Pero visto que el mundo andaba revuelto y que el coqueto ros, un gorrito de charol forrado con tela caqui, quedaba mono pero no te libraba ni de un estornudo del enemigo, se convocó un concurso para el diseño del primer casco de acero que encajarle a la soldadesca.
Entre las ofertas presentadas se seleccionaron dos: la de la firma catalana Hijos de B. Castells, que diseñó un casco con alitas —como los salvaslips—, o sea, con visera y cogotera, y otra de la fábrica de artillería de Trubia, que era un casco sin ala, recto.
Pero la firma catalana tenía un problema. Su manufactura era artesanal y no daba abasto a fabricar los veinte mil cascos con alitas que se requerían, así que, pese a ser más favorecedor, fue desechado. El concurso lo ganó la fábrica de Trubia, que se puso a fabricar cascos a destajo, con ala y sin ala.
El tiempo demostró que aquella decisión tardía de imponer el casco de acero se iba a pagar cara, porque se echó encima la Guerra Civil y no hubo cascos para todos. Los dos bandos tuvieron que apañarse con la escasa producción nacional y con los que les birlaban a los enemigos; por eso en las fotos de las tropas de aquella época se ven a soldados encasquetados con los modelos más diversos.
Con alitas y sin alitas.
Cuando la autoridad civil tiene que entrar a regular cuestiones tan cotidianas como, por ejemplo, el uso del sombrero en los teatros, el asunto tiende a complicarse. Y eso sucedió el 20 de noviembre de 1903, cuando el gobernador civil de Madrid lanzó un bando en el que prohibía a las señoras tener el sombrero puesto en el patio de butacas. En paralelo, autorizaba a los acomodadores a actuar en caso de que las damas se resistieran a descubrirse. Aquella orden, que solo pretendía que los de las filas de atrás pudieran ver el espectáculo, acabó en revolución femenina.
La moda de los sombreros en aquellos principios del siglo XX era poco menos que imposible. Enormes… llenos de plumas y floripondios… que parecían coliflores reventonas. Pero también eran un signo de distinción y un complemento indispensable. Cuanto más grande, más clase pregonaba la señora.
A los hombres se les obligaba a dejar sus bombines y chisteras en el guardarropa, pero no así a las damas, que seguían presumiendo de gorro en la platea. Las quejas vinieron de los caballeros, lógico, que solo veían las esquinas del escenario. El gobernador de Madrid, Juan de la Cierva, el padre del padre del autogiro, debió de ser uno de los perjudicados, por eso lanzó el bando prohibitivo. Y por eso las señoras de la aristocracia declararon la guerra.
El mismo día en que entró en vigor la orden, las féminas se organizaron para plantarse en el teatro de la Princesa con sombreros descomunales, comprados para la ocasión y para fastidiar lo más posible. De nada servían los ruegos de los caballeros:
—Señora, por Dios, que me ha costado tres duros la butaca…
—Y qué —respondía la señora—. A mí me ha costado veinte el sombrero y no me lo quito.
No hubo día sin trifulca en los teatros de Madrid.
Hasta que la cordura se fue instalando en las atrancadas mentes femeninas. Los caballeros le echaron paciencia y, mientras, sacaron alguna chufla por si colaba: sugirieron al gobernador que a la espera de que cuajara la prohibición de los sombreros, podía sacar otro bando ordenando que las señoras fueran solas al teatro, y en caso de ir acompañadas, que dejaran marido y sombrero en el guardarropa.
En algún otro libro salido de las mismas teclas se recogía el hecho relativo al calendario republicano francés, pero el asunto es tan divertido que merece la pena regodearse con él.
El 5 de octubre de 1793 los revolucionarios de la Convención Nacional aprobaron el nuevo calendario por el que se regiría Francia de entonces en adelante. Se acabó eso de enero, febrero, marzo y abril… ahora sería Termidor, Brumario, Pluvioso y Germinal. Se acabó eso de que el año tuviera doce meses… ahora tendría diez. Y se acabó que el día tuviera veinticuatro horas… diez horas por día eran suficientes. Eso sí, cada hora tenía cien minutos, y cada minuto cien segundos, porque, si no, el día no cuadraba y a las tres de la tarde hubiera sido de noche.
El drástico cambio de calendario solo venía a cuento por el absurdo empeño de desterrar de la vida republicana el almanaque gregoriano, de tradición religiosa y repleto de fiestas de santos y vírgenes. Nada de religión, decidieron los revolucionarios. Francia proscribió las creencias y todo lo que tuviera que ver con ellas. San José y San Fermín volaron del calendario y en su lugar se instituyeron las fiestas del Fresno y de la Cereza.
Lo que fue un verdadero lío más allá de que los meses cambiaran de nombre, es que también cambiaron las semanas… y los días… y las horas. Los meses dejaron de tener cuatro semanas para tener tres que se llamaban décadas, y cada década dejó de tener sus lunes, martes y miércoles porque pasó a tener diez días que se llamaban Primidi, Duodi, Tridi… y así hasta el Décadi, que era el décimo y el festivo.
