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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (47 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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Proferimos un grito ahogado. El rostro de tío Ota adquirió una tonalidad grisácea.

—¡Por supuesto que eso no va a suceder! —exclamó.

—Considérenlo una bendición si se queda en sus miembros —nos advirtió el especialista—. Si la parálisis avanza por el pecho, tendremos que introducirlo en el pulmón de acero.

Los siguientes días fueron una pesadilla a medida que aquella maldición sacudía el cuerpecillo de Thomas. Había momentos en los que se despertaba y se mantenía consciente y en otras ocasiones dormía durante horas. Por el hospital desfilaban diversos niños a los que la poliomielitis les había arruinado el futuro. A algunos los llevaban de aquí para allá las enfermeras en sus sillas de ruedas, mientras que otros avanzaban a trompicones con aparatos ortopédicos o andadores. En el exterior de la consulta de fisioterapia vimos a un muchacho, que no tendría más de catorce años, que había desarrollado unos hombros totalmente desproporcionados con respecto al resto del cuerpo por usar muletas. Pero los peores casos eran los de los niños de los pulmones de acero. Un día que iba al lavabo de señoras pasé por delante de la sala de los respiradores y vislumbré las caritas que miraban desde los diferentes compartimentos, respirando entrecortadamente. Oí que una madre le decía al médico de guardia:

—Mi niña dice que no puede tragar.

—Lo siento de veras, señora —le respondió el doctor—. Eso significa que la polio le ha llegado al cerebro.

Corrí a refugiarme en el baño de señoras, me metí en uno de los cubículos y allí, de pie, me tapé la cara con las manos y lloré.

Cuando regresé a la sala donde estaba Thomas, encontré a Robert con los demás. Me alegré de que hubiera venido a apoyar a Klára.

Freddy se dio cuenta de que yo había estado llorando y me rodeó la cintura con el brazo.

—Yo siempre estaré aquí para ti y tu familia, Adéla. Siempre —me prometió.

Enterré la cabeza en su pecho. Freddy se había convertido en mi mejor amigo y en la persona en la que más confiaba. No podía imaginarme la vida sin él.

Cuando pasó lo peor del peligro que acechaba a Thomas, lo trasladaron a la sala de medicina general para que hiciera rehabilitación. No podía mover la pierna desde la cadera y, aun así, nos sentimos profundamente agradecidos, pues las esperanzas que nos habían dado eran, cuando menos, desalentadoras. El especialista decidió que había que ponerle un aparato ortopédico a la pierna de Thomas para evitar que los músculos se retorcieran y la pierna se deformara.

Tío Ota y Freddy llevaron a Thomas a casa unas semanas más tarde. Las enfermeras le habían enseñado a andar usando las muletas y lo hacía con habilidad. Pero cuando la portezuela del coche se abrió y Thomas cojeó por el sendero ayudándose de las muletas, pensé que Ranjana era la mujer más fuerte del mundo por no derrumbarse.

—¡Estoy tan contenta de que ya estés en casa! —le dijo, cubriéndole la cara de besos.

Pero yo sabía que lo que acababa de presenciar era tan devastador para ella como para nosotros. Thomas siempre había sido un muchacho que corría y saltaba de alegría.

La persona que más rápido se hizo cargo de la nueva situación fue el propio Thomas. Una vez que hubo dejado atrás la enfermedad y el dolor, volvió a recuperar su personalidad sonriente y pícara. Esther lo comprendía mejor que nadie. Una tarde me pasé por la casa y me los encontré a ella y a Thomas juntos en el patio trasero. Esther le estaba ayudando a dibujar un juego de rayuela en el camino.

—¿Y no será demasiado difícil para Thomas? —le susurré—. ¿Qué pasará si se hace daño?

Esther se enderezó y me contempló.

—Tienes que dejar de minar su confianza y ayudarlo a llevar una vida lo más normal posible.

Thomas sonrió.

—No te preocupes, Adélka. Saltar es algo que se me da extraordinariamente bien.

Su respuesta hizo que Esther soltara una risita. Yo también tuve que reírme.

Cuando Hugh se enteró de que Thomas estaba en casa, él y Giallo se convirtieron en visitas habituales. Debía de ser doloroso para Hugh ver a Thomas acostumbrarse a su discapacidad, pero no lo demostraba. Me sentía agradecida por que estuviera dispuesto a olvidar sus sentimientos para tratar de animar a Thomas y para demostrarnos su apoyo.

Una tarde, después de Hugh hubiera pasado un rato jugando con Thomas en el jardín, entró en la sala de estar a hablar conmigo. Esther apareció con un plumero en la mano. Cuando vio a Hugh, se dio media vuelta y salió de la habitación.

La mirada abatida de Esther me entristeció. Me hubiera gustado hablar con ella sobre la falta de interés de Hugh por ella, pero ella misma se había dado cuenta. Desde mi boda con Freddy, en la que Hugh la había ignorado comportándose con extrema frialdad, Esther volvió a vestirse con ropas de colores apagados y apenas hablaba con nadie excepto con nosotros.

