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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (4 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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—Tengo una carta de Ota —anunció, mostrándonos un sobre grueso. No estaba abierto y cuando tía Josephine se percató de que yo me había dado cuenta, explicó—: En el instante en el que la toqué, supe que se trataba de algo importante, así que vine inmediatamente.

Madre condujo a tía Josephine a la sala de estar y le puso a Frip un cuenco con agua. La sirvienta nos trajo el té, como de costumbre. Era un día caluroso y habíamos cerrado las cortinas para evitar que entrara el calor. El ambiente de la sala de estar estaba muy cargado y sentí con total seguridad la presencia de un espíritu en algún lugar cerca de mí, pero ignoraba a quién pertenecía.

Aunque tía Josephine siempre se emocionaba al recibir las cartas de tío Ota, aquel día parecía aún más expectante. Lucía un rostro sonrojado y no había prestado la atención habitual a su aspecto. Se alisó un mechón de pelo que se le había soltado del moño y se colocó el sombrero recto antes de comenzar a leer la carta.

Mis queridas señoritas:

Han sucedido muchísimas cosas extraordinarias desde que os escribí por última vez. Entre ellas, que he contraído matrimonio. Ya sé, queridas señoritas mías, ya sé que no es algo que esperarais oír de mí y seguramente os estaréis preguntando a qué clase de mujer he decidido entregarle mi vida. Pues bien, dejadme deciros que se llama Ranjana, que significa «encantadora», y que es un nombre que la define perfectamente...

—¿Ranjana? ¿Una india? —exclamó madre, secándose el cuello con un pañuelo.

Klára y yo nos inclinamos hacia delante, ansiosas por saber más. Me imaginé a una maravillosa princesa engalanada con brazaletes dorados y un sari de color ocre. Estábamos acostumbradas a las excentricidades de tío Ota y consideramos su matrimonio como otra más de sus aventuras. Le rogamos a tía Josephine que continuara leyéndonos la carta. Y tras unos instantes de incredulidad en los que sacudió la cabeza calladamente, prosiguió con la lectura.

Como bien recordaréis de mi última carta, me dirigía a Delhi desde Bombay. Me detuve en una aldea cercana a Jaipur para visitar a un oficial británico y su familia, a quien había conocido en un viaje anterior por esta región. Mientras me encontraba allí, el oficial recibió la notificación de que una joven de una aldea cercana estaba pensando en inmolarse mediante un
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. ¿Habéis oído hablar de esa costumbre? Se trata de que la viuda se suicida echándose al fuego de la pira funeraria de su difunto esposo.

Los hindúes creen que una mujer que muere de ese modo es virtuosa e irá directamente al cielo y expiará todos los pecados de sus antepasados durante el proceso. Esta práctica fue declarada ilegal por el gobierno británico el siglo pasado y es condenada por los líderes progresistas indios.

El oficial me preguntó si me gustaría acompañarlo a él y a un grupo de soldados de su regimiento. Cuando llegamos a la aldea, nos enteramos de que la mujer y los suyos ya se habían marchado con el cadáver del marido y que se dirigían al lugar de las cremaciones. Los seguimos hasta allí y divisamos al grupo, ocultos en unas colinas cercanas. He visto muchos templos dedicados a las «diosas»
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y siempre he tratado de no interferir en las creencias de los demás. La vida de una viuda en la India es muy dura. Tras la muerte de su esposo pierde su estatus dentro de la familia y le rapan la cabeza. Su mero tacto, su voz y su aspecto se consideran sencillamente repugnantes. Pero lo que presenciamos en aquel campo a nuestros pies era una abominación.

La viuda no superaba los veintiún años. La habían atado a un caballo y la conducía un hombre con una túnica roja. En lugar de sostener cada uno de los dos símbolos del
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en las manos —un espejo y un limón—, se los habían colgado del cuello. Dejaba caer la cabeza como si la hubieran drogado. A pie, delante de ella, caminaban un grupo de mujeres entonando unos cánticos. El oficial les indicó a los soldados que iban con él que estuvieran listos por si surgían problemas, porque la muchacha estaba rodeada por todas partes de jóvenes que llevaban espadas. Habían supuesto que alguien podía intervenir y estaban preparados para evitarlo.

