Muchos salieron por pies, pero otros intentaron disimular y al Sena fueron un buen puñado de sifilíticos. Alguno solo tenía sarampión, pero, qué se le va a hacer, es que por aquel entonces no diferenciaban muy bien.
Hubo un tiempo en el que las islas Canarias fueron portuguesas. Menos de dos meses, vale, pero fueron portuguesas.
El 15 de septiembre de 1436 Eugenio IV, un papa no se sabe si muy torpe o que sabía hacerse muy bien el tonto, firmó la bula que concedía a Portugal el derecho a quedarse con las Canarias porque, y aquí quede dicho textualmente: «Ningún príncipe cristiano pretende tener ningún derecho en esas islas de paganos». ¡Pero cómo que ningún príncipe cristiano! ¡Si los castellanos ya llevaban al sol de las Canarias casi un siglo…!
Los portugueses le tenían ganas a las Canarias y siempre estaban viendo cómo quedárselas. La mejor manera era engatusar al papa de turno, porque por aquel entonces convenía que todas las conquistas llevaran el beneplácito de Roma. Si el conquistador prometía evangelizar a los nativos y convencerlos de que se colgaran una cruz al cuello, la conquista estaba bendecida y las tierras se consideraban propiedad del conquistador.
Los castellanos ya habían asentado sus reales en Canarias desde mucho tiempo antes, y como este derecho histórico estaba aceptado por todo el mundo, la Corona de Castilla nunca pidió al papa que legitimara ese asentamiento.
Los portugueses, aprovechando ese resquicio y argumentando que los españoles solo se habían ocupado de asentarse en Lanzarote y Fuerteventura, descuidando la evangelización de las más grandes (Tenerife y Gran Canaria), enredaron a Eugenio IV para que les diera a ellos el derecho de conquista con aquella bula firmada el 15 de septiembre.
Pero el rey Juan II de Castilla, ya saben, el padre de la católica Isabel, reaccionó de inmediato y envió a Roma una delegación que le dijo al papa: «¿Estás tonto o qué? Los castellanos llevamos en Canarias la torta y somos un primor evangelizando nativos. Así que ¿a qué viene dárselas a los portugueses?».
Eugenio IV reculó, revocó la bula y cincuenta y dos días después estaba firmando otra en la que si antes decía digo, ahora dijo Diego. Las Canarias eran de Castilla porque sí. Y porque los castellanos evangelizaban con tanto o más arte que los portugueses.
Aunque les suene a chiste, ni se les ocurra poner en duda el siguiente sucedido porque ahí está la hemeroteca para comprobarlo y las interpelaciones parlamentarias que acarreó. El 5 de mayo de 1921 el director general de la Seguridad del Estado, señor Millán de Priego, publicó un bando en el que ordenaba la separación por sexos en las salas de cine de toda España. Mujeres que acudieran solas, a un lado; hombres que acudieran solos, a otro; y las parejas, en otra zona perfectamente iluminada. El pitorreo con el bando fue monumental.
La ordenanza del director general de Seguridad decía que las dos quintas partes de las localidades se reservaran a señoras, niñas y niños menores de diez años. Y que las tres quintas partes restantes se dividieran, la mitad para hombres y niños que los acompañaran, y la otra mitad para personas de ambos sexos, debiendo colocarse luces rojas en el sitio de las localidades de las parejas en cantidad suficiente para ejercer con eficacia la necesaria vigilancia. O sea, que no había forma de tocar la rodilla de la novia.
Es fácil deducir, además, el lío de los cines a la hora de vender las localidades.
—Deme una de la zona de las señoras…
—Está completo, solo nos queda de la zona de ambos sexos.
—Pues deme de ahí.
—Pues búsquese primero un novio.
Era una medida tan tonta que con el tiempo cayó por su propio peso ante las protestas de propietarios de cine y espectadores.
Para entender semejante orden hay que conocer al personaje, porque Millán de Priego dio mucho que hablar. Era un metomentodo que cada dos por tres invadía competencias municipales. Como cuando reguló el tráfico de tranvías y peatones en las ciudades y ordenó que todas las calles fueran de único sentido para los tranvías y coches y que los peatones caminaran todos en el mismo sentido por una acera, y en el sentido contrario por la otra.
Y eso que Millán de Priego tuvo visión de futuro, porque también quiso hacer un cuerpo de mujeres policías. Pero, claro, esto hace noventa años era demasiado moderno y no había día sin chiste en la prensa. Decían que hasta entonces los policías perseguían a los criminales, y que ahora serían los criminales los que perseguirían a las policías.
Alguna vez, de excursión por algún pueblo, seguro que se han dado de bruces con una gran columna de piedra aislada sobre un pedestal. Era el rollo jurisdiccional del pueblo, el símbolo que indicaba que ese lugar había sido declarado Villa y en donde se podía ejercer Justicia en nombre del rey. Se dieron en llamar rollos porque tienen forma cilíndrica.