Claro, como los franceses no habrían tragado con descansar cada diez días, se compensó poniendo medio día de fiesta en mitad de la década.
Pero lo peor fue aquello de cambiar las veinticuatro horas del día por diez horas de cien minutos. La plebe se hizo tal lío con la hora en que vivía que hubo que fabricar a marchas forzadas relojes de bolsillo y de pared que señalaban los dos horarios, el antiguo y el moderno, porque no había forma de quedar con nadie.
El calendario republicano vivió durante trece años, pero estaba llamado al fracaso desde el mismo momento de su nacimiento porque el resto del mundo siguió con sus jueves y sus viernes, y sus febreros y sus marzos…
Y porque no había forma de citarse con un francés sin que llegara tres días más tarde.
A lo largo de casi veinte siglos, cuando a un señor le sentaba mal lo que había dicho otro, lo retaba en duelo. Fue una rutina pundonorosa que por mucho que intentaron atajar reyes y papas, no solo siguió vigente, sino que estuvo bien vista. El 27 de enero de 1716 entró en vigor la Pragmática de Felipe V, considerada la más dura promulgada contra el duelo y que sirvió exactamente para nada. Hasta 1920, en este país, los señores siguieron solucionando sus diferencias a espada, florete o pistola.
El duelo estaba perseguido porque era una forma de tomarse la justicia por propia mano, aunque cierto que tuvo sus beneficios, porque los juzgados nunca llegaron a saturarse. Desde los Reyes Católicos para acá, no hubo monarca que dejara de prohibir los duelos, y el que más duro se mostró fue Felipe V, que castigó con pena de muerte a quien se implicara en uno. Pero dio lo mismo. Los militares, siempre armados y con la boca inflada de honor, encabezaban el ranking de los duelistas, seguidos de nobles, políticos y periodistas. La plebe no se molestaba en retarse en duelo, ni en enviar padrinos ni en elegir armas. Se liaban a guantazos en el momento y santas pascuas.
Blasco Ibáñez fue uno de los duelistas más famosos. Un día, desde la tribuna del Congreso lanzó sus quejas contra un policía, al que llamó «tenientillo desvergonzado» porque se había atrevido a zarandearle. Toda la fuerza policial se sintió ofendida y sortearon quién sería el poli que se batiría en duelo a pistola con Blasco Ibáñez, con dos balas en la recámara y a veinticinco pasos de separación. Hubo suerte: el poli disparó y la bala dio en la hebilla del cinturón del escritor. Ahí quedó la cosa.
Pero fue otro duelo entre dos periodistas el que provocó el principio del fin de esta fea costumbre. Se retaron el director del semanario católico El Evangelio y el del diario republicano Aragón, enfrentados por defender si mandaba más Dios o el Parlamento. El duelista católico se adelantó a la señal del juez, disparó antes de tiempo y se cargó a su colega periodista. Un republicano menos.
A partir de aquí proliferaron las ligas antiduelistas, la costumbre se fue abandonando y comenzaron a saturarse los juzgados.
La historia del carnaval en este país es clavadita a la de los toros. Venía un rey, lo prohibía; venía otro, lo ensalzaba; el siguiente volvía a prohibirlo y el de más allá lo aprobaba. Por supuesto, cada vez que se promulgaba la prohibición de celebrar el carnaval o las corridas de toros, el pueblo ni caso. Y así fue como el 18 de febrero de 1745, en vista de que la ciudadanía pasaba de prohibiciones, Felipe V decidió prohibir los carnavales en la corte. Le cabreaba especialmente que se disfrazaran de rey.
Felipe V era muy mojigato, además de no estar bien de la cabeza y tener el sentido del humor en salva sea la parte. Nada más llegar al trono, entre las primeras cosas que decretó fue prohibir los carnavales porque, decía él, había «innumerables ofensas a su majestad divina y porque no eran conformes al recato de la nación española». Lo que le fastidiaba es que la gente se disfrazaba como él, con su pelucón francés y sus encajes y sus lazos cursis. Que más que un humano parecía un repollo.
De lo que no se percataba Felipe V es que las carnestolendas, los carnavales, esos escasos días en los que se permitía el jolgorio y comer carne por última vez antes de la llegada de la Cuaresma, eran una válvula de escape de la población antes de ese periodo de abstinencia aburrido y estricto; unas fechas en las que las gentes hacían mofa de sus dirigentes y de los convencionalismos para desahogarse.
Las autoridades permitían esta forma de protesta controlada con la juerga como fondo, los ánimos se calmaban y luego se continuaba con lo legalmente establecido. Pero Felipe V no se enteraba y se empeñó en que nada de disfraces. Cuarenta veces prohibió los carnavales, y cuarenta veces los españoles pasaron de él porque siguieron celebrando la fiesta en casa. Por eso no le quedó otra que prohibirlos en el único sitio donde podía controlarlos: en la corte.