Contemplamos la comitiva hasta que alcanzaron el lugar en el que pretendían encender la pira. Se me hizo un nudo en el estómago cuando vi como arrastraban a la mujer desde el caballo y la echaban sobre una plataforma junto al cadáver de su marido. Aun en su estado de debilidad, la muchacha se oponía con todas sus fuerzas, pero las mujeres no hacían caso de sus penosos gritos pidiendo ayuda, y sencillamente cantaban más alto. El oficial me pidió que mantuviera la distancia tras sus hombres y entonces ordenó a los soldados que descendieran la colina entre unas rocas. Vi con horror que los jóvenes estaban cubriendo a la mujer con ramas y la rociaban de combustible. Pero antes de que pudieran encender la pira, el oficial y sus hombres ya habían caído sobre ellos. A continuación, tuvo lugar una pelea en la que varios de los jóvenes fueron alcanzados por disparos y un soldado terminó con el brazo herido. Mientras los hombres se enzarzaban en la pelea, me percaté de que uno de los jóvenes se había escabullido y había encendido una antorcha. Corrí colina abajo y lo intercepté antes de que llegara hasta la pira. Tuve que golpearlo varias veces en el estómago antes de conseguir reducirlo y apagar el fuego. Aparté las ramas de la muchacha; curiosamente, ninguna de las mujeres trató de detenerme. Cuando llegué hasta ella, vi que estaba sufriendo un ataque y echaba espuma por la boca. Le puse mi cantimplora en los labios, convencido de que la habían envenenado y de que ya no podía hacer nada por ella. Pero tras unos instantes, las convulsiones cesaron y me contempló con los ojos color café más preciosos que había visto en mi vida.

Lo demás, lo dejo a vuestra imaginación. Solamente os diré que después de que nuestros ojos se cruzaran en tan aciagas circunstancias, viajamos a Calcuta y de allí a Ceilán, donde nos casamos ayer entre buganvillas, hibiscos y gardenias en lo que originalmente debió de ser el jardín del Edén.

Mis queridas señoritas, estoy seguro de que esta carta os ha dejado asombradas, pero espero que compartáis conmigo mi desconcertante alegría. Soy un hombre que no cambia de hábitos fácilmente, por lo que, aunque mi decisión pueda parecer rápida, no creo que haya sido precipitada. Ranjana es una joven fuera de lo común. La prometieron a los diez años de edad con su marido, que entonces tenía sesenta. Aunque aquel era un matrimonio concertado, él era un rico comerciante que no deseaba tener una esposa inculta. Ranjana lo acompañaba con frecuencia en sus viajes a Jaipur, donde él mantenía relaciones comerciales con el Raj británico, y recibió educación en inglés, francés y alemán de diferentes gobernantas. Me asegura que su marido nunca habría permitido que ella fuera sometida al
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y que todo el asunto lo organizó su familia política, porque su marido la había incluido en el testamento, una práctica insólita en la India. Se le dan bien los idiomas y está aprendiendo checo rápidamente, mucho mejor que mis intentos con el marwari y el hindi, que la hacen reír a carcajadas. En todo caso, siendo Ranjana viuda y yo checo, no nos podemos quedar en la zona mucho tiempo y tendremos que encontrar otro lugar pronto. Estamos pensando en marcharnos al quinto continente, Australia...

—¡Pero bueno! —exclamó tía Josephine—. ¡Este hombre está lleno de sorpresas!

Me sobresalté al escuchar un sollozo. Klára, tía Josephine y yo nos volvimos y vimos que madre se había levantado de su asiento y estaba de pie junto a la chimenea.

—¡Dios Santo! ¿Qué te sucede? —dijo tía Josephine, precipitándose hacia madre.

Klára y yo nos pusimos de pie, sin saber muy bien qué hacer. Pensé en llamar a Marie para que le trajera a madre un vaso de agua, pero me detuve. Aquello era algo que la sirvienta no tenía por qué ver.

—Estoy bien —aseguró madre, secándose las mejillas.

Pero estaba lejos de encontrarse bien. Temblaba y en sus ojos había dibujada una expresión de desconsuelo. Tía Josephine la llevó de vuelta al sofá y se sentó con ella. Klára le sirvió a madre otra taza de té. Madre acababa de montar una escena y tendría que darnos alguna explicación sobre ello.

—¡Lo siento mucho! —dijo secándose las lágrimas con su pañuelo—. Ya veis, conocí a Ota cuando él era joven y dijo que jamás se casaría. La noticia me ha conmocionado porque me ha recordado los días en los que yo conocí a vuestro padre. Eso fue hace veinte años. Siempre nos afecta mucho cuando todo cambia repentinamente y nos damos cuenta de que ya no somos jóvenes. De que han pasado muchas cosas y de que nunca podremos volver a revivir aquellos días.

Tía Josephine acarició la mano de madre con aire compasivo, pero su boca se curvó como si la explicación de madre no la hubiera convencido. Volví a pensar en Milos flirteando descaradamente con
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Benová en la fiesta de
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Provazníková, y la misteriosa conversación que habían mantenido madre y
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Milotová ese mismo día. ¿Podía todo aquello tener algo que ver con las verdaderas razones de que madre reaccionara así?

Me quedé aún más perpleja aquella noche cuando pasé junto a la habitación de madre y la oí sollozar. No eran tiernas lágrimas sentimentales, sino asfixiantes sollozos de pena desenfrenada. Sentí la tentación de llamar a su puerta y tratar de consolarla, pero algo me dijo que no debía molestarla, que debía dejar que su angustia siguiera su curso.

