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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (12 page)

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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La nuca, el brazo y el culo dejaron de sentir presión alguna. Levantó un poco la vista y vio varias botas negras pisando la moqueta. Se levantó y vio a cuatro hombres. Tres de ellos iban vestidos con pantalón y camiseta negra: eran del equipo de seguridad de la familia Vidal. Dos de ellos se estaban guardando sendos revólveres en la pistolera, colocándose la camiseta por encima del pantalón para ocultar el arma. El cuarto hombre, que fue quien habló con Cristina, vestía un traje beige hecho a medida, corbata amarilla sobre camisa roja. Era el relamido de Fernando Linda, a quien la madre de Cristina había ordenado ir en busca de la niña, que no había vuelto a casa después de la fiesta.

—Tus padres están preocupados por ti —le decía Linda a Cristina, que tapaba su desnudez con la sábana de seda blanca.

—Diles que estoy bien; y ahora vete y llévatelos —en referencia a los tres vigilantes, que tenían la vista puesta en la desnudez de Álex porque sabían que mirar a la hija de su amo estando esta desnuda sobre la cama podía acarrearles problemas.

Los tres tipos salieron de la habitación con la mirada pegada al suelo. Linda miró unos segundos a los ojos de Álex, que le aguantó la mirada.

—Ve con cuidado —le advirtió Linda.

—Vete, Fernando —ordenó Cristina.

De nuevo solos, Cristina le explicó a Álex quién era Linda y quiénes esos tres tíos armados. Luego, durante la cena que se hicieron subir a la habitación, le explicó que su padre era un magnate de los medios de comunicación, un hombre perfectamente conectado con el poder.

Tras la cena volvieron a entregarse al sexo. Era miércoles, pero ninguno de los dos tenía que trabajar al día siguiente. Él, porque no tenía trabajo. Ella, porque no lo había tenido jamás. Cristina se estaba sacando la carrera de Física sin demasiados agobios, a un ritmo de dos asignaturas por año. No obstante, había que decir a su favor que los aprobados eran trabajados, no comprados como casi todo su entorno sospechaba.

—Tengo veintitrés años, inspector Prats —me dijo Cristina—, y puedo decir que sé lo que es el amor gracias a Álex.

Cavaleiro y yo nos miramos. Se hizo un silencio. En la mesa del extraordinario salón de los Vidal, sentados a la mesa rectangular de cristal, a un lado estábamos los tres polis, yo en medio, y frente a nosotros Linda y Cristina, quien nos narraba al detalle su breve pero intensa relación con Álex Solsona. El servicio nos había preparado café y un surtido de pastas exquisitas que solo probamos los polis. Después de haberme apuntado a la cabeza con un rifle, he de admitir que me trataron muy bien. Linda se limitó a tomar un café tras otro y Cristina nada de nada. Llevaba días durmiendo poco y llorando mucho.

—¿Y qué es el amor? —le pregunté, identificado con ese tipo de pensamientos a causa de mi fracasada vida sentimental.

—Esa pregunta no es adecuada, Prats —protestó Linda, atento a todo.

—Solo intentamos convertir un interrogatorio en una charla distendida —dijo Bastos, acudiendo en mi defensa—. La señorita Vidal es muy buena explicando lo sucedido.

—Sé lo que es el amor, inspector Prats —me dijo Cristina, fijando sus bonitos ojos claros en el vulgar marrón de mi iris—, lo que no sabría es definirlo. Sé que lo que me hizo sentir Álex la primera vez que hablamos, los tres días en que no salimos de la suite y los días que siguieron a esos tres, no lo había sentido antes por ningún hombre, y se me hace difícil creer que encontraré a otro que me lo haga sentir.

—Los poetas que han intentado hablar del amor han fracasado —dijo Cavaleiro, sorprendiendo a Bastos—, por eso casi todos optan por hablar del desamor.

—Si tú lo dices, Charly… —soltó Bastos, deseoso de poner punto final de una vez a esa digresión.

Tres días encerrados en el hotel. Cenando en la habitación, comiendo en la habitación, follando en la habitación. Álex percibió que estaba encandilando a Cristina sin apenas proponérselo. Abrazados en el jacuzzi de la terraza, ella no paraba de repetirle que se estaba enamorando, que quería perderse por el mundo con él y otras sandeces típicas de una mujer joven convencida de haber encontrado de una maldita vez a su príncipe azul. Una mujer en ese estado podía ser insultantemente fácil de embaucar, y un tipo con mayúsculos problemas como los que arrastraba Solsona estaba obligado a intentar sacarle el máximo jugo a esa circunstancia. Decidido a aprovecharse, jugó la carta de la compasión y se inventó la historia del hermano enfermo. Muy enfermo.

—Tengo que ganar dinero para enviárselo.

Dando rienda suelta a la imaginación, le explicó que tuvo que abandonar Barcelona porque la policía había detenido a dos colegas con los que se dedicaba a atracar bancos.

—Tras su detención, mi libertad tenía las horas contadas. Por eso me subí en el primer avión a Río de Janeiro. Quiero crear una nueva banda para atracar bancos en tu ciudad y poder enviarle dinero a mi hermano.

