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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (20 page)

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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—No. Tengo una foto de Elena y el niño en la mesa del despacho. En la cartera no llevo ninguna.

Bebí un sorbo del cóctel para intentar disimular mi mueca de decepción.

—Elena no quiere que conozcas a tu hijo —me soltó Damián.

Dejé la copa sobre la mesa y suspiré con la mirada perdida. Las buenas formas habían terminado. Parecía llegado el momento de las hostilidades.

—¿Y Elena cree que voy a hacer lo que ella diga? —pregunté elevando un poco mi tono de voz.

—Calma, Prats —pidió Damián, mirando en derredor para comprobar si alguien se había girado hacia nosotros—. Te recuerdo que estoy aquí para unir puentes. A mí, la postura de Elena no me parece acertada, intento convencerla de que reflexione, pero juego en su equipo y tengo que actuar con tacto. Elena te odia, Prats. Le hiciste mucho daño y te guarda un rencor patológico. De ti solo guarda las fotos de vuestra boda, de los viajes que hicisteis juntos solo conserva las fotos en las que tú no apareces. A veces ha usado las tijeras para recortarte. Elena es una mujer muy dulce, pero cuando le hablan de ti o de algo que tiene que ver contigo se transforma. Casi no hay día en que no le recuerde a vuestro hijo que cuando tenga la mayoría de edad podrá cambiar el orden de sus apellidos para que Prats quede arrinconado.

—¿Cambiar un apellido monosílabo por uno de cuatro sílabas precedido por una preposición? —Esbocé una mueca de desaprobación—. Espero que mi hijo vaya bien de criterio cuando cumpla la mayoría de edad…

—¿Otro de vodka? —preguntó Damián señalando mi copa vacía.

—Muy seco.

Pidió dos. Mientras nos bebíamos las segundas copas, Damián me explicó que al niño las cosas le iban muy bien, sacaba buenas notas y derribaba a todos sus rivales en el tatami. Su carácter era alegre, no tenía problemas de sociabilidad, ni fobias, ni traumas. Una personalidad sin mácula. Elena y Damián, a quien Óscar llamaba por su nombre de pila, jamás le intentaron vender que Damián era su padre, con lo que Óscar entendía perfectamente que su apellido fuera Prats y no Solano. No obstante, el niño parecía haber adoptado a Damián como figura paterna y mantenía con él una relación propia de padre e hijo. Me dolió saber que Óscar jamás había preguntado por mí.

—Elena cree que hay que esperar a dar este paso —me dijo Damián—. Por el bien del niño. Óscar es un árbol que está creciendo alto y firme. Si ahora le metemos en un embrollo en el que él no pide entrar, podemos causarle un trauma o alterar su personalidad, dando al traste con el buen niño, el buen alumno y el buen judoca.

Me imaginé entonces a mi hijo de espaldas al tatami, intentando zafarse de un adversario que no lo soltaba. No me gustó. Bebí otro sorbo.

—Dame un poco más de tiempo y convenceré a Elena de que lo correcto es que Óscar y tú os conozcáis. Tarde o temprano entrará en razón y conocerás a tu hijo.

—Más temprano que tarde, espero. Dile a Elena de mi parte que le doy, de momento, un tiempo más. No sé cuánto, pero un tiempo. Dile que lo vaya preparando todo para que Óscar y yo nos conozcamos. Si no tengo noticias vuestras, cualquier día me presentaré a la salida de la escuela y, si florece un trauma, ya recurriremos a un buen especialista.

Con la promesa de tenerme informado y de encontrar una pronta solución al problema, Damián se fue a casa a contarle a Elena cómo había ido nuestra charla. Yo me quedé en el Boadas y me pedí el tercer cóctel. Entre el vodka y el
jet lag
iba a coger la cama a gusto. Era el único cliente que bebía a solas. Había pasado una hora desde mi llegada y la clientela se había, por lo menos, triplicado.