Le hicieron el caso justo, porque cuando plebe y cortesanos deciden divertirse no hay quien los pare. Ni siquiera Franco, que tenía el sentido del humor en el mismo sitio que Felipe V, logró acabar con el carnaval. Y miren que lo intentó.
A primera hora de la mañana en cualquier gran ciudad lo que les espera a muchos es un buen atasco. Y hay muchos atascos porque todos tenemos coche. Si solo los ricos, los políticos, los nobles y los obispos estuvieran autorizados a circular, el tráfico mejoraría mucho. Dónde va a parar. Por eso el 3 de febrero de 1611, hace poco más de cuatrocientos años, el Consejo de Castilla promulgó una ley que prohibía circular en carruaje si antes no se conseguía una licencia.
Ejercicio de agudeza deductiva: adivinen a quiénes les daban la licencia para tener coche.
Todo el mundo quería tener coche de caballos, y los atascos en Sevilla, Valladolid o Madrid los días de teatro y los domingos de paseo eran insufribles para las clases altas. El vulgo no cedía el paso, y mulas y caballos se daban de morros en los cruces. «¡Pero qué va a ser esto! —dijeron los altos estamentos del país—. ¿Es que aquí cualquiera va a atar una caballería a un carruaje y se va a echar a la calle?».
Reinaba por aquel entonces Felipe III, y el Consejo de Castilla, el principal órgano político de la nación, decidió prohibir que el uso del coche se extendiera porque se producía una «confusión estamental». Dicho más claro, los plebeyos solo podían ir a lomos o a patita. El uso del coche quedaba reservado para «gentes de mucha calidad». Y esto es literal.
Así que solo eclesiásticos de alto standing, cortesanos, aristócratas y enchufados consiguieron el permiso para circular. Y para asegurarse de que solo los muy pudientes solicitaran la licencia para tener coche, se obligó a que el carruaje estuviera tirado por un mínimo de cuatro bestias. Ni tres ni dos ni una. Cuatro caballos como mínimo, lo cual también acarreó quejas porque algunos nobles dijeron que, en fin, mantener cuatro jacos era muy caro.
La pragmática se retocó meses después, pero lo que no se modificó fue la prohibición de que las mujeres que «públicamente fueren malas de su cuerpo y ganaren por ello», léase prostitutas, se subieran a un coche bajo una pena de destierro de cuatro años. A no ser que, con el aconsejable disimulo, el coche lo enviara el cortesano, el noble o el obispo.
La siguiente sandez no es más que recuerdo histórico esperpéntico. El día 10 de febrero de 1623 el rey Felipe IV firmó una pragmática por la que se prohibía enseñar a leer y a escribir en los pueblos españoles. Solo se podría estudiar gramática en ciudades y villas de postín, y, dentro de estas ciudades, también se prohibió dar enseñanza a niños huérfanos, cuyo destino no podía ser otro que el servicio de galeras. Y todavía nos preguntamos por qué en el siglo XVII y XVIII éramos los más tontos de Europa.
La medida tenía un claro objetivo: recuperar brazos para las labores agrícolas y los trabajos artesanales. Al rey de España y su camarilla de nobles no les interesaba que todos los españoles recibieran educación, porque necesitaban súbditos productores, gentes que trabajaran el campo y que desarrollaran oficios útiles.
El que más ideas dio fue un cura, el consejero real Fernández de Navarrete, que advirtió del peligro de que los jóvenes abandonaran la agricultura por las letras. Así que sugirió que las cuatro mil escuelas de gramática que había en el país se redujeran al mínimo y que, sobre todo, se negara cualquier tipo de educación a niños desamparados, «hijos de la escoria y hez de la sociedad». Textual.
A Felipe IV le pareció bien la idea, y aquel 10 de febrero firmó la pragmática que dejó a la mayoría de los españoles sin educación. Se cerraron miles de escuelas, pero no se tocó un solo seminario. Es decir, la única forma de acceder a la educación era a través de la religión. Y así nos fue.
Aquella pragmática real solo fue la consecuencia de la masiva expulsión de judíos y moriscos. Al desaparecer ellos, el país quedó despoblado de mano de obra, y alguien tenía que sustituirlos. Si los más pobres se dedicaban a estudiar, pues no era plan. Y todo esto en una época en la que Europa ya se preparaba para la Ilustración, un siglo de luces que España lo pasó a dos velas gracias a una monarquía y una Iglesia que necesitaban una feligresía ignorante y sumisa.
Carlos III le cogió llorona contra el juego. Era una consecuencia de ese pensamiento ilustrado que se trajo de Italia y que se propuso meter en las cabezotas de los ignorantes españoles a golpe de reales órdenes.