yendo hacia abajo, antes de tocar tierra se aleja de ella rápidamente y con ello provoca que no caiga la lluvia». ¡¡…!!

Y el primer ministro se lo creyó. Y prohibió el yoyó. Y la policía siria se incautó en pocos días miles y miles de juguetes.

Alguna fuente no confirmada asegura que inmediatamente después de la prohibición la lluvia volvió, y que el Éufrates estuvo a punto de desbordarse. Pero no fue la lluvia, fue el llanto de miles y miles de niños a los que les birlaron su yoyó.

La que liaron los nazis
El principio: nace Adolfito

Felicidades, mundo. Hace más de seis décadas que Adolf Hitler dejó de cumplir años.

El 20 de abril de 1889 nació Adolfo Hitler en una pequeña aldea austriaca. Decir que la culpa de que este perturbado se empeñara en dominar el mundo fue de su severo padre es ir a lo fácil, pero algo tuvo que ver. Su progenitor le hizo fuerte a base de palos, y el propio Hitler narró cómo en una ocasión soportó y contó impertérrito los treinta y dos golpes que recibió sin derramar una sola lágrima. Ahí se forjó una personalidad sedienta de odio, primitiva y megalómana.

Aunque también se le podría echar la culpa de su resentimiento a la escuela de Bellas Artes de Viena, porque el joven Adolfo quiso ingresar para dedicarse a la pintura y lo rechazaron por falta de talento. Pues no sería talentudo para el dibujo, porque para hacer la puñeta al mundo derrochó arte. Ya le podrían haber dejado que se entretuviera con los pinceles.

Y dejando de lado el día de su nacimiento, si hay que recordar otro 20 de abril en la vida de Hitler ese fue el de 1939, el día en que cumplió cincuenta años. Berlín no había vivido y no ha vuelto a vivir semejante festejo ni parecido desfile militar. El ejército del Tercer Reich tomó las calles y los cielos y de paso le mostró al mundo la temible potencia armada en la que se había convertido Alemania con el nacionalsocialismo.

Aquel fue el mejor cumpleaños del Führer. La primera felicitación la recibió en la cama de parte de Eva Braun, y luego, a las puertas de su palacete presidencial le estaba esperando una orquesta militar y miles de ciudadanos que le felicitaron brazo en alto. Luego, por supuesto, llegaron los regalitos, y entre los más llamativos estuvo la famosa residencia de descanso en los Alpes Bávaros, la conocida como El Nido del Águila, que le regaló el partido nazi. Y después de los presentes, una parada militar de cuatro horas y media que Hitler presenció en compañía de numerosos representantes de gobiernos europeos. Los mismos que meses después le declararon la guerra. Jamás volvieron a felicitarle.

La continuación: Hitler, canciller

Si la primera mala noticia ha sido el nacimiento de Adolfito, la segunda llega ahora.

Atención, pregunta: ¿cuál es la decisión más estúpida que ha tomado un presidente alemán? Respuesta: nombrar a Hitler canciller. Ocurrió el 29 de enero de 1933. El presidente Paul von Hindenburg, anciano y pasota, tomó la decisión que más cara ha pagado Alemania. ¿En qué estaba pensando este hombre para hacer semejante cosa? Pues porque la opinión pública aprieta mucho, y Hitler tenía ya a muchos alemanes embobados con su labia.

La opinión pública, a veces, es la peor de las opiniones.

La política alemana estaba repleta de aristócratas con monóculo que se percataron del tirón que poseían Hitler y su nacionalsocialismo entre la población, a la que poseían hipnotizada con eso de devolverle la gloria a Alemania y acabar con los comunistas. El partido nazi era mayoritario en el Parlamento, así que entre unos y otros convencieron a Hindenburg para que le echara un hueso a Hitler. El presidente no estaba muy convencido, pero ya tenía ochenta y cinco años y ninguna gana de discutir. Le nombró canciller. Los políticos cercanos al presidente también llevaron su parte de culpa, porque, aunque no muy convencidos de que aquel loco trajera algo bueno, aconsejaron el nombramiento al calcular malamente que cuanto más rápido fuera el ascenso, más dura sería la caída.

A Hitler lo consideraban un militar palurdo e incapaz, y pensaron que en cuanto estuviera en la cancillería lo podrían acorralar y hacerle caer en el ridículo frente a la opinión pública. Un político lumbrera llegó a decir: «En dos meses tendremos a Hitler tan arrinconado que estará dando chillidos».

