Al día siguiente, Napoleón entró en París e inició su histórico imperio de los Cien Días. Los últimos cien días de gloria del Bonaparte. O sea, que no fue para tanto. Luis XVIII solo estuvo fuera tres meses.
La española, la vallisoletana Ana de Austria, esposa del rey francés Luis XIII, tampoco es que se llevara un gran sofoco cuando el 14 de mayo de 1643 le comunicaron que su marido había muerto. Total, a la reina le gustaban otros señores, y al rey también.
De hecho, Luis XIII solo visitaba el lecho de Ana de Austria cuando lo arrastraban hasta la alcoba para que mantuviera las apariencias. Pero dicen que, además de entrar gimoteando, en el dormitorio no mantenía ni las apariencias ni mantenía firme nada de nada.
Aquel 14 de mayo no solo quedó marcado en Francia por la muerte del rey; también comenzó la regencia de Ana de Austria, porque el heredero, Luisito, Luis XIV, el futuro Rey Sol, apenas tenía cuatro años. Por cierto, el nacimiento del crío se consideró en Francia todo un milagro dados los nulos encuentros conyugales de la pareja. O intervino Dios o Dios quiso que el hijo fuera de uno de los suyos, del cardenal Mazarino.
Ana de Austria comenzó su regencia con energía, mandando, metiéndose en guerras y llevando a Francia a una posición hegemónica en Europa. Y esta capacidad de gobierno sí que fue un milagro teniendo en cuenta el padre que tuvo.
Porque ser hija de Felipe III era un hándicap. Ya saben lo que dijo de él su padre, Felipe II: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos». Bien, pues pese a tal incapacidad de su padre, Ana de Austria salió lista y supo lidiar con las mil y una intrigas de la corte francesa, sobre todo con las del cardenal Richelieu, que puso la proa a la reina porque nunca perdonó que fuera española. Pese a todo, Ana de Austria consiguió asentar su regencia y asegurarle al heredero Luis XIV una Francia próspera.
La reina dejó tal impronta en el país que Alexandre Dumas la situó en la trama de Los tres mosqueteros. Nada tiene que ver su papel en la novela con la realidad histórica, pero sirvió para que Ana de Austria pasara también a la historia de la literatura.
En el libro Menudas historias de la Historia (La Esfera de los Libros, 2009) se recoge aquel episodio en el que el papa Lucio II murió de una pedrada, que es una forma muy improcedente de morir cuando se disfruta de cierto rango. Pero, por extravagante que resulte, no fue el único.
El 30 de junio de 1520 el emperador Moctezuma murió como consecuencia de un cantazo que le arreó un azteca con increíble puntería. Triste fin para el hombre que reinó sobre el mayor imperio de América antes de que Hernán Cortés y sus chicos hicieran de las suyas.
A Moctezuma le perdió su buen talante con los españoles. Cuando le dijeron que en las costas de su imperio habían desembarcado unos tipos rarísimos, barbudos y montando en grandes animales de cuatro patas, perdió demasiados meses en deliberaciones y consultas con sus consejeros. Y mientras, Hernán Cortés tuvo tiempo de recabar apoyos de los enemigos de los aztecas para plantarse en las puertas del palacio de Moctezuma.
El encuentro fue cordial, salvo cuando el conquistador hizo intención de colgarle un collarcito al emperador. Le frenaron a la vez que le recriminaban por ofrecer semejante baratija. A Moctezuma, que llevaba sandalias con suela de oro y piedras preciosas, ¿pretendía Cortés colgarle un collar de cristalitos?
Pero el caso es que el emperador azteca abrió a Cortés las puertas de su palacio y a partir de ahí las cosas vinieron rodadas. Los españoles aislaron a Moctezuma en su propia casa y se hicieron con los mandos del imperio. Las cosas estuvieron más o menos controladas durante los siguientes meses, pero Hernán Cortés tuvo que ausentarse a otras tierras y el que se quedó al mando la lio buena.
Masacró a los nobles aztecas y cabreó a la población. Cuando Cortés regresó se encontró con un desbarajuste tremendo y con todos los aztecas de los nervios, y le dijo a Moctezuma: «Anda… sube a la azotea y pídeles que se calmen». El emperador contestó que sería inútil, porque, puesto que él estaba preso, su pueblo había elegido a un nuevo gobernante y ya nadie le haría caso. Cortés insistió: «¡Que subas!». Y subió.
Fue entonces cuando le vino la pedrada. Tres días después, aquel 30 de junio, Moctezuma murió.
Y eso no fue lo peor. Lo peor llegó veinticuatro horas después, durante la famosa Noche Triste, episodio oportunamente narrado en el mismo libro mencionado al principio de esta peripecia azteca.
Aunque suene feo decirlo, más feo estuvo hacerlo: austrias y borbones han dejado España sembrada de hijos bastardos por esa regia costumbre de saltar de cama en cama mientras se hacían pasar por patronos de la moral cristiana. Y uno de los más famosos bastardos reales nació el 7 de abril de 1629.
