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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (11 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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—Vamos —le dije a Klára, que ya estaba masticando una de las pastas—. Hay que darse prisa en llegar a casa.

Tras aquel encuentro, tía Josephine y Hilda comenzaron a acompañarnos a todas partes. No obstante, un día que Hilda estaba en cama por un resfriado y a tía Josephine la aquejaba una aguda migraña, nuestra tía accedió a regañadientes a que Klára y yo fuéramos solas a un recital de piano en la ciudad vieja. El pianista era un famoso intérprete húngaro y Klára no quería perderse su actuación.

—Cruzad el puente a la vista de los viandantes y dirigíos directamente a la sala sin disminuir el paso y sin pasar por zonas que no estén concurridas —me ordenó mi tía—. No os quedéis solas ni tú ni Klára bajo ninguna circunstancia.

La primavera estaba despertando y hacía un día ventoso. Klára y yo nos agarramos el sombrero cuando pasamos junto a los pescadores y a los vendedores ambulantes de cerámica de camino al puente de Carlos.

—¡Vamos a tocar a san Juan! —exclamó Klára.

Antes de que tuviera oportunidad de detenerla, echó a correr hacia la estatua de bronce y se internó entre un grupo de colegiales y su maestra.

—La leyenda dice que san Juan Nepomuceno fue arrojado encadenado al agua desde el puente por orden del rey Wenceslao después de negarse a revelar las confesiones de la reina —les explicaba la maestra a sus alumnos—. Aparentemente, si frotas la estatua, algún día regresarás a Praga.

—Pero nosotras ya vivimos en Praga —musité para mí misma—. ¡Y ya llegamos tarde!

Caminé hacia Klára, pero antes de que lograra alcanzarla, un hombre se colocó a su espalda. Se volvió de lado y reconocí su rostro: el individuo de la pastelería. Se me subió el corazón a la garganta.

Llegué hasta Klára, la cogí de la mano y tiré de ella.

—¿Por qué? —protestó, resistiéndose.

El hombre se volvió hacia nosotras. Arrastré a Klára y eché a correr, sosteniéndola firmemente de la mano. Agradecí que esta vez no se resistiera, pues ella también había visto al hombre y había percibido que existía algún problema.

Esquivamos los coches, a la gente que paseaba a sus perros y a las niñeras que empujaban cochecitos de bebé por el puente. Nos encontrábamos a muy poca distancia de la torre del puente que daba a la ciudad vieja, pero Klára comenzó a resollar. Yo me tropecé y me detuve para volver a cogerle la mano. Éramos dos niñas que habían corrido con todas sus fuerzas. Estaba segura de que habíamos despistado al hombre entre el tráfico, pero horrorizada comprobé que estaba a punto de darnos alcance. Tía Josephine nos había dicho que no saliéramos de entre la multitud, pero nadie parecía darle importancia a que un hombre persiguiera a dos muchachas. Vi a un joven que estaba pintando retratos, pero no tendríamos tiempo de llegar hasta él y explicarle lo que ocurría antes de que nuestro perseguidor nos diera caza.

Había un mercado de frutas y verduras cerca de la torre y le dije a Klára que debíamos correr hasta allí. Volvió a cogerme de la mano y corrimos en zigzag entre las mesas y las cajas de coles y de rábanos picantes. Al otro extremo del mercado vi una taberna. Las puertas de la bodega estaban abiertas y había un hombre cargando barriles de cerveza en un carro. No estaba mirando, así que empujé a Klára al interior de la bodega y me metí dentro tras ella. Nos escondimos detrás de unos barriles llenos y el metal, tan frío como el hielo, nos heló el pecho y las mejillas. Tras un instante, vi aparecer las piernas y las botas del hombre que nos había seguido. Se paró delante de la puerta de la bodega. Se me cortó la respiración. Me sentí como un conejo perseguido por un zorro que olfatea la entrada de su madriguera. El hombre se inclinó y echó un vistazo al interior. Por el modo en el que entrecerró los ojos, comprendí que la bodega estaba demasiado oscura como para que pudiera vernos.

—¿Está buscando algo, señor? —escuché que le preguntaba el carretero a nuestro perseguidor.

—Sí, creo que mi perro se ha metido dentro de su bodega. ¿Tiene usted una cerilla?

El sonido de la voz de aquel hombre me heló la sangre en las venas. Estaba esperando escuchar un rudo dialecto callejero. Sin embargo, aquel hombre hablaba checo como un aristócrata. Madre podría haber invitado a alguien así a tomar el té.

—No he visto a ningún perro entrar ahí —respondió el carretero—. Y he estado aquí fuera todo el tiempo.

—¿Ah, sí?

Esperaba que nuestro perseguidor aceptara la palabra del carretero y se marchara, pero se quedó clavado donde estaba.