Cuando llegó la hora en la que Hugh tenía que marcharse, lo acompañé hasta la puerta del jardín. Esther estaba allí regando las azaleas. Hugh se levantó el sombrero, pero ella lo ignoró. La mariposa azul y negra se le había posado sobre el hombro.

—¿Ves la mariposa que Esther tiene encima? —le susurré a Hugh.

Contempló a Esther y comprendí que no veía la mariposa.

—Llámame cuando necesites a alguien para cuidar de Thomas —me dijo.

—Lo haré —le respondí, y proferí un grito ahogado cuando vi que la mariposa se le había posado a él en el pecho.

Giallo se dio cuenta y ladeó la cabeza. Pero Hugh se quedó sorprendido por mi reacción. Lo observé mientras renqueaba calle abajo y doblaba la esquina antes de volverme hacia Esther.

No tenía ni idea de cómo interpretar lo que acababa de suceder.

A pesar de su actitud optimista ante la enfermedad, Thomas sufrió una complicación al mes siguiente. El ligamento de la corva de su pierna dañada se contrajo y eso le producía dolores constantes. Ya no podía estirar la pierna.

—Vamos a tener que operarlo —nos anunció el especialista.

Tras la operación, le escayolaron la pierna a Thomas desde la cadera hasta el tobillo y lo sometieron a un espantoso tratamiento posoperatorio colocándole cuñas detrás de las rodillas para mantener estirados los ligamentos. Un día llegué a Watsons Bay y me encontré a Ranjana llorando.

—Si fuera yo la que estuviera sufriendo, lo soportaría —sollozó—. Pero ¿cómo puedo quedarme simplemente mirando cuando mi niño está padeciendo tantísimo dolor?

A Thomas lo había atendido el mejor especialista del hospital, pero incluso él nos había dicho que ya había hecho todo lo posible y que Thomas tendría que adaptarse a vivir con la parálisis. Volví a pensar en el artículo que había visto sobre Philip. Él defendía los tratamientos progresivos para la parálisis infantil. De repente, se me ocurrió una idea. Quizá sí había alguien que podía ayudarnos.

VEINTE

La consulta de Philip en Edgecliff era diferente de la del especialista que había tratado a Thomas en el hospital. Había títulos de la Universidad de Londres colgados de las paredes en la zona de recepción, pero en lugar de grandes volúmenes encuadernados en piel y obras de arte, en las estanterías tenía ositos de peluche y muñecas de trapo. Esbocé una sonrisa cuando vi la colección de hombres de barro que llenaban una vitrina entera. En el suelo, una niña con un parche en el ojo y un niño con un brazo en cabestrillo jugaban con un tren de juguete. Ayudé a Thomas a sentarse en el sofá y me acerqué a la enfermera, que anotó sus datos en una tarjeta. Detrás de ella había un lema enmarcado en la pared:

Tu enfermedad puede afectar a tu personalidad

o

tu personalidad puede influir en tu enfermedad.

Le había dicho a Ranjana, que ese día trabajaba en el cine, que me iba a encargar de llevar a Thomas a un nuevo especialista. No existía ninguna razón para no decirle a mi familia que iba a llevarlo a ver a Philip. Ni siquiera Freddy me lo habría impedido si estaba en juego el bienestar de Thomas. Había venido por Thomas, pero quería ver a Philip a solas. Esperaba que, al verlo de nuevo, sería capaz de desembarazarme de los recuerdos y entregarle mi corazón por completo a Freddy. Pero por mucho que lo intentara, los recuerdos volvían flotando a mí. Veía a Philip en su atestado despacho de Broughton Hall y recordaba su sabor cálido y salado cuando me había besado en la playa de Wattamolla.

Después de que la enfermera anotara los datos de Thomas, regresé al sofá. Thomas se había unido al niño y la niña de la alfombra para jugar con el trenecito. Observé a las madres. Una de ellas estaba concentrada en la revista que leía, pero la otra contemplaba a los niños mientras jugaban. Thomas le dio cuerda a la locomotora y la impulsó para que diera una vuelta por las vías. El juguete recorrió un trecho antes de descarrilar. La madre le aplaudió. Cuando Thomas se encontraba en el hospital, yo estaba convencida de que alguien pondría objeciones a la presencia de un niño de piel oscura en la sala. Pero nadie lo hizo. Puede que el sufrimiento volviera más generosa a la gente.

Philip iba con retraso y de pronto me invadió el temor. ¿Qué diría cuando nos viera? Yo le había dado a la enfermera mi nombre de casada.

Se abrió la puerta de la consulta del doctor y un muchacho con un pie zambo salió de ella acompañado de su madre. Los dos sonreían como si acabaran de compartir un chiste. Entonces, Philip salió a llamar a su próximo paciente. Cuando me vio, se quedó clavado en el sitio. Yo también me quedé estupefacta. Philip ya no era el joven de rostro lozano que yo había conocido cuando era médico en prácticas en Broughton Hall. Tenía los hombros más anchos y rectos. Llevaba el pelo peinado hacia atrás formando un remolino. Su enigmática sonrisa se iluminó cuando nos vio, pero los ojos que la acompañaban tenían un aspecto triste y el color de sus mejillas había desaparecido.