Fue Juan José de Austria, Juanjo, hijo de Felipe IV, un rey libertino y asaltante de camas ajenas en cuanto los maridos se volvían para estornudar. Casi todos los reyes tuvieron su buena nómina de amantes, pero es que la de Felipe IV se salió. Fue tan nutrida que casi se podría montar un sindicato.
Felipe IV tuvo dos pasiones, las mujeres y el teatro, por este orden; así que alguno de sus líos amorosos vino de la conjunción de sus dos gustos. No se perdía un estreno teatral y en cuanto podía se escapaba de incógnito a los corrales de comedias. En una de estas escapadas, el rey ligón se fijó en una actriz jovencísima, muy aplicada en escena y que atendía por María Calderón, alias la Calderona. No paró de dar la tabarra hasta que se la ligó, pese a que ella también tenía su propia retahíla de amantes. Y además bien conocida, porque hasta le sacaron coplas:
Un fraile y una corona,
un duque y un carterista
anduvieron en la lista
de la bella Calderona.
De esta relación nació el niño Juan José, el único de los tropecientos hijos naturales de Felipe IV que contó con el honor de ser legitimado. Una pena que, aunque reconocido legalmente, no contara en la línea de sucesión pese a ser el mayor, porque se daba el caso de que los hijos bastardos eran los más sanos y lozanos, precisamente porque los reyes procreaban fuera de la familia.
Pero resulta que los que tenían que heredar la corona eran los hijos legítimos, producto de la más exagerada endogamia con primas y sobrinas, y por ello los más enfermizos y atontados. Don Juan José de Austria, primogénito de Felipe IV, no tuvo derecho al trono en beneficio del hijo fetén, de su hermanastro Carlos II, el rey desorientado e impotente que dejó a España la peor de las herencias: la guerra de Sucesión.
Mejor nos hubiera ido con el bastardo. O no.
No es que Enrique VIII de Inglaterra estuviera como unas castañuelas, pero al menos hizo esfuerzos por tragarse el desencanto cuando el 18 de febrero que 1516 vio cómo su esposa daba a luz a una niña. No era el heredero esperado, pero al final resultó que aquella cría dio más guerra que si hubiera sido chico.
Nació María Tudor, primera hija de Enrique VIII y la española Catalina de Aragón. Nació la última reina católica de Inglaterra. Después de ella, ni una más.
Al principio, el rey disimuló su mosqueo. No quiso darle demasiada importancia a que la criatura fuera una niña, porque, como dijo, la reina y él eran jóvenes y algún niño llegaría en su momento. Pero el chico no llegaba… y el rey Enrique cada vez más escamado, porque antes de nacer María, dos varones murieron recién nacidos y otro posterior se malogró.
Enrique VIII acabó echando mano de Dios y en él encontró la causa de la falta de un heredero varón. Llegó a la conclusión, él solito, sin ayuda, de que Dios le había castigado por haberse casado con su cuñada, con la viuda de su hermano. Aquello, según sus cuentas, era incesto y había que solucionarlo anulando su matrimonio con Catalina para casarse con otra y buscar el niño. Como no se lo anularon, comenzó la bronca con Roma.
Catalina se negaba a la anulación. Primero porque ella era hija de los Reyes Católicos y hasta ahí podíamos llegar, y segundo porque si se anulaba el matrimonio, la niña María pasaría a ser bastarda y perdería todos sus derechos al trono. Menuda era Catalina, y menuda se destapó luego la princesa María, educada en el más estricto catolicismo y dispuesta a luchar, como así lo hizo, contra la herejía anglicana que impuso su padre.
María Tudor acabó reinando, cierto, pero también es verdad que se le fue la cabeza enviando herejes a la hoguera.
Vamos a derribar un mito, que siempre es divertido. El mito de uno de los reyes más peliculeros de la historia. El 8 de septiembre de hace ocho siglos y pico, que viene a ser lo mismo que decir en 1157, vino al mundo Ricardito en la ciudad de Oxford, llamado a reinar en Inglaterra con el nombre de Ricardo I y a pasearse por la historia con el de Ricardo Corazón de León.
Pensar en él nos lleva de inmediato hasta Sean Connery apareciendo en plan héroe al final de la película Robin Hood. Si nos dejamos llevar por otras recreaciones cinematográficas, quizás guardemos en el recuerdo a un imponente rey, un gran gobernante y un hombre justo. Pues no.
El cine es mentira, ya nos lo tienen dicho, y el Ricardo Corazón de León que nos han mostrado no existió. Ricardito era el preferido de mamá, y mamá era Leonor de Aquitania, una reina de armas tomar, refinada y que se saltó a la torera todas las normas de la Edad Media. Así que el niño creció rodeado de amor a la cultura, exquisita poesía, buena mesa y mejor vino.