Pero fue Hitler quien se los merendó a ellos en un mes y se metió en el bolsillo a Hindenburg con adulaciones que lograban que el presidente firmara cualquiera de sus decisiones.

Solo un dato hubiera debido bastar para evitar el nombramiento de Hitler: unos años antes había dado un golpe de Estado y cumplido condena. Es como si después del 23-F Felipe González hubiera nombrado a Tejero ministro de Defensa.

Al día siguiente de su nombramiento, el 30 de enero, Hitler tomó posesión de la cancillería y ya no hubo marcha atrás. Los alemanes buscaron su propia suerte.

La Noche de los Cuchillos Largos

Los nazis, con su jefe a la cabeza, eran muy peliculeros poniendo títulos a sus acciones: la Noche de los Cuchillos Largos, la Noche de los Cristales Rotos… y el 29 de junio de 1934 se dio una de esas noches. Oficialmente se llamó Operación Colibrí, pero la historia la rebautizó como la Noche de los Cuchillos Largos, porque así se entiende una acción de venganza masiva contra los que se pasan de listos. Y Hitler no permitía que nadie levantara la voz por encima de la suya. Organizó una purga entre los propios nazis y se quitó de en medio, y de golpe, a doscientos insolentes.

Centremos la historia. Los nazis, entre ellos, también tenían sus diferencias. Digamos que los había rematadamente malos y los que pretendían ser peores. Cuando Hitler alcanzó su anhelada cancillería alemana, tenía de su lado a todos los nazis, pero algunos de ellos comenzaron a caminar por su cuenta. Uno de ellos fue Ernst Röhm, que estaba al mando de la sección de asalto del partido nazi, una especie de policía interna. Se creían militares, vestían como militares y estaban organizados como militares, pero no eran militares. Se les conocía como los camisas pardas.

Pero al disidente Röhm todo le parecía poco, y quiso que Hitler le diera más mando. Le pidió el control de todo el ejército alemán. El Führer dijo que de eso nada; bastante peligrosos eran ya los camisas pardas sin conducir los tanques como para darles más poder. Y, además, el Estado Mayor alemán no aceptaría de ninguna manera que unos advenedizos de uniforme controlaran el ejército.

Lo último que pretendía Hitler era cabrear a los militares. Quería tenerlos de su parte porque sin ellos no podría dar un golpe de mano que cada día veía más cerca y con el que pretendía conquistar el mundo. O sea, que la respuesta a la pretensión de Ernst Röhm fue que no. El disidente se mosqueó con Hitler, y Hitler, cuyo lema era «tonterías, las justas», movilizó a sus secuaces y dijo: «A por ellos».

Cuando ya era noche cerrada aquel 29 de junio, corrió la contraseña Colibrí. Era la señal para que los escuadrones de ejecución descabezaran a los camisas pardas. Fue la Noche de los Cuchillos Largos, la noche en que los nazis rematadamente malos se deshicieron de los nazis que pretendían ser peores.

Wewelsburg: un castillo en el aire

Sigue sin estar claro a estas alturas cuál de los dos estaba más pirado, Hitler o Himmler. Se parecían hasta en el apellido. Himmler era el jefazo de las SS, la implacable policía del Tercer Reich, y estaba empeñado en dar gusto a su jefe y construir una especie de universidad para nazis, un lugar donde alimentar los cerebros arios más destacados y formar a las élites que dominarían el mundo. Y lo hizo.

El 22 de septiembre de 1934 Himmler presentó a Hitler el castillo de Wewelsburg, una fortaleza que les quedó muy mona reconstruida pero que, menos mal, no llegaron a estrenar.

Todos hemos oído hablar del mítico castillo de Camelot, donde el rey Arturo reunía a los doce caballeros de la tabla redonda para pergeñar sus aventuras. Pues algo parecido pretendía hacer Himmler, así que buscó un castillo con cierta solera histórica que diera un toque legendario a su empresa.

Lo encontró al norte de Alemania, cerca de Hannover, y puso manos a la obra para reconstruirlo y convertirlo en una escuela de líderes nazis y en un centro de investigación de la raza aria. Cierto que cuando aquel 22 de septiembre se lo presentó oficialmente a Hitler, todo estaba en obras, pero el Führer se hizo una perfecta idea y le dijo: «Sigue, sigue… que se van a enterar cuando esto empiece a escupir licenciados nazis suma cum laude».

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