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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (24 page)

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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En primavera de 2004, en el despacho de Ariza & Castells solo trabajaba el primero. A Castells hacía ya un año que se lo merendaron los gusanos en el ataúd. La versión oficial era que Ariza seguía conservando el nombre de su difunto ex socio como muestra de lealtad; la verdad era que lo mantenía para ahorrarse el dinero y los trámites requeridos para cambiar el nombre fiscal y comercial del despacho.

Tomás Ariza era un ex policía que se había pasado al lado oscuro del mundo de la investigación, donde se sobrevive a base de horarios maratonianos e ingresos irregulares. Lo que le permitía a Ariza vivir mejor de lo que, por el rendimiento del despacho, lo hubiera podido hacer, era su habilidad para recortar gastos. Tras la muerte de su socio, Ariza despidió a la secretaria que había estado en el despacho desde el día que lo abrieron y se inscribió en la bolsa de trabajo de varias escuelas de secretariado. Gracias a esa táctica, Ariza disponía siempre de una secretaria joven y guapa —seleccionaba en función de la belleza para darle más clase a la recepción— que abría la puerta, contestaba al teléfono y hacía todo tipo de recados a cambio de cero euros la hora. Acababa llegando el día en que la secretaria de turno se daba cuenta de la explotación a la que estaba siendo sometida en un despacho en el que no aprendía nada, y se largaba. Ningún problema; Ariza llamaba de nuevo a las escuelas y, en un par de días, ya tenía sustituta a la que explotar.

Con la figura de su ayudante, Ariza obraba de la misma manera: llamaba a la Facultad de Derecho para ofrecerse como la gran oportunidad de aprender para un estudiante de criminología. Hasta que el becario que picaba se hartara de trabajar mucho a cambio de nada, Ariza le encomendaba todo el trabajo sucio, también a cambio de cero euros la hora.

La tarde que Manuel Ferrer acudió a Ariza & Castells, el becario era un joven estudiante de último año llamado Carlos Burgos.

—Recuerdo a ese cliente, inspector —me aseguró Carlos Burgos—. Le recuerdo perfectamente porque fue el último caso en el que trabajé para Ariza.

Ramos y yo fuimos a verle al Zara del Paseo de Gracia, donde era el encargado de la sección de ropa para caballeros. Carlos Burgos se diplomó en Criminología pero jamás llegó a ejercer, limitando su experiencia en el mundo de la investigación a los cuatro meses que estuvo en prácticas con Ariza. Le pedimos media hora de su tiempo para que nos hablara de Ferrer y de los métodos de Tomás Ariza. Tras la sorpresa que le causó la inesperada visita de dos polis que venían a preguntarle por algo ocurrido hacía ya siete meses, y que a él debía de parecerle una vida anterior, se mostró encantado de colaborar. Carlos Burgos acumulaba todavía mucho rencor hacia Ariza por haberle hecho trabajar montones de horas no remuneradas. Estaba dispuesto a hablar sin tapujos.

—Si me esperan en la cafetería de enfrente, de aquí a diez minutos empiezo mi descanso —nos dijo mientras desabrochaba la americana de un maniquí.

Habíamos ido a verle solo para que nuestra charla con él constara en el expediente y nuestros superiores tomaran buena nota de lo minuciosos que éramos investigando. Sin embargo, tras un café de media hora con Carlos Burgos, las detenciones de los sospechosos del asesinato de Álex Solsona ya no iban a demorarse muchas horas más.

—Pase, por favor —le dijo la secretaria de Ariza.

Manuel Ferrer arrastraba un déficit de sueño que quedaba reflejado en sus ojeras. Ya eran demasiadas las madrugadas dedicadas a conjeturar hasta que los párpados cedían y el cerebro, machacado de tantas vueltas y más vueltas, acababa desconectándose de una realidad a la que el despertador iba a invocar apenas un par de horas después del primer ronquido. Con una cazadora marrón camuflaba su uniforme de camarero. Sobre la ceja izquierda lucía aún el punto de sutura que se hizo al caer al suelo mientras intentaba zafarse de los brazos de Amador, Rocky y Moisés para poder romperle la cara a Solsona.