Era inglés, pero odiaba Inglaterra. De hecho se pasó la vida hablando en francés y en lenguas romances, pero no en inglés. Tampoco se preocupó de tener descendencia, porque, aunque ligaba a dos bandas con chicas mientras fue jovencito, luego descubrió que los que de verdad le gustaban eran los chicos.
Y cuando le cayó en suerte ser rey de Inglaterra porque se murieron sus dos hermanos mayores, no se le ocurrió otra que montarse una aventura para irse de casa. Organizó la Tercera Cruzada, que le salió rana porque, cuentan los que saben, era un impaciente que dirigía fatal a los ejércitos y a quien solo preocupaba batallar y batallar a lo loco para pasar a la historia como un valeroso y esforzado caballero guerrero.
Ahí fue cuando le pusieron lo de Corazón de León, pero porque era un bruto capaz de pasar a cuchillo a dos mil setecientos prisioneros musulmanes. Valiente era, pero ya está. Solo valiente. En resumidas cuentas, que Ricardo, más que corazón de león fue un cabeza de chorlito. Un desastre de rey que no estuvo en su país ni un año de los diez que duró su reinado. Todo lo demás es literatura.
Si Sean Connery hubiera sabido todo esto, no habría aceptado el papel.
Napoleón, dentro de lo que cabe, se las prometía felices cuando el 15 de julio de 1815 llegó a Plymouth a bordo del navío Belerofonte y se entregó voluntariamente a los ingleses. Pensaba él que, dada su dignidad y habiendo sido el dueño de medio mundo, todo un emperador, le alojarían en una finca de la campiña inglesa para disfrutar de un retiro dorado. ¡Ja!
Los ingleses tenían otros planes mucho mejores que alojar al enemigo en casa. Le dijeron: «Ven acá pa’cá, majo… que te vamos a mandar a una isla muy chula de donde no vas a salir en los días de tu vida».
La derrota definitiva de Napoleón, esto ya es archiconocido, se había producido justo un año antes en la batalla de Waterloo. Desde entonces, el Bonaparte se había retirado a su palacio de la Malmaison, en París, para cavilar qué hacer con su vida. Ya no lo querían ni los franceses, así que solo faltaba largarse a algún lugar donde vivir tranquilo y, de paso, dejar tranquilo al resto del mundo.
Lo mejor que se le pasó por la cabeza fue hacerse granjero en Estados Unidos antes de que Francia lo detuviera y lo entregara al enemigo. Pero ya había mil ojos puestos sobre Napoleón, y no podía toser sin que los ingleses se enteraran. Así que, aunque intentó salir de incógnito, cuando llegó a la costa atlántica francesa para embarcar hacia América, aquello estaba cuajado de barcos británicos dispuestos a impedirle la huida.
Solo le quedó una salida: entregarse voluntariamente a Inglaterra. Pero como Napoleón era muy teatrero, lo hizo presentándose como un mártir traicionado por su propio país.
«Los ingleses —pensó él— serán generosos conmigo y me darán un retiro digno».
Aquel 15 de julio desembarcó en Plymouth con su gorrito ladeado y la frente alta a la expectativa de destino. Anda que tardaron en darle alojamiento. Solo unos días después, los ingleses le comunicaron que le iban a pagar unas vacaciones en una isla sana y aislada, al sur del Atlántico, a dos mil kilómetros de la costa más cercana.
Por supuesto que Napoleón protestó, literalmente, «ante Dios y ante los hombres». Dijo: «Lo que se hace conmigo será eternamente una vergüenza para la nación británica». Aunque lo que en realidad estaba pensando decir era: «Si lo sé no vengo».
En las líneas inmediatamente anteriores recordábamos el día en que Napoleón se entregó a los británicos convencido de que le darían un retiro dorado. Muy al contrario, sus enemigos le tenían preparado, más que un retiro dorado, un retiro lejano.
No le querían tener dando vueltas por Inglaterra y maquinando nuevas trastadas. El 14 de octubre de 1815, y tras dos meses de navegación por el Atlántico, Napoleón desembarcó en su nueva residencia, la isla de Santa Elena. Allá donde da la vuelta el aire y a dos mil kilómetros de la costa africana. Pobre…
Cuando Napoleón vio los acantilados que rodeaban Santa Elena, no se lo podía creer. De allí no se iba a escapar tan fácilmente como lo hizo desde la mediterránea isla de Elba. Y encima, ¡un viento!… ¡un frío!… ¡una humedad!… ¿Y la casa donde le instalaron? Si hasta las ratas se metían a dormir en su tricornio…
Las crónicas cuentan que los ingleses se pasaron con la vigilancia y con el exagerado celo sobre su prisionero, pero es que Napoleón era menos de fiar que Espinete vendiendo preservativos. Cuando apenas llevaba unos meses, el emperador destronado agarró un caballo, salió de los límites que le marcaron y se acercó a una bahía de la isla. ¿Fue solo a darse una vuelta o estaba estudiando si desde allí se podría huir? Porque su hermano José, el que fue rey de España, vivía en Estados Unidos y bien podría intentar un rescate.