—Lo que sí que he visto ha sido a dos niñas que pasaban corriendo —comentó el carretero—. ¿También están buscando ellas a su perro?

—Ah, pues sí —le contestó el hombre—. Son mis sobrinas. ¿Las ha visto?

Se me volvió a cortar la respiración.

—Sí —respondió el carretero—. Casi me tiraron al pasar. Se fueron corriendo en aquella dirección, de vuelta hacia el río.

—¡Gracias! —contestó nuestro perseguidor.

Esperé unos segundos hasta que las piernas del hombre desaparecieron de mi vista y le ordené a Klára que se apresurara, no fuera a ser que el carretero cerrara las puertas de la bodega y nos dejara encerradas dentro. Pero antes de que pudiéramos movernos, el propio carretero asomó la cabeza por la puerta de la bodega y nos dijo:

—¡A ver, pilluelas! No sé qué es lo que le habréis robado a ese caballero, pero no me importa ni lo más mínimo. Marchaos a casa ahora mismo.

Klára y yo salimos de nuestro escondite y pasamos entre los barriles en dirección a la salida.

—¡Vamos! ¡Vamos! —exclamó el carretero—. ¡Y no lo volváis a hacer!

No tuvo que repetírnoslo dos veces. Agarré a Klára de la mano y corrimos con todas nuestras fuerzas hacia el puente y en dirección a la seguridad de nuestro hogar.

Cuando llegamos a casa sin haber visto el recital, comprendí que tendría que darle a Klára alguna explicación. Nunca le había mentido a mi hermana pequeña y no pretendía empezar ahora. Pero ¿cómo podía explicarle a ella nuestras sospechas sobre Milos? Tenía once años y había luchado con valentía para sobreponerse al dolor producido por la muerte de madre. ¿Qué efectos tendría para su estabilidad mental si yo le contara nuestras sospechas sobre que madre había sido asesinada y que nuestras vidas ahora corrían peligro también?

—Proteger la inocencia de una cría no es mentir —me aseguró tía Josephine mientras Klára se estaba lavando las manos y la cara—. Simplemente, debes decirle que sois dos jovencitas adineradas en una ciudad llena de ladrones y que reconociste al hombre por una fotografía del periódico en la que se mostraba a un famoso ladrón conocido por secuestrar niños.

No me dejó tranquila el hecho de que Klára se creyera mi explicación con tanta fe como cuando me había cogido de la mano aquella tarde mientras huíamos por el puente. Me tumbé junto a ella aquella noche haciendo esfuerzos para no imaginarme qué pretendía hacernos «el asesino» de habernos dado caza. Recordé su cuidado acento y me estremecí. Entonces pensé en el doctor Hoffmann; ahora ya estaba convencida de que había sido él quien había matado a madre. Milos tenía la habilidad de conseguir que fueran caballeros los que le hicieran el trabajo sucio. ¿Quizá sabía algo sobre aquellos hombres que otra gente desconocía?

El tiempo al principio de la primavera era impredecible, y a pesar de que durante el día había corrido el viento, también había hecho calor. Entonces, tras anochecer, la temperatura dio un vuelco hacia el invierno y comenzó a caer la nieve. Al principio era ligera y cubría los tejados y las estatuas como una fina capa de polvo. Pero después, unas ráfagas de viento helado hicieron repiquetear las puertas y ventanas y la nieve comenzó a caer con más fuerza.

Las luces parpadearon y se fueron. Tía Josephine encendió una lámpara y leímos juntas en el salón durante unas horas antes de que la habitación se quedara fría, y tía Josephine sugiriera que nos fuéramos a la cama.

Frip arañó la puerta y contempló fijamente a tía Josephine, que se frotó los ojos y bostezó.

—Yo lo sacaré —me ofrecí.

El patio trasero estaba cubierto de nieve y me arrebujé en el chal que llevaba sobre los hombros. Frip se fue correteando hasta el parterre y se puso de cuclillas. A él tampoco le gustaba el frío, así que terminó de hacer sus necesidades rápidamente. Estaba a punto de abrir la puerta para que pudiéramos volver a entrar, cuando Frip se puso a gruñir y a corretear en círculos alrededor de mis pies. Levanté la mirada y, bajo la luz de la luna, vi la silueta de un hombre junto a la puerta del jardín. Por su postura comprendí que me estaba observando. Los dedos de la mano me temblaban tanto que apenas podía girar el pomo de la puerta. Por fin, conseguí agarrarlo y, una vez que Frip hubo entrado, cerré dando un portazo.

Unos segundos más tarde llamaron a la puerta principal. Ahogué un grito y corrí al pie de las escaleras.

—¡Tía Josephine! —grité con todas las fuerzas que logré reunir, aunque tenía la voz constreñida por el miedo.