Philip se acercó a nosotros. Se quedó boquiabierto ante mí, pero recuperó la compostura y colocó una mano sobre el hombro de Thomas.

—Ya veo que padeces un caso grave de polio —le dijo—. Echaré un vistazo al ojo de Mary y al brazo de John y después te examinaré la pierna, Thomas.

Philip buscó mis ojos con su mirada y lo vi allí, claramente, en su rostro. Seguía queriéndome. Nunca había dejado de amarme. Balbuceé, avergonzada, y aparté la mirada.

Llegó el turno de Thomas, y Philip nos invitó a pasar a su despacho. Deseaba con todas mis fuerzas que volviera a mirarme para poder confirmar que lo que había visto en su rostro era amor, pero él evitó mi mirada. Sentó a Thomas en la camilla para examinarle la pierna. Le eché un vistazo a su escritorio en busca de alguna fotografía de Beatrice o de su hijo, pero no tenía ninguna. Me pareció extraño, porque me imaginaba que Philip sería un padre abnegado. ¿Dónde se había metido durante todos estos años y qué había estado haciendo? ¿Le gustaba trabajar con niños? Quería hacerle todas aquellas preguntas, pero tenía la lengua pegada a la garganta y Philip dirigía todos sus comentarios a Thomas, no a mí.

—Intento adaptar el tratamiento a cada niño —le explicó—. Lo que te funciona a ti quizá no sea lo adecuado para otro y viceversa. Hasta este momento has recibido un tratamiento convencional con tablillas y aparatos ortopédicos, pero ahora yo me voy a concentrar en aplicarte una terapia más intensiva.

Thomas, que parecía un hombrecito con su traje de tweed y su corbata, le contestó:

—En el hospital vi que a algunos niños les daban masajes. Se me ocurrió que un masaje también me sentaría bien a mí.

Philip no se burló de Thomas. Lo miró a los ojos y le contestó:

—Mantengo correspondencia con una enfermera que ha tenido mucho éxito con los masajes a los pacientes de polio en el Outback. Pero al mismo tiempo, tenemos que andarnos con cuidado, Thomas. Demasiada estimulación a veces puede provocar aún más daño.

Thomas mantuvo la mirada de Philip y asintió. Se me ocurrió que era bastante poco habitual que alguien se dirigiera directamente a él. La mayoría de la gente hablaba ignorándolo: en primer lugar, porque era pequeño y en segundo lugar, porque su piel era oscura.

—Cuando sea mayor quiero ser médico, como tú —le dijo Thomas a Philip—. Seré amable con los niños.

Tras reconocer a Thomas y tomar nota del programa de tratamiento que le iba a prescribir, Philip nos acompañó hasta la puerta. Thomas maniobró con la muleta y salió antes que yo, y Philip me tocó el brazo. Levanté la mirada hacia su rostro. Noté como la sangre me subía por las venas, pero también sentí la necesidad imperiosa de salir corriendo. Cogí a Thomas de la mano en la que no llevaba la muleta y lo ayudé a salir de la consulta. Philip le había recetado un programa de tres meses, pero tendrían que ser Ranjana o Esther las que llevaran a Thomas a Edgecliff para que recibiera el tratamiento. Yo había venido en busca de la verdad y la había encontrado: mis sentimientos por Philip, y los suyos por mí, no habían cambiado.

Cuando regresé a casa, Freddy no estaba. Habían venido a Sídney unos directivos de Galaxy Pictures y su reunión debía de haberse alargado. Klára se había quedado a dormir con tío Ota y Ranjana. Era la noche libre de Regina y había dejado preparada una olla de sopa de calabaza en la cocina y una hogaza de pan. Fuera, caía una llovizna y corría un aire frío.

Me preparé un baño y me metí en la bañera tratando de calmar mi acelerado corazón. Unos nervios que pensaba que habían muerto para siempre volvieron a cobrar vida.

Me puse una blusa blanca y una falda negra y me rocié el cabello con agua de rosas. Además, me coloqué todas las joyas que Freddy me había regalado: la alianza de oro con diamantes y relieves; el anillo de pedida de rubíes; el collar de oro rosa y los pendientes que me había comprado por nuestro primer aniversario y la pulsera de zafiros y diamantes que me había regalado cuando
En la oscuridad
se estrenó en Estados Unidos.

Regresé a la cocina y contemplé la sopa sobre el hornillo, preguntándome si Freddy ya habría cenado. Saqué una lata de galletas saladas y las puse en un plato, les unté queso por encima y les eché aceitunas partidas por la mitad. A Freddy le gustaba beberse un julepe de menta cuando llegaba a casa. Oí su coche llegando por el sendero. Freddy aparcó en el garaje y corrió bajo la lluvia. Le abrí la puerta principal.

—¡Dichosos los ojos! —exclamó, cogiendo la toalla que le ofrecí y secándose la cara.

—Vamos, déjame quitarte el abrigo, está húmedo —le dije—. ¿Has comido algo?

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