Pero llegó el día, que, por cierto, cayó en 26 de mayo de 1813, en que las Cortes de Cádiz ordenaron la desaparición de todos los rollos jurisdiccionales de España. ¿A qué venía retirar un monumento que daba caché al pueblo? Y si se ordenó su demolición, ¿por qué los seguimos viendo? La historia tiene explicación para todo.
A las Cortes de Cádiz se les hizo poco caso en este asunto de la retirada de los rollos jurisdiccionales, sobre todo porque en este caso no se entendía la decisión de retirar un monumento que indicaba que ese pueblo disfrutaba de categoría especial al haber sido declarado Villa. Una distinción que no hacía mayor daño con su presencia que permitir la celebración de ferias y mercados y la potestad de impartir Justicia.
Pero ocurrió lo siguiente: además de los rollos jurisdiccionales, los pueblos también tenían otra columna aparte llamada la picota, y la picota servía para humillar a los delincuentes, para ejecutarlos y para exhibir los restos de los ajusticiados. Todos hemos oído eso de «poner en la picota»… que procede directamente de aquella fea costumbre de colocar arriba la cabeza de algunos condenados, previamente decapitados, para escarmiento público.
Aunque los rollos y las picotas tenían funciones distintas, algunos pueblos, por no gastar dinero de más en plantar dos columnas pudiendo plantar solo una, empezaron a utilizar el rollo jurisdiccional como picota, con lo cual el monumento simbólico acabó también convertido en patíbulo.
Las Cortes de Cádiz, en su intento de acabar con esa práctica medieval de exhibir a los reos, ordenó la destrucción de todos. De los rollos jurisdiccionales y de las picotas, sin distinción. Y en muchos pueblos se demolieron, pero en otros se hicieron el longui y los dejaron. Por eso los seguimos viendo en villas de Toledo, de Palencia, de Burgos, de La Rioja…
La próxima vez que se topen con un rollo, mírenlo de cerca, guardan mucha historia.
Visualicen. Sur de Estados Unidos. Hombres con capirotes estilo nazareno, vestidos de blanco, cabalgando a caballo con antorchas y espantando negros a diestro y siniestro. ¿Qué es? El Ku Klux Klan, el grupo más peliculero, maligno y fantoche de la historia de Estados Unidos, el mismo que el 20 de abril de 1871 fue declarado ilegal mediante el Acta de Derechos Civiles.
Cómo es posible que un grupo de blancos tan bobos se empeñara en demostrar que la raza blanca es superior.
El Ku Klux Klan comenzó de una manera muy simple, por puro juego. Tras la guerra de Secesión americana, seis antiguos oficiales confederados que se aburrían como ostras decidieron fundar una sociedad secreta, un club de amiguetes para pasar el rato y tomar copas. Es que no había tele, ni Champions League…
Crearon una simbología, se disfrazaron con fundas de almohada en la cabeza y le pusieron el nombre griego de Kuklos (círculo), a lo que añadieron eso de Klan para dar al asunto un aire de rollito familiar. Palabra que, inicialmente, solo querían divertirse, y para celebrar el nacimiento del club salieron a darse una vuelta a caballo, de noche y con sus almohadones en la cabeza.
Pero en aquella primera cabalgada del Ku Klux Klan, allá por 1865, los seis amigos se percataron de que algunas familias negras salían despavoridas, porque ese aspecto de fantasmas a caballo aterrorizaba a unos ignorantes y supersticiosos negros recién salidos de la esclavitud. Dar estos sustos y echarse unas risas, sin ir más allá, se convirtió en la mayor diversión del primigenio Ku Klux Klan, hasta que la cosa se fue liando, el club se llenó de socios tan blancos como peligrosos y las bromas a los negros derivaron en linchamientos.
Aquella inocua sociedad secreta de los inicios se convirtió en cinco años en un grupo terrorista que luchaba por mantener la supremacía blanca. Y ahí fue cuando el presidente Ulysses Grant firmó el Acta de Derechos Civiles que ordenaba la supresión del Ku Klux Klan. Una ley tan poco efectiva que todavía en el siglo XXI hay unos cuantos tontos con capirote prêt-à-porter dando vueltas por Estados Unidos.
Las cosas ya han cambiado, pero si durante muchos años un cuerpo del ejército español arrastró mala fama, ese fue la Legión. Hasta mediados del siglo pasado, ver un legionario y cruzarse de acera era todo uno. Agresivos, chulos, intocables, fieles solo a sus normas, brutos… pero porque fue un cuerpo de voluntarios que empezó con mal pie, dirigido por un exaltado llamado José Millán Astray. El 28 de enero de 1920 recibió el encargo de crear la Legión.
Millán Astray se empeñó en fundar una Legión extranjera parecida a la que tenía Francia. No paró de dar la tabarra al ministro de la Guerra hasta que lo consiguió. Se juntó con su amiguete Franco, pergeñaron la simbología, los lemas, las ceremonias y consiguieron carta blanca para conseguir una disciplina tan extrema en los hombres como eficaz en el combate.