Cuando me metí en la cama junto a Klára, que ya dormía, me resultó difícil conciliar el sueño. Me daba la sensación de que madre estaba tan amargamente afligida por la boda de Ota como lo había estado por la muerte de padre.

DOS

Madre aceptó la invitación para asistir a la velada musical de
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Koutská, y Klára y
paní
Milotová prepararon varias piezas de Mozart, Beethoven y Chopin. Seleccionaron seis sonatas y preludios para que Klára pudiera adaptar sus obras al ambiente de la reunión.

Cuando llegó el día de la velada, me quedé asombrada de lo tranquila que estaba mi hermana ante la idea de tocar delante del público por primera vez. Tarareaba su repertorio mientras se bañaba y se vestía como si no le importara nada más en el mundo.
Paní
Milotová estaba en lo cierto al describir a Klára como una intérprete innata. A lo largo de nuestra infancia, madre nos había ido regalando a Klára y a mí unas hermosísimas muñecas de porcelana, pero nuestras favoritas eran las que nosotras mismas fabricábamos pintándoles caras a cucharas de madera. Engalanábamos a nuestras divas con pelucas hechas de lana y las vestíamos con trozos de encaje y tul. Juntas creamos miniespectáculos de marionetas para mostrarles a los demás nuestras muñecas: Klára componía las canciones y yo elaboraba los diálogos y el argumento de las historias. Pero cuando llegaba el momento de actuar ante madre y sus amigos, la lengua siempre lograba pegárseme al paladar y la responsabilidad de continuar con el gran espectáculo recaía sobre los hombros de mi hermana pequeña. Mi único consuelo era que después madre siempre elogiaba las historias.

—Puede que no seas una buena intérprete, pero has creado algunos diálogos maravillosos —se apresuraba a decirme siempre para consolarme.

La noche de la velada, Milos, que se había pasado el día en Brno por trabajo, llegó a casa justo después de las siete. Se quedó al pie de las escaleras, fulminando con la mirada su reloj y voceándonos que nos diéramos prisa. Se me cayó el alma a los pies. Milos siempre se comportaba de manera impaciente con nosotras, pero aquella noche estaba especialmente irritable. Me apresuré escaleras abajo, tropezándome con la alfombra, para evitar su cólera. Sin embargo, Klára permaneció serena. Se deslizó por las escaleras con la elegancia de una princesa.

—Será mejor que no actúes con tanto orgullo en la fiesta, jovencita —murmuró Milos—, o será la última a la que acudas.

Madre salió de la sala de estar con un aspecto radiante gracias a su vestido lila con perlas plateadas en el corpiño y en el dobladillo. El aroma a lirios del valle, su perfume favorito, flotaba a su alrededor. Miró fijamente a Milos y me pregunté si le habría oído, pero no dijo nada y se volvió hacia Klára y hacia mí. Su rostro se iluminó con una sonrisa.

—Seréis las muchachas más hermosas de toda la fiesta.

Madre siempre se prodigaba en cumplidos con nosotras, pero por la forma en la que Milos se escabulló hacia el coche, me pregunté si en esa ocasión no habría hecho aquel comentario con segundas intenciones.

El apartamento de
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Koutská era todo lo que el hogar de una abuelita tenía que ser, desde las lámparas de Tiffany, pasando por el papel de las paredes adornado con cenefas de tulipanes, hasta las sillas tapizadas. El piano se encontraba en la sala de estar, y cuando llegamos, los invitados ya estaban tomando té y tarta de miel.
Paní
Benová, ataviada con un vestido de fiesta color burdeos cubierto de lentejuelas iridiscentes, se encontraba hablando con un hombre de pelo blanco y cejas picudas. Lo reconocí, era Leos Janácek, el compositor de
Jenufa
. Había oído que estaba en Praga durante ese mes para asistir a un concierto. Apenas
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Koutská nos hubo saludado,
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Benová abandonó la compañía de aquel distinguido invitado y se acercó caminando con afectación hacia nosotros.

—Estoy encantada de conocerla —le dijo a madre—. Milos ha hecho un trabajo excelente en mi casa y me moría de ganas por conocer a la mujer que lo inspira.

Madre torció el gesto ante aquel cumplido. La joven viuda era aún más llamativa de cerca, con una piel suave y ojos como zafiros. Pero había algo en ella que resultaba falso, como la gente que afirma que le gusta la ópera cuando en realidad la detesta. Y la manera en la que se apresuró a acercarse sin esperar a ser presentada formalmente resultó vulgar. Me sorprendió que Milos la recibiera tan afectuosamente, cuando siempre se mostraba dispuesto a corregir mis «malos» modales y los de Klára, y me sorprendí aún más cuando le besó la mano a
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Benová.

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