Seis problemas para don Isidro Parodi (10 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor, Policíaco

BOOK: Seis problemas para don Isidro Parodi
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Con noble urgencia, Bonfanti apoyó al Commendatore.

—Bravo, bravo. Esa vacilación es netamente hamletiana, boreal. Los romanos entendían el arte de otra manera. Para ellos, escribir era un gesto armonioso, una danza, no la sombría disciplina del bárbaro, que procura suplir con mortificaciones monjiles la sal que le deniega Minerva.

El Commendatore insistió:

—El que no escribe todo lo que le fermenta en la testa es un eunuco de la Capilla Sixtina. Eso no es un hombre.

—Yo también opino que el escritor debe darse entero —afirmó Requena—. Las contradicciones no importan; la cuestión es volcar en el papel toda esa confusión que es lo humano.

Mariana intervino:

—Yo cuando le escribo a mamá, si me paro a pensar no se me ocurre nada, en cambio si me dejo llevar es una maravilla, son páginas y páginas que lleno sin darme cuenta. Vos mismo, Carlos, me prometiste que yo había nacido para la pluma.

—Mirá, Ricardo —la Pumita insistió—, yo que vos no oiría más que mi consejo. Hay que poner mucho ojo en lo que se publica. Acordate de Bustos Domecq, el santafecino ese que le publicaron un cuento y después resultó que ya lo había escrito Villiers de L’Isle-Adam.

Ricardo respondió con aspereza:

—Hace dos horas hicimos las paces. Ya estás provocando de nuevo.

—Tranquilícese, Pumita —aclaró Requena—. La novela de Ricardito no se parece nada a Villiers.

—No me entendés, Ricardo, yo lo hago por tu bien. Esta noche estoy muy nerviosa, pero mañana tenemos que hablar.

Bonfanti quiso lograr una victoria, y pontificó:

—Ricardo es demasiado sensato para rendirse a los reclamos falaces de un arte novelero, sin raigambre americana, española. El escritor que no siente ascender por su savia el mensaje de la sangre y del terruño es un
déraciné
, un descastado.

—No lo reconozco, Mario —aprobó el Commendatore—, esta vuelta no habló como un bufón. El arte verdadero sale de la tierra. Es una ley que se cumple: el más noble Maddaloni yo lo tengo en el fondo de la bodega; en toda Europa, mismo en América, están guardando en sótanos reforzados las obras de los grandes maestros, para que no las importunen las bombas; la semana pasada un arqueólogo serio tenía en la valija un pumita en barro cocido, que desenterró en el Perú. Me lo dio a precio de costo y ahora lo guardo en el tercer cajón de mi escritorio particular.

—¿Un pumita? —dijo la Pumita asombrada.

—Así es —dijo Anglada—. Los aztecas la presintieron. No les exijamos demasiado. Por futuristas que fueran, no podían concebir la belleza funcional de Mariana.

(Con bastante fidelidad, Carlos Anglada transmitió a Parodi esta conversación).

III

El viernes, a primera hora, Ricardo Sangiácomo conversaba con don Isidro. La sinceridad de su congoja era evidente. Estaba pálido, enlutado y sin afeitar. Dijo que no había dormido esa noche, que hacía varias noches que no dormía.

—Es una brutalidad lo que me pasa —dijo sombríamente—. Una verdadera brutalidad. Usted, señor, que habrá llevado una vida más bien pareja, del inquilinato a la cárcel, como quien dice, no puede sospechar ni remotamente lo que esto representa para mí. Yo he vivido mucho, pero nunca he tenido un contratiempo que no lo haya resuelto enseguida. Mire: cuando la Dolly Sister me vino con el cuento del hijo natural, el viejo, que parece todo un señor incapaz de comprender estas cosas, la arregló acto continuo con seis mil pesos. Además, hay que reconocer que tengo una cancha bárbara. Vez pasada, en Carrasco, la ruleta me limpió hasta el último centésimo. Era imponente: los tipos sudaban para verme jugar; en menos de veinte minutos perdí veinte mil pesos oro. Fíjese la situación mía: no tenía ni para telefonear a Buenos Aires. Sin embargo, salí lo más fresco a la terraza. ¿Quiere creer que resolví
ipso facto
el problema? Apareció un petizo gangoso que había seguido mi juego con mucha aplicación, y me prestó cinco mil pesos. Al día siguiente estaba de vuelta en Villa Castellammare, habiendo rescatado cinco mil pesos de los veinte mil que me robaron los uruguayos. El gangoso ni me vio el pelo.

»De los programas con mujeres ni le hablo. Si quiere divertirse un rato, pregúntele a Mickey Montenegro qué clase de pantera soy yo. En todo soy así: vaya usted a averiguar cómo estudio. Ni abro los libros, y, cuando llega el día del examen, el tipo se manda un bromuro y la mesa lo felicita. Ahora el viejo, para que me saque de la cabeza el disgusto de la Pumita, quiere meterme en política. El doctor Saponaro, que es un lince, dice que todavía no sabe qué partido me conviene; pero le juego lo que quiera que el próximo
half-time
me corro un clásico en el Congreso. En polo es igual: ¿quién tiene los mejores petizos?, ¿quién es
crack
en Tortugas? No sigo para no aburrirlo.

»Yo no hablo por gusto, como la Barcina, que iba a ser mi cuñada, o como su marido, que se mete a hablar de
football
y que nunca ha visto una pelota número cinco. Quiero que usted se vaya haciendo su composición de lugar. Yo estaba por casarme con la Pumita, que tenía sus lunas, pero que era una maravilla. De la noche a la mañana aparece envenenada con cianuro, muerta, para serle franco. Primