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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (28 page)

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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—Si sugiere que Solsona tenía un socio —intervine—, este debe de estar muy contento: ya no tiene con quién repartirse el bote.

—Tuvo que ser él —dijo Ariza.

Ariza no alquiló un coche, prefirió moverse en taxi. El taxista que le recogió en la puerta del hotel le advirtió de que para un turista de rasgos tan europeos y con el traje que llevaba, ir al barrio donde se ubicaba la pensión no era nada aconsejable.

—Es como dejar a Gisele Bündchen en bikini dentro de una cárcel de hombres en Bagdad —le dijo el taxista—. Si algún atracador le echa el ojo le va a dejar en pelotas, señor. Igual le matan.

El comentario preocupó a Ariza.

—La gestión que tengo que hacer es muy rápida. Si usted es tan amable de esperarme en la puerta…

—Negativo, señor —interrumpió el taxista—. Me la juego a que me maten solo por sacarme los pocos billetes que llevo encima. Pocos taxistas acceden a ir a esa zona, y si llego a saber que es donde usted quiere ir, no hubiera ido a recogerle. Era francamente difícil de esperar de un cliente de su hotel.

Bastaba echar un vistazo a las aceras y las fachadas para percatarse de que aquel no era un barrio apacible. A Solsona le habían atracado un par de veces y tuvo que salir a la carrera en varias ocasiones. A pocos kilómetros de allí eran muy habituales los tiroteos entre narcotraficantes y la Policía Militar. Mientras el taxi se adentraba en el barrio, Ariza podía notar las pupilas de algunos transeúntes clavándose en las lunas del coche, cerradas completamente. De haber sido Carlos Burgos, hubiera dado marcha atrás para intentar hacer las gestiones con un teléfono y un fax. Ariza no: era un investigador de raza, le sobraban tablas y coraje.

—¿Tiene una pistola? —le preguntó al taxista.

El conductor se agachó para meter el brazo debajo de su asiento, de donde extrajo un revólver que le mostró a Ariza. No era real, solo una imitación muy lograda a la que el taxista le había sacado partido en circunstancias peligrosas, como cuando un grupo de turistas ingleses, lógicamente borrachos, le cortaron el paso en una calle solitaria y lo sacaron del coche para darle una paliza.

—Me servirá —dijo Ariza, cogiendo el revólver.

—¿Qué piensa hacer? ¿Apuntar a alguien y hacer
pum-pum
con la boca?

Le preguntó cuánto ganaba en un mes. El taxista exageró la cifra al alza y Ariza le ofreció el doble si esperaba tres minutos frente a la puerta de la pensión con el motor encendido.

—Si tardo más de tres minutos, abandóneme.

Con absoluta determinación, en cuanto el taxi se detuvo delante de la pensión Nazaret, Ariza abrió la puerta y se apeó del coche. Se abrió la americana y miró hacia todos los lados para que cualquiera que le estuviera mirando pudiera ver la placa de policía falsa que se colocó en el cinturón. Cuando la víctima potencial es un poli, siempre hay que pensárselo más. El tiempo que un posible atracador invirtiera en pensárselo iba a ser suficiente para que Ariza llevara a cabo el plan que había improvisado.

La pensión Nazaret era un edificio de dos plantas muy descuidado. La fachada estaba muy sucia. En un rótulo maltrecho por una pedrada que se había llevado por delante media «zeta» y una «a» se deducía el nombre de la pensión. En lugar de llamar a Ferrer y decirle lo que sí se leía perfectamente en aquella fachada (Solsona no tiene un duro), Ariza cruzó la puerta abierta y accedió a la recepción, que era un mostrador de plástico al otro lado del cual emergía la figura de un mulato alto y obeso que vestía con una camiseta de tirantes de color blanco. El tipo intentaba reparar las aspas de un antiguo ventilador mientras escuchaba un programa deportivo en una radio destartalada que debió de comprar el mismo año que adquirió el ventilador. Observó con mirada boba la placa falsa y la foto de Solsona que Ariza, sin mediar palabra alguna, dejó sobre el mostrador.

—¿Ha estado aquí? —preguntó el detective, señalando la foto.

—Sí —respondió el recepcionista—. No causó problemas.

—Necesito el libro de entradas y salidas.

El chico, con gesto de aburrimiento, se agachó para abrir un cajón. Cogió una libreta de espiral de tapa dura repleta de manchas de café. La puso sobre el mostrador. Ariza abrió por una página al azar. Pareció contento con lo que vio en un rapidísimo vistazo. Le preguntó al chico si estaban registrados todos los movimientos de 2004 y el chico contestó que sí.

—En ese caso, me lo llevo.

El recepcionista iba a decirle que no era posible cuando Ariza se abrió la americana para mostrarle la empuñadura del revólver falso.

—He dicho que me lo llevo —dijo el detective.

Ariza se guardó la placa, la foto de Álex y, libreta en mano, salió de la pensión ante la pasividad del gordo, que no hizo más que seguirle con la mirada. El taxista arrancaba en ese momento. Ariza empezó a correr detrás del coche y logró ponerse a su altura. A la carrera, golpeó la luna trasera con el puño. El taxista, al reconocerle en el retrovisor, se detuvo únicamente el segundo que necesitaba el detective para entrar en el coche y arrancó antes de que Ariza cerrara la puerta.

—¿Por qué no me ha esperado? —le preguntó Ariza, muy enfadado.

—Había dos
meninos
mirándome en la esquina. He visto cómo uno de ellos sacaba una pistola. Ya le he dicho que este barrio no era ninguna broma.

—No me ha esperado, no le pagaré lo que habíamos acordado.

El taxista frenó bruscamente, obligando a Ariza a cubrirse la cara con los brazos para no comerse el apoyacabezas del asiento delantero. El taxista se giró y le presentó dos opciones: o le pagaba o se apeaba en aquel barrio.

—Preferí pagarle —nos contó Ariza—. De no haberlo hecho, probablemente no estuviera ahora en este magnífico balneario… hablando con dos polis encantadores.

—En cambio, Solsona estaría vivo —le dije.

Como muestra de descontento con mi comentario, Ariza se levantó y, señalándome con el dedo, me recriminó que relacionara la muerte de Álex con su trabajo. Al alzar la voz llamó la atención del socorrista y de los clientes que no tenían la cabeza sumergida bajo el agua de la piscina. Le pedí que se sentara y dejara de hacer el número si no quería que nos lo lleváramos a la comisaría en bañador.

Ya en el hotel, Ariza revisó la libreta cochambrosa que se había agenciado a punta de pistola. Fue pasando páginas hasta llegar al mes de junio. Esbozó una sonrisa triunfal al leer el nombre de Álex Solsona, que fue registrado en la pensión Nazaret el día doce del sexto mes. El nombre de Solsona se repetía en varias páginas. Junto a su nombre había escritos una retahíla de códigos y siglas cuyo significado Ariza ni se propuso deducir. Mucho más interesante le pareció el número de teléfono asociado presumiblemente a Álex Solsona. El prefijo delataba la procedencia de la llamada: Río de Janeiro. Aparecía hasta cuatro veces, las dos últimas seguido de varios signos de exclamación. Ariza marcó el número esperando dar con algún socio de Solsona, tal vez el hombre con el que debía repartir el dinero robado a sus ex compañeros de timba. Tras el tercer tono saltó el contestador automático de una empresa de
catering
que le ofrecía la opción de dejar nombre y número de teléfono para poder contactar con él. Lógicamente, Ariza colgó sin identificarse. Buscó en internet información sobre la empresa de
catering
y anotó la dirección. Luego decidió tomarse libre lo que quedaba de aquel ajetreado día. Cenó en un buen restaurante y se acostó con una treintañera polaca que estaba en viaje de negocios, poniendo los cuernos por partida doble: a su esposa y a su amante.

A la mañana siguiente, Ariza salió del hotel donde se hospedaba la polaca y cogió un taxi que le llevó a la empresa de
catering
. Según se deducía en la libreta de la pensión, desde el teléfono de aquella empresa habían llamado a Solsona con insistencia.

—¿Está ubicada en un buen barrio? —le preguntó Ariza al taxista.

—En uno de los mejores de Río, señor.

Ariza respiró tranquilo: no iba a necesitar pistolas de juguete.

La empresa de
catering
tenía su sede en un suntuoso chalé por cuyos jardines transitaban vigilantes armados con subfusiles, una estampa muy habitual en Río. El taxista y Ariza fueron obligados a salir del coche a punta de pistola para poder ser cacheados. El lujo excesivo de la recepción era más propio de un hotel de cinco estrellas o de una embajada. Una joven muy elegante acompañó a Ariza hasta una sala de grandes ventanas que daban al jardín. En el centro de la sala había una mesa de forma ovalada a la que Ariza no se sentó; prefirió esperar de pie la llegada de quien le dijeron que podía ayudarle. Quince minutos después, y en vista de que el que iba a hablarle de Solsona no se estaba dando prisa alguna en atenderle, Ariza tomó asiento. En el aparcamiento del chalé había un taxímetro que no paraba de correr. Poco le importaba: corría a cargo de Ferrer.

Por fin entró en la sala un tipo de mediana edad, ataviado con un traje de cocina de color negro, muy elegante, que llevaba el logotipo de la empresa serigrafiado a la altura del pecho.

—Soy Claude —dijo con un marcado acento francés—, el jefe de cocina.

Ariza se levantó para presentarse y estrecharle la mano. Luego, los dos tomaron asiento, quedando frente a frente.

—¿Tan malos son los cocineros brasileños que tienen que ir a buscarlos a Francia? —preguntó Ariza.

—Ya sabe,
monsieur
Ariza, asociaciones: ser francés en la cocina te da más credibilidad. Si un buen restaurante puede pagarlo, contrata a alguien nacido en París. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

Ariza puso la foto de Solsona sobre la mesa y la arrastró hacia Claude, que la miró sin hacer ademán de cogerla.

—Estoy buscando a este hombre —dijo Ariza.

—Yo también.

—¿Le conoce?