Tomás Ariza era un clásico de las formas más rancias. Del mismo modo que defendía la machista teoría de que las secretarias jóvenes y con un buen culo mejoraban la imagen de un despacho, tenía por costumbre hacer esperar a cualquier visita quince minutos innecesarios. Sostenía que hacer esperar le otorgaba importancia. Manuel Ferrer fue una víctima más del casposo criterio de Ariza. La joven secretaria le hizo pasar a una sala de espera donde demasiados objetos tenían una doble e inesperada función. El cuadro que quedaba unos centímetros más arriba que la cabeza de Ariza, el clásico bodegón con frutas, ocultaba una cámara cuyo oscuro objetivo quedaba perfectamente difuminado en la mota de un plátano. Asimismo, dentro de la caja de música que había sobre una pequeña mesa rectangular había oculto un micrófono que registraba toda palabra allí mencionada. Hoy en día la mayoría de detectives se creen el Inspector Gadget, e invierten en todo tipo de artilugios que, sin ir más lejos, cualquiera puede adquirir en tiendas especializadas y que muy pronto empezarán también a vender los comercios chinos, expertos en vender chorradas inútiles y otras cosas útiles que no duran demasiado debido a su pésima calidad. Si esta va a ser la estrategia de China para ponerse al mando de la economía mundial, estamos apañados.

Tras los quince minutos de rigor, Carlos Burgos fue a buscar a Ferrer y lo acompañó hasta el despacho de Ariza, provisto, como la sala de espera, de objetos aparentemente inofensivos que ocultaban micros y minicámaras en sus entrañas. Tras las presentaciones, Burgos le explicó a Ferrer que todo lo que se decía en ese despacho tenía carácter de absoluta confidencialidad —micros ocultos aparte—, informándole también de que no se cobraba nada por escuchar el asunto a investigar. Una vez analizado el asunto, si Ariza aseguraba poder resolverlo, sus honorarios iban a ser elevados. Obviamente, Ariza nunca dijo que no pudiera resolver un caso.

—Le escuchamos —dijo Ariza, con la cabeza apoyada en el respaldo de cuero de su silla, una mano en la barbilla y cara de concentración.

—Me han robado doce millones de euros —soltó Ferrer, sin rodeos—. Estoy dispuesto a hipotecar mi casa con tal de desenmascarar al ladrón.

Peor no podía haber empezado. Al hablar de hipotecar su casa dejó bien claro que estaba desesperado, y con un hombre desesperado es muy fácil negociar. El otro error que cometió Ferrer al exponer el problema fue mencionar una cantidad de dinero tan alta. Después de hablar de doce millones de euros, cualquier cantidad que pidiera Ariza como provisión de fondos iba a resultar muy pequeña, por abusiva que esta fuera. Dos frases, dos errores: quizá tan soberbia demostración de torpeza debiera de achacarse a su déficit de sueño.

—Doce millones de euros —dijo Ariza, decidido a barajar cifras altísimas lo que durara la charla—. ¿Cómo se hace para ganar tanto dinero, señor Ferrer?

—Un golpe de suerte.

—Si algo tienen en común quienes requieren mis servicios es más bien su falta de suerte. ¿Se considera usted una persona afortunada?

—No, más bien trabajadora. He trabajado mucho para tener todo lo que tengo, y por una vez que la suerte llama a mi puerta, un canalla con el alma podrida me la ha robado.

—Robar la suerte… Tendrá que ser más descriptivo, señor Ferrer. Las metáforas no ayudan, y entiendo que no cree usted realmente que alguien le haya robado su suerte. La magia negra no es mi especialidad.

—Me han robado un boleto de lotería premiado.