—Quería atracar un banco para poder pagarle a su hermano una operación en una clínica de Oslo —nos contó Cristina—. La figura del atracador de bancos siempre me ha parecido cargada de poesía y significado. Sé que les parecerá una contradicción que lo diga yo, hija de un multimillonario…

Fernando Linda me lanzó una mirada acusatoria con la que parecía proponerse hacerme sentir responsable del farol de Álex Solsona, porque todos en aquel salón —excepto Cristina, claro— entendimos que Solsona era un farsante.

—Cariño —le dijo Solsona a Cristina, apuntando a su nuevo talón de Aquiles—, no creo que nos podamos volver a ver.

—¿Cómo? —preguntó ella, disconforme con esa posibilidad—. Con todo lo que me haces sentir estando a tu lado, ¿pretendes que dejemos de vernos? No puedes hacerme esto.

—Cariño, la vida está llena de historias que mueren justo antes de empezar. He estado tres días contigo en el cielo. Si alguien me pregunta cómo es el cielo, me basta con describir esta suite. Si alguien me pregunta cómo es el infierno, me basta con describir todo lo demás. Pero he de ganar dinero, mi hermano necesita dinero, y no lo ganaré si no salgo de este hotel. Tenemos que dejar de vernos.

¡Olé! Se la jugó a cara o cruz y ganó. La chica lo quería para sí. Deseaba pasar con él el mayor tiempo posible. Estaba tan estúpidamente cegada de amor que ni siquiera se detuvo a pensar ni un segundo que Álex podría haberse propuesto estafarla. Cristina Vidal se olvidó de desconfiar, que era lo primero que debería de haber hecho alguien perteneciente a una familia tan bien posicionada como la suya.

—Si la única barrera entre tú y yo va a ser el dinero, yo pondré el dinero —le dijo—. Yo pagaré el tratamiento y la operación de tu hermano.

—Es mucho dinero.

—Mi padre tiene más dinero del que puedas imaginar. Las cosas que tienen precio nunca han sido un problema para mi familia. Son las que no se compran las que se nos suelen atragantar.

Lo compró. Él se puso en venta y Cristina lo compró. La manera de actuar de Cristina no distaba mucho de la del gallego macarra que se va unos días a Cuba y, para gozar de la compañía de una bella cubana, se lo paga absolutamente todo. Luego se la lleva a vivir a España y ella, a la que el gallego se despista, se busca la vida y lo deja con tres palmos de narices y el nabo entre las piernas. Fuera o no consciente de ello, Cristina lo estaba comprando. Le puso un coche, un aparthotel, le llenó el armario, le dio dinero para el hermano que no existía y también dinero para sus gastos. A cambio, él estaría siempre dispuesto a verla y a hacerla soñar con viajes a mundos lejanos. Cristina se había hecho con un hermoso ejemplar de caballero español con el que presumir ante sus amigas. Español y atracador de bancos. ¿Alguien da más?

—Me prometió que se tatuaría mi nombre en la espalda —recordó Cristina—, como el de las dos mujeres a las que había amado antes. Me dijo que sería el último tatuaje que iba a hacerse.

Dimos por acabado el interrogatorio.

Cavaleiro conducía. Bastos usó el móvil para pedir que se comunicara a todas las unidades la orden de búsqueda del coche que conducía Álex Solsona la noche que lo asesinaron. Dictó modelo, color, matrícula y nombre del titular: el padre de Cristina.

—Ahora vamos al aparthotel en el que se hospedaba —me dijo Bastos—. Puede que encontremos allí alguna pista que nos conduzca al asesino.

—¿No necesitaremos una orden de registro para entrar? —pregunté.

—Iremos más rápidos si nos saltamos ese trámite, Prats —me aclaró Cavaleiro.

Al mando de la recepción del aparthotel había un chico de no más de veinte años rellenando un impreso. Llevaba camisa, corbata y un distintivo con su nombre en la pechera de la americana. Se llamaba Nelson. Levantó la mirada al oír nuestros pasos, topándose con tres tipos con cara de cansados a las ocho de la tarde de un sábado. Dedujo al acto que no veníamos a alquilar ninguna habitación, hecho que confirmó Bastos al mostrarle la placa.

—Necesitamos entrar en el apartamento de Álex Solsona. Es el 633 —añadió Bastos, señalando el casillero donde se guardaban las llaves.

Nelson pensó en algo que alegar para no darnos la llave. Llevaba poco tiempo trabajando allí y le habían dado la instrucción de no darle la llave a nadie que no fuera el cliente. Como supe más tarde, en aquel aparthotel vivían mantenidas muchas amantes de hombres casados y se sabía de la presencia de sabuesos merodeando por sus alrededores.

—¿No tienen una orden de registro? —preguntó Nelson—. A mí nadie me ha dicho nada.

—No tenemos ni orden ni más tiempo que perder. Puedes llamar tú mismo a la policía y preguntar si es cierto que el inspector Lucas Bastos, del Departamento de Homicidios, necesita entrar con cierta urgencia en el apartamento 633.