Por el ruido de las tablas del suelo que crujían sobre mi cabeza comprendí que tía Josephine se estaba preparando para meterse en la cama porque no me había oído.

Volvieron a llamar a la puerta. Frip ladró. El crujido de las tablas del suelo se detuvo. Tía Josephine debía de haberlo oído esta vez. Cogí la lámpara que mi tía me había dejado y corrí escaleras arriba lo más deprisa que pude.

—¡Tía Josephine! —grité desde el rellano—. El hombre..., ¡el hombre del que te hablé está en la puerta!

Seguían llamando a la puerta; cada golpe era más insistente que el anterior.

Tía Josephine apareció en la parte superior de las escaleras con su camisón y una lámpara en la mano.

—¡Un momento! —dijo, y su voz sonó sin aliento, como la mía. La oí abriendo la puerta del dormitorio que yo compartía con Klára y escuché como le decía a mi hermana que cerrara la puerta con llave—. ¡No dejes entrar a nadie aparte de mí o de Adéla! —le ordenó.

Mi tía corrió escaleras abajo.

—Coge la correa de Frip —me indicó.

Recogí la correa del aparador y se la coloqué al perro alrededor del cuello. Hilda, que se había despertado a causa de todo aquel trajín, ya estaba junto a la puerta. No nos dio tiempo a advertirle antes de que la abriera, revelando el oscuro rostro del intruso. Entró de un empellón y se sacudió la nieve del abrigo.

Frip arremetió contra él, ladrando furiosamente. No estaba segura de si debía seguir sosteniéndolo o dejarlo suelto por miedo a que se ahogara. Hilda cerró la puerta, pero se quedó junto a ella.

El hombre se quitó el sombrero y le limpió la nieve. Nos contempló a través de la oscuridad. No era el individuo de la pastelería, sino otra persona: un hombre mucho mayor, con un grisáceo cabello grasiento.

—¡He venido a avisarles! —le dijo a tía Josephine—. Alguien está detrás de sus sobrinas.

Hablaba con un ligero acento polaco.

—¿Quién es usted? —inquirió tía Josephine.

—Soy Henio Tyszka —contestó el hombre—. Pero lo entenderá todo mucho mejor si le digo que soy el responsable de los establos del doctor Hoffmann y que estoy casado con su enfermera.

Tía Josephine y yo respondimos a lo que acababa de decir el hombre con un silencio asombrado. Finalmente, tía Josephine reunió fuerzas para invitar al hombre a que pasara a la sala de estar y le pidió a Hilda que preparara té.

Pan
Tyszka contempló fijamente el caballo de bronce de la repisa de la chimenea antes de sentarse en el sofá. Frip olisqueó sus botas y al percibir que el peligro había pasado, se sentó junto a mí.

Hilda trajo el té y lo colocó sobre la mesa. Cuando se marchó, tía Josephine se volvió hacia
pan
Tyszka.

—Bueno, será mejor que se explique.

Pan
Tyszka, que se había negado a darle su sombrero a Hilda y ahora se había sentado apretándolo entre las manos, no perdió ni un minuto en ir al grano.

—El doctor Hoffmann tiene deudas. Deudas de juego. Lleva un tren de vida muy elegante, y su esposa, que está esperando su primer hijo, y su suegro no tienen ni la menor idea de la gravedad del problema: su hogar y sus bienes están a punto de ser embargados por despiadados cobradores. El deseo de preservar la imagen pública es una motivación poderosa para que un hombre, que en otra situación sería decente, se convierta en un asesino. Alguien así haría cualquier cosa por salvar a su familia, especialmente si a la víctima se la pintan como una adúltera y una madre cruel.

Alargué la mano para coger la de tía Josephine. Ella me apretó la mía.
Pan
Tyszka describía un mundo totalmente diferente de aquel en el que nosotras habitábamos. En ese mundo al que él se refería, la vida no valía nada.

Pan
Tyszka examinó nuestros rostros.

—Me parece que ya han adivinado ustedes lo que voy a decirles. El padrastro de las muchachas amuebló la casa del doctor Hoffmann, así es como se conocieron. El médico necesitaba dinero urgentemente si no quería encontrar el cadáver de su mujer en el fondo de un río.

Mis peores sospechas se acababan de confirmar. Sentí náuseas cuando
pan
Tyszka corroboró que la muerte de madre se había debido a una sobredosis de morfina. Nos contó que su esposa se había sentido tan horrorizada por el acto llevado a cabo por su jefe —cosa de la que no fue consciente hasta que no oyó por casualidad una conversación entre el doctor Hoffmann y Milos— que acudió directamente a confesarse a la iglesia. Pero aquella confesión y todas sus plegarias no le proporcionaron paz. Entonces escuchó otra conversación en la que el doctor Hoffmann estaba buscando un asesino por orden de Milos.

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