Ariza respiró hondo y esbozó una mueca pesimista. Era su método: primero lo pintaba todo muy negro para ahondar en la desesperación del cliente, intentando convencerle de que lo que pedía era muy difícil. Cuanto más en la mierda hundiera su moral, más pasta podría sacarle cuando de pronto, como por arte de magia, vislumbrara una posibilidad de solucionar el caso.

—Los boletos de lotería no tienen propietario; no se pagan al nominal, sino al portador. Aunque yo encontrara al ladrón no podríamos demostrar que el boleto le pertenece, señor Ferrer. Dependeríamos de que el ladrón tuviera la gentileza de devolverlo, hecho que imagino poco probable.

—Y además —añadió Burgos, que tenía permiso para intervenir cuando lo creyera necesario—, quienquiera que sea el que se ha agenciado el boleto, es de suponer que esté de camino a algún paraíso fiscal o a punto de zarpar hacia él.

—No lo ha hecho —dijo Ferrer con rotunda seguridad.

—¿Acaso sabe quién es?

Ferrer explicó de qué conocía a los cobradores amarillos. A Amador le conocía desde hacía años y se refería a él como un buen amigo y un tipo noble, sin detenerse a calcular cuál es el precio que se fijan los hombres nobles por traicionar a un amigo. Seguramente ese precio está muy por debajo de los doce millones de euros. A los otros tres integrantes de la misma Unidad de Cobro no los conocía desde hacía tanto tiempo, puesto que todos se incorporaron a la empresa más tarde que Amador, que llevaba en El Cobrador Amarillo desde 1993, año de una grave crisis económica durante la cual florecieron morosos por todos los rincones del país.

—Por muy amigo de usted que sea, si este tal Amador sabe dónde guardaba usted el boleto, tendremos que incluirle en la lista de sospechosos.

—No pierdan el tiempo investigando a Amador —dijo Ferrer en defensa de su amigo—. Es inocente.

Pese a que Ariza insistió en que nadie que supiera dónde se guardaba el boleto era inocente, tomó nota de la fe que Ferrer tenía en Amador para empezar a construir una realidad a gusto del consumidor. Del mismo modo que cuando un cliente acudía al sabueso convencido de que su pareja le engañaba acababan apareciendo fotos de la pareja con un amante (demasiadas veces un amante puesto en escena por el mismo Ariza), si el señor Ferrer quería que Amador fuera inocente, sería inocente.

—¿Quién más sabía que el boleto estaba en el maletín donde guardaba usted las fichas de casino?

Carlos Burgos simulaba tomar nota de los nombres que decía Ferrer, cuando lo único que hacía era escuchar y ensuciar con tinta negra un papel cuadriculado. Al hacerle creer que anotaba, ahuyentaba la posibilidad de que Ferrer sospechara que la conversación estaba siendo registrada.

—Moisés, Rocky y Álex —recitó Burgos de memoria, aunque mirando el papel como si leyera. Los detectives trabajan la memoria como si fuera un músculo más del cuerpo. Incluso un mal detective suele tener buena retentiva—. ¿Son los únicos sospechosos?

—No pongo la mano en el fuego por nadie que no sea Amador —dijo Ferrer.

Ariza inició la siguiente fase de su método, que consistía en pasar una capa rosa sobre el negrísimo panorama que le había estado pintando a Ferrer. Le dijo que con una lista de sospechosos tan corta iba a resultar fácil trabajar. Le explicó que sus contactos en la policía, que era cierto que los tenía, podían acercarle a la solución.

—Podemos meternos dentro de las cuentas bancarias de Moisés, Rocky y Álex.

Fiel a su método, Ariza se dedicó a deslumbrar a Ferrer hablándole de equipos de seguimiento exhaustivo formados por varios efectivos, de pinchar teléfonos, de instalar micros y cámaras, adornando su discurso efectista con palabras rimbombantes como «satélite» o «Interpol».

—Cualquier detalle que nos facilite es muy importante, señor Ferrer. Si a nosotros nos ahorra trabajo, usted se va a ahorrar dinero. Tarde o temprano, el ladrón cometerá un error que le delatará. Siempre ocurre.

—Vigilen especialmente a Álex.

—¿Por qué a Álex? —preguntó Carlos Burgos.

—El mismo día que desapareció el boleto le comunicó a Amador que dejaba el trabajo. Es sospechoso, ¿no les parece?

—De momento no es más que una casualidad —dijo Ariza—. En el mundo de la investigación se dice que tres casualidades no se dan por casualidad. Si encontramos dos casualidades más, habremos dado con el tipo que le levantó el boleto.

—Si es Álex, prometo devolverle el golpe —dijo Ferrer, señalándose el punto de la ceja.

—Primero tendremos que demostrar que es él. Luego, una vez lo sepamos, porque lo vamos a descubrir —de nuevo
la vie en rose
—, nosotros nos apartaremos y usted ajuste las cuentas como lo crea conveniente.

—Tras decirle esto —nos contó Burgos—, Ariza le habló de la provisión de fondos con la que debía empezar a trabajar. Le hizo un breve desglose de lo que iba a necesitar, exagerando e hinchando por todas partes, obviamente. Ferrer se sacó del bolsillo de su cazadora un sobre con el membrete de un banco que puso sobre la mesa. Ariza contó los sesenta billetes de cien euros que Ferrer ofreció como generoso anticipo. Ansiaba que empezáramos a investigar.

—Buena memoria —dijo Ramos antes de beber un sorbo del que ya era el séptimo café del día.

Al día siguiente de la primera visita de Ferrer, Ariza empezaba a organizar la táctica. A primera hora de la mañana, un mensajero enviado por Ferrer entregaba a la guapa secretaria del sabueso un sobre en el que Ferrer había depositado una especie de informe, escrito a mano, con todos los datos posibles sobre Amador, Álex, Rocky y Moisés.

—Cualquier rasgo de sus personalidades, por mínimo que a usted le parezca, puede sernos de gran utilidad —le había dicho Ariza.

—Con esto no vamos a ninguna parte —le dijo Burgos a Ariza tras un primer vistazo a los siete folios escritos a doble cara con tinta verde y caligrafía deficiente—. Ni siquiera nos dice el verdadero nombre de este tal Rocky.

Gracias a los privilegiados contactos de Ariza, a primera hora de la tarde, el fax del sabueso escupía los saldos y los últimos movimientos de las cuentas bancarias de los cuatro pájaros a investigar. Moisés tenía abiertas a su nombre más de diez cuentas; el saldo de la más boyante era de ciento cincuenta euros a finales de mes. Álex, sin llegar a los números irrisorios de Moisés, también vivía al día. Amador llegaba muy justo a final de mes, pero se pagaba una mutua, un plan de pensiones e invertía en bolsa. Era un tipo muy previsor.

—Me niego a descartar a alguien tan preocupado por el futuro —dijo Ariza tras auscultar la salud económica de Amador—. Mi abuelo decía que no hay que fiarse de los que ahorran; suelen ser unos hijos de perra.

Por último, de Rocky sorprendía que apenas gastara dinero. Tenía una cuenta que crecía mes a mes. Cada ingreso realizado era un paso más hacia su peculiar sueño alaskiano.

A la única conclusión a la que se llegaba tras estudiar sus datos bancarios era que podría haber sido cualquiera de ellos, o ninguno también. Ferrer, empecinado en llegar hasta el final, hipotecó su piso de extrarradio y realizó en la cuenta de Ariza un ingreso de dieciocho mil euros que apremiaban al detective a darle una pronta respuesta, además de permitirle citar a su joven amante en hoteles más caros. La amante joven con la que poder practicar el sexo que se le niega a la fiel esposa era otro tópico rancio al que Ariza rendía culto.

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