—Álex, el camarero español. Desapareció en mitad de un servicio que montábamos para una de las familias más ricas e influyentes de Río. El muy cerdo se fue sin decir nada; es un comportamiento típicamente español; hasta los turcos son más formales que los españoles. Le estuve llamando varios días. Quería decirle que podía venir a buscar su finiquito, y que era un cabrón, por supuesto. No contestó ninguna llamada. Peor para él; se le debe dinero.

—Tal vez no necesite el dinero.

—Eso parece,
monsieur
Ariza. Ahora parece ser que vive muy bien. Me dicen que se le ha visto en restaurantes caros, compartiendo mantel con hijos de alta cuna.

—¿Podría indicarme en qué restaurantes, Claude? —preguntó Ariza, esperanzado.

En un país sin contactos en la policía, a Ariza no le quedaba otra solución que hacer de detective a la vieja usanza, paseando muchas horas por las aceras con los ojos muy abiertos, una foto de Solsona en un bolsillo y la cámara de fotos en el otro. Por las noches iba a las discotecas donde algunos compañeros del
catering
decían haberlo visto, permaneciendo durante varias horas en algún punto cercano a la entrada para que fuera imposible no verle entrar. Enseñó la foto de Solsona a camareros de discoteca y al personal de varios restaurantes. Nadie aseguraba haberlo visto, cosa que probablemente no fuera cierta. Si se te acerca un desconocido con una foto preguntando si recuerdas haber visto antes ese careto, piensas que lo más inteligente es contestar que no y ahorrarte más preguntas o que te pidan un favor.

—En este trabajo aprendes que cuando a la esperanza empiezan a flaquearle las piernas, significa que tu persistencia está a punto de llevarse el premio gordo.

Tras dos semanas que se le hicieron eternas, tuvo lugar lo que un cronista deportivo calificaría como el milagro de la temporada. Ocurrió hacia las dos de la madrugada. Ariza iba caminando por una avenida considerablemente transitada teniendo en cuenta la hora que era. El marisco de la cena no le había sentado demasiado bien: tenía el estómago revuelto y una ligera sensación de mareo. Sopesaba seriamente irse al hotel a acostarse tras un buen vómito cuando una pareja se cruzó con él. Charlaban animadamente y caminaban a paso ligero, lo que inducía a pensar que llegaban tarde a una cita.

—Él era Solsona —nos dijo Ariza—. Iba con una chica más joven, de pelo castaño, francamente guapa. Se me pasaron todos los dolores cuando lo reconocí.

Ariza dio media vuelta y se dispuso a seguirles. Cruzaron dos calles y se detuvieron frente a una discoteca en cuya puerta nacía una larga cola que doblaba la esquina. Álex y Cristina saludaron al portero, un gorila trajeado que les sonrió y apartó la cuerda roja que había en la entrada para que pudieran entrar. Ariza pensó en mostrar la placa falsa que había utilizado en la pensión para ahorrarse la cola, pero consideró probable que el portero la distinguiera, lo que seguro que le cerraba las puertas para el resto de la noche, además de poner en peligro su integridad física. Los porteros de discoteca se toman muy mal que intenten tomarles por imbéciles. Así que, como un quinceañero resignado, el veterano detective Tomás Ariza se puso a la cola de una discoteca.

Como ya se podía deducir viendo la cola, el local estaba abarrotado. Los clientes se movían al ritmo de algunos
hits
de los años 80. Ariza se abrió paso entre el gentío usando brazos y codos. Avanzaba muy despacio. De declararse un incendio en aquel antro no iba a salvarse ni Dios, porque se superaba, y de mucho, el aforo máximo permitido. Desde el medio de la pista, Ariza alzó la vista y atisbó el segundo piso del local. Las paredes de cristal de la segunda planta permitían distinguir lo que parecía un espacio reservado a
vips
. Ariza siguió abriéndose paso entre la marea. La mayoría de clientes se movían como zombis al ritmo del
Thriller
de Michael Jackson.

El sabueso sudó de lo lindo hasta ganar la escalera que llevaba al segundo piso, donde no había pista. Quienes subían allí solo pretendían tomar una copa con calma y charlar. A través de la pared de cristal se divisaba la pista de abajo. Impresionaba ver a toda la marabunta que se apretujaba en aquella inacabable pista de baile. El sabueso pidió un Martini y, sentado de espaldas a la barra, barrió con la mirada hasta donde su vista alcanzaba. Ni rastro de Solsona. Reparó en la figura de un gorila negro vestido con un traje violeta que parecía hecho a medida. Llevaba un pinganillo blanco en la oreja. Con los brazos cruzados, estaba apostado junto a la puerta del reservado. Una pareja se acercó y el gorila usó su brazo como barrera. La chica le dijo algo que no le convenció. Dijo que no con la cabeza y la pareja desistió; la dureza de su mirada no animaba a tratar de convencerle. El gorila cruzó de nuevo los brazos. Ariza dedujo que aquella puerta solo se abría a quienes entraban en el local sin hacer cola. Apuró el Martini y se dirigió hacia la puerta con decisión. El gorila volvió a extender su brazo para cortarle el paso al sabueso. El movimiento de su brazo recordaba al de las barreras de los peajes.

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