Le estuve dando vueltas a mi conversación con Damián. Me alegró saber que mi hijo era un niño feliz, tan aplicado en las aulas como sobre el tatami. Lo que me entristecía era que Elena, una mujer con la que compartí doce años de mi vida y a la que llevaría para siempre en mi corazón, fuera capaz de odiarme tanto. Después de todos los secretos y momentos compartidos, los viajes, dos mudanzas, una boda y un hijo, Elena solo me evaluaba por mi comportamiento tras el nacimiento del niño.

Óscar llegó en 1996, seguramente el año de mi vida en que más a ras de suelo estaba mi moral. Llevaba solo seis años en el Cuerpo, donde ingresé tras suspender dos veces las oposiciones a profesor. Había hecho algunas sustituciones en escuelas privadas, pero no conseguía plaza fija, por lo que acabé opositando. Tras el fallido segundo intento, me olvidé de la docencia y me lancé a la búsqueda de un trabajo estable. Así fue como, con la frustración a cuestas de no poder seguir los pasos de mi padre, ingresé en la policía en 1990. Qué mal me sentaba el uniforme azul oscuro. Mis primeros años fueron muy difíciles. Me angustiaba pensar que estaría toda la vida metido en un coche patrulla esperando a que por la radio se me comunicara que fuera hacia una joyería donde se había disparado la alarma o hacia un bar en el que algún borracho estaba montando el numerito. Elena lo puso todo de su parte para animarme.

—¿Por qué no intentas ascender? —me arengaba—. En la policía puedes hacer muchas más cosas que patrullar.

—No quiero ser policía —le decía yo.

Mi carácter se agrió. Elena y yo cada vez reíamos menos y discutíamos más. Si la convivencia en sí ya era difícil, que uno de los dos fuera un frustrado de uniforme lo complicaba todo un poco más. Aun así, fuimos remando juntos contra corriente y en 1995 el ginecólogo me alegró la tarde: Elena estaba embarazada. Los nueve meses de embarazo fueron tiempo de relativa tregua entre nosotros. Le dedicábamos tantas horas a hablar del niño que apenas nos quedaban horas para discutir. Con el nacimiento de Óscar en mayo del 96, todo volvió a torcerse. Me sentí infeliz a más no poder. Infeliz en casa e infeliz en el trabajo… hasta que, a raíz de unos cambios, me adjudicaron como compañera de trabajo a Rocío, a quien los pantalones del uniforme le quedaban muy bien; encontraba en ella todo el morbo que echaba de menos en mi mujer. Rocío era una falsa rubia con la que compartía la nula vocación para trabajar en la Policía. Más adelante compartimos también cama y ducha en los mueblés más distinguidos de la ciudad. Ambos estábamos casados con nuestras parejas de siempre y aquellas infidelidades llevadas a cabo en habitaciones sin ventanas nos suponían unos subidones de adrenalina que eran, francamente, de agradecer. Fantaseábamos con romper nuestros monótonos matrimonios para poder vernos cuando quisiéramos en nuestras propias casas. Un mediodía, en la bañera de un mueblé, hicimos un pacto: los dos romperíamos a la vez con nuestro pasado. Sellamos el pacto alzando nuestras copas de vino.

—Chinchín —dijo ella.

—Por nosotros.

A Rocío le costaba muy poco beber y a mí menos acompañarla. Lo cierto es que bebíamos mucho, incluso mientras patrullábamos.

La felicidad a escondidas con Rocío contrastaba con lo mal que iban las cosas con Elena. Me inventaba constantemente los horarios de trabajo para poder reunirme con Rocío. Elena desconfiaba. A mis espaldas, olía el cuello de mis camisas en busca de rastros de perfume ajeno. Aquello acabó desencadenando gritos, portazos y lágrimas.

Mi última escena en esa casa fue lamentable. Dos maletas abiertas de par en par sobre la cama de nuestra habitación que yo iba llenando con mi ropa a toda prisa, temeroso de que mi coraje repentino se diluyera con el paso de los minutos y me acabara echando atrás. Rocío me esperaba en su coche, aparcada en zona prohibida, amenizando la espera con música y el poco vodka que yo había dejado en la petaca. Esa noche, aprovechando que su marido estaba fuera de la ciudad, íbamos a dormir en su casa, en un dormitorio con ventanas, toda una novedad para nosotros. Óscar, en brazos de su madre, me miraba atónito. Por suerte, ni entendía nada ni su memoria iba a registrar la escena. Recuerdo que miró a su madre y, con su pequeño dedo índice, cerró el paso de la primera lágrima que Elena no pudo contener.

—¿Y qué pasa con tu hijo, Prats? —me preguntó Elena.

Por respuesta escupí unas palabras que no debería haber pronunciado jamás:

—Nunca quise ser padre. Paso del niño. Quiero otra vida y voy a por ella.

Miraba el fondo de mi copa casi vacía. El Boadas ya estaba a rebosar de clientes. «Paso del niño». No hay un solo día de mi vida que no desee poder viajar en el tiempo hasta esa triste noche de junio del 97 con el único fin de evitar decir «paso del niño». Ojalá Óscar no sepa nunca que solté aquellas malditas palabras.

Rocío no cumplió con su parte del pacto. Pocos días después de largarme de casa me instalé en el apartamento, en el que ella pasó más tardes que noches. Música, risas, alcohol, sexo y un tremendo vacío cuando se iba para regresar a su vida de casada. Ese era el diario de ruta de las tardes con Rocío, a quien le insistía cada vez que se vestía que dejara a su marido.

—¿Crees que tenemos futuro como pareja, Prats?

—Me conformo con el presente. Si no nos casamos, ni compartimos piso ni tenemos hijos, podemos ser muy felices.

Mi insistencia terminó por asustarla. Los síntomas de una inminente ruptura se hicieron evidentes en forma de excusas. Finalmente, un festivo de otoño en el que nos tocó patrullar, me confesó su intención de cambiar de vida: se largaba con su marido a un pueblecito de montaña, donde abrirían una casa rural. Aquella tarde en el coche patrulla le pedí por última vez que dejara a su marido, lo que no sirvió de nada.

—Siento no haber cumplido con mi parte del pacto —dijo Rocío—. Espero que no me guardes rencor por ello. Lo he pasado muy bien contigo, Prats, en todos los aspectos, pero ni te quiero tanto como tú a mí, ni te quiero tanto como sigo queriendo a mi marido. Lo nuestro ha terminado. Como policías y como amantes.

Desde la central se nos pedía que nos dirigiéramos a un bar donde un grupo de veinteañeros disfrazados de zombis se habían enzarzado en una pelea para celebrar Halloween a lo grande. Rocío iba al volante. Cogí el micrófono del equipo de radio para confirmarle a la central que nos dirigíamos hacia allí y activé la sirena.

—Te aseguro que no voy a echar en falta este trabajo, agente Prats —dijo Rocío mientras se saltaba el primer semáforo en rojo del trayecto.

Y colorín colorado, ella se largó y yo me quedé en la policía. La eché mucho de menos. Sin Rocío, la vida se hizo de pronto mucho más aburrida, aunque también más saludable. Dejé de beber tan a menudo e hice caso, con varios años de retraso, al consejo de Elena sobre intentar ascender en el Cuerpo. Sin ganas de relaciones de ningún tipo, me centré en el trabajo para ir ascendiendo hasta el rango de inspector.

Pagué la cuenta y me fui del Boadas. Había sido un acierto dejar la moto en casa porque, tras las tres bombas ingeridas, todas las líneas del pavimento me hubieran parecido discontinuas, las rectas curvas y los semáforos, árboles de navidad. En el taxi que me llevó a casa pensé en que valía la pena darle crédito a Damián y esperar a que consiguiera hacer entrar en razón a Elena. Era más cómodo pensar en positivo que hacerse mala sangre.