Los tres le mirábamos fijamente. Menuda situación para Nelson, a quien los repentinos nervios empezaron a hacerle sudar. La encrucijada no era para menos. Si nos dejaba entrar, podía perder el trabajo, lo que en Brasil era cosa seria. Si se decantaba por no dejarnos entrar, le iba a tocar plantarle cara a tres policías con cara de malas pulgas, lo cual no era el plan ideal para la tarde de un sábado. Finalmente, se giró hacia el casillero esperando que la suerte se aliara con él. Y así fue: Álex Solsona se había llevado la llave.

—Pues danos una copia o la llave maestra, la que abre todas las habitaciones y que sabes dónde está —dijo Bastos.

Nelson nos pidió que aguardáramos un segundo y entró en un despacho que había al final de la recepción. Bastos pasó al otro lado del mostrador para comprobar si el joven nos había mentido con lo de la llave. Introdujo la mano en la casilla de la 633; la llave no estaba. Cuando volvió a nuestro lado, Nelson salió del despacho con una sonrisa que invitaba a pensar en una solución feliz. Había llamado al jefe de recepción, que se personaría en unos minutos. Nos sentamos en un sofá del vestíbulo y esperamos. Los pocos clientes que vimos entrar o salir tenían en común la belleza y la juventud. Mantenidos, como lo era Solsona. Cuando la paciencia de Bastos empezaba a agotarse, la puerta automática se abrió para dejar pasar a un tipo blanco, calvo, delgado y con gafas. Nelson, al verle entrar, le señaló el sofá en el que los tres polis esperábamos muertos de asco. El tipo se acercó y, mostrando maneras de relaciones públicas, se presentó, nos estrechó la mano a los tres y se ofreció a ayudarnos en todo lo posible. Nos explicó también las cosas que no podía hacer por nosotros, como por ejemplo dejarnos entrar en el apartamento de Solsona. Bastos intentó convencerle por la vía diplomática de lo importante que era para la policía acceder al apartamento 633, pero el tío no estaba dispuesto a ceder y a Lucas Bastos no le quedó otro remedio que recurrir a la amenaza:

—Escuche —le dijo—, vamos a entrar con o sin su consentimiento. Nos abre la puerta —se abrió la americana para mostrar su revólver— o nos la cargamos a tiros. Llame si quiere a la policía y verá cómo los que vienen a detenernos salen riendo con nosotros por la puerta principal, preguntándonos por nuestras mujeres y proponiéndonos tomar un daiquiri.

El tono amenazador empleado por Bastos achantó al jefe de recepción, que no quería oír tiros en su hotel. Tras unos segundos en los que buscó sin éxito algún argumento adecuado que esgrimirle a un poli rudo, se resignó a abrirnos la puerta con la única condición de que él entraría con nosotros, a lo que Bastos no puso reparo.

Subimos en un ascensor con paredes de espejo hasta la sexta planta, por la que caminamos a través de un largo pasillo flanqueado por puertas idénticas hasta llegar a la 633. El tipo abrió con la maestra y se hizo a un lado para dejarnos entrar. Permaneció pegado a la puerta abierta mientras nosotros encendíamos las luces y corríamos las cortinas. Todo muy limpio y ordenado; gran trabajo del servicio de limpieza. Olía a ambientador de menta. Me acerqué a la ventana, que ofrecía una bella panorámica del Pan de Azúcar. Eso eran vistas, y no las del hotel donde me había alojado el Ministerio del Interior. Abrimos cajones y armarios. Cavaleiro registró todos los bolsillos de camisas, pantalones y americanas, sin descuidar el interior de los zapatos de Solsona. Bastos se sentó en la cama perfectamente hecha y extrajo todo lo que encontró en los cajones de la mesilla de noche. Yo miré en el baño primero y en la cocina después. Abrí la nevera, el microondas, el cubo de la basura, la despensa, todos los cajones y armarios de la cocina… Quedé muy profesional, pero no encontré nada ni en el baño ni en la cocina.

—Solo ropa —dijo Cavaleiro, cerrando el armario.

—Nada en la cocina ni en el baño —dije yo.

Bastos amontonaba papeles y documentos sobre la colcha ante la incómoda mirada del jefe de recepción. Fui a mirar los cajones del escritorio mientras Cavaleiro entraba en el baño. Primero pensé que no se fiaba de mí y que prefería registrarlo él también. Poco después oí la cadena y entendí que había entrado exclusivamente por asuntos personales.

Encontramos un sobre con su pasaporte y otros documentos españoles, un par de tarjetas de crédito expedidas por bancos españoles y tres libretas de cuentas bancarias, dos de ellas de bancos españoles, bastante secas, y la tercera de un banco brasileño, con una nada desdeñable suma de dinero. La había abierto una semana después de haber conocido a Cristina, y todas las operaciones reflejadas eran idénticas: ingresos. Esos ingresos probablemente los hubiera realizado directamente Cristina, por internet o en ventanilla, o tal vez los realizó el propio Álex después de que ella le hubiera dado el dinero en efectivo.

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