Nacieron los «novios de la muerte», que eligieron como patrón al Cristo de la Buena Muerte, como himno ese que dice «legionarios a luchar, legionarios a morir», y que tenían un jefe que se pasó la vida gritando: «¡Muera la inteligencia!» y: «¡Viva la muerte!».
Es más, Millán Astray también se pasó la vida intentando que lo mataran: le faltaba el brazo izquierdo, perdió el ojo derecho, tuvo heridas en el pecho y en una pierna y acabó tan afectado por un disparo en la cabeza que sufrió vértigos el resto de su existencia cada vez que la giraba.
Quizás todo tenga explicación, y, si nos ponemos a ello, rebuscando mucho, podríamos encontrar una disculpa al fanatismo de Millán Astray. No es ningún secreto que este hombre que se pirraba por morir o matar tuvo que suplir determinadas carencias. Millán Astray se casó con la hija de un general, una muchacha que inmediatamente después de la boda, nunca antes, le confesó que había hecho un voto de castidad perpetuo. Nada de sexo en lo que les quedaba de vida.
Millán Astray, como caballero militar, católico ferviente y fiel esposo lo aceptó, y fue a partir de entonces cuando le dio una hiperactividad militar fuera de lo común y volcó todas sus energías en la patria y, sobre todo, en el tercio de extranjeros.
Lógico, porque al menos gritaba «¡A mí la Legión!» y los legionarios iban. Cuando llamaba a su mujer, ni caso.
Los términos Cash and Carry llevan a pensar de inmediato en esas cadenas de autoservicio que venden solo a mayoristas. Makro, por ejemplo. Pero el asunto se nos descuadra cuando tiramos del hilo y llegamos al 4 de noviembre de 1939, el día en el que el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Ley de Neutralidad con el sistema Cash and Carry, que viene a ser lo mismo que «paga y llévatelo». ¿Qué tienen que ver las guerras con comprar en un hipermercado?
Pues ahí está la curiosidad… en que ahora uno utiliza el sistema cash and carry para comprar veinte cartones de leche, y antes se utilizaba para comprar veinte cañones a un mayorista que se llama Estados Unidos.
Durante los años treinta, Estados Unidos quiso aislarse del mundo y no meterse en batallas ajenas porque ya había salido escaldado por entrar en la Primera Guerra Mundial. Para protegerse, de vez en cuando aprobaba leyes llamadas de Neutralidad. Esto se traducía en que, si alguien pedía ayuda, el país podía responder: «Ahhhh… se siente… no puedo venderte armas ni echarte una mano porque mi ley me lo prohíbe».
Las leyes de Neutralidad impedían la concesión de préstamos y la venta de armas a países beligerantes. Precisamente cuando estalló la Guerra Civil española se aprobó otra ley de Neutralidad para evitar que Franco o la República les pidieran nada, porque en la ley anterior no estaban incluidas las guerras civiles. Iban reformando la legalidad vigente según se fueran desarrollando los acontecimientos belicosos por el mundo.
Pero en estas estalló la Segunda Guerra Mundial y, como los nazis estaban poniendo las cosas feas, Estados Unidos aprobó aquel 4 de noviembre otra ley de Neutralidad que sí permitía la venta de armas a Francia y Gran Bretaña por el método cash and carry; es decir, si iban con dinero contante y sonante, podían comprar lo que quisieran. Cash, pagaban, y carry, se lo llevaban. Hasta que llegó el momento en que países como Inglaterra, que pagó por este sistema 4.500 millones de dólares, se quedó sin efectivo para comprar más armas.
Y ahí fue cuando Estados Unidos reformó otra vez la ley para seguir ayudando a los aliados, ya no vendiendo, sino prestándoles armamento a cambio de que le dejaran construir bases americanas en sus territorios. Aunque al final les dio igual, porque después de tanto protegerse con tanta ley de Neutralidad, acabaron entrando de cabeza en la guerra.
Si no fuera por los crucigramas, pocos sabrían que el yunque de platero es «tas»; canción canaria, «isa»; y gorro militar, «ros». Son los tres clásicos de tres letras. Pero ¿por qué se llamaba ros un gorro militar? Porque el alto cargo que lo implantó en el ejército español se llamaba así, general Ros de Olano.
Hasta que el 3 de noviembre de 1930 una Real Orden implantó el casco de acero como cubrecabezas en la batalla, porque el dichoso ros no te libraba de un chichón ni mucho menos de un balazo. El ros pasó a ser solo patrimonio de los crucigramas y de algún uniforme de gala.
El ejército español fue de los últimos en adoptar el casco de acero para la tropa, y esto tiene un par de explicaciones. Primero, porque a principios del siglo XX guerreábamos sobre todo por Marruecos y con aquella calorina un casco de acero derretía las ideas; y segundo, porque al no vernos implicados en el fregado de la Primera Guerra Mundial, nadie pensó que fuera necesario.