Caí rendido sobre la cama, la misma cama en la que, siete años atrás, Rocío y yo habíamos compartido tardes clandestinas. Por suerte, a mi cerebro no le quedaban ya más energías para seguir pensando, porque el despertador no iba a perdonar: al día siguiente, a las ocho en punto, me esperaban mis compañeros en la comisaría para seguir trabajando en el caso Solsona.

Una pareja demasiado atípica

Sara se desnudó en el comedor mientras escuchaba los cuatro mensajes de su contestador. Los tres primeros eran de hombres que llamaban para informarse sobre los requisitos para acostarse con Cassandra. El cuarto mensaje la cogió ya desnuda, caminando hacia la ducha. Era para ella. Se detuvo bajo el marco de la puerta, con los ojos puestos en su vetusto contestador de cinta, aquellos aparatos que dieron sus últimos coletazos hasta mediados de los noventa, cuando fueron definitivamente reemplazados al desembarcar la era digital.

«Hola, Sara —empezaba el mensaje de Álex—. Acabamos de separarnos. Yo sigo en el coche, delante del ABC, y tú acabas de llegar a casa. Los dos tenemos que ir a trabajar en pocas horas. A media mañana, tú en tu oficina y yo en la mía, nos estaremos muriendo de sueño. El cuerpo te cobra con intereses las noches en vela. Verás borrosa la pantalla del ordenador. Los ruidos que lleguen a tus oídos serán irregulares: subirán y bajarán de tal modo que parecerá que alguien los module por control remoto. Tu respiración se irá haciendo más lenta. Te prometerás entre bostezos que nunca más volverás a estar sin dormir cuando al día siguiente debas ir a la oficina, aunque sabes que lo volverás a hacer. Yo estaré igual que tú, y, ¿sabes cómo voy a combatir el sueño? Pensando en que he conocido a alguien a quien espero volver a ver. Y con bastante café, por supuesto».

Sara andaba por aquel entonces dándole vueltas a su situación de mujer con doble vida: secretaria por las mañanas, de lunes a viernes, y puta de lujo cinco o seis noches al mes. Empezaba a no compensarle el generoso sobresueldo que se levantaba alquilando su cuerpo. Si lo dejaba, sabía a qué atenerse: tendría que desprenderse de su BMW, reduciría sus visitas a las tiendas de ropa cuyos nombres conocemos todos aunque son pocos los que las frecuentan, y sus viajes tendrían destinos más cercanos y estancias más cortas. Iba a ser dura tanta renuncia, pero alentaba el pensar que se acabaron las manos con anillo de casado buscando dentro de sus bragas lo que no hallaban en su cama de matrimonio.

—Álex llegó en el momento justo, inspector —me explicó Sara.

Solsona había despertado seriamente su interés. Le había echado el ojo en la fiesta donde coincidieron, y lo que no fue ninguna coincidencia fue que ella saliera justo dos minutos después de él y se ofreciera a llevarlo a casa. A cualquier otro invitado lo hubiera dejado caminando por el jardín del chalé. Guapos hay muchos, pero para Cassandra, el atractivo físico de Álex solo era la guinda de una manera de entender la vida que era lo que a ella le parecía verdaderamente sexy. Veía en él a un forajido de la convencionalidad, un hombre alejado de cualquier estereotipo. Atraída por ello, la mañana siguiente a la «cena de la cucaracha», Sara, tras varias horas redactando cartas en el ordenador a la vez que librando un pulso constante con sus párpados para que estos no se cerraran, se escapó de la oficina para ir al bar de abajo, donde pidió un café doble que pagó con un billete de mil. Como era 1994 y aún eran muy pocos los que tenían un teléfono en el bolsillo, utilizó unas monedas de la vuelta para llamar a Álex desde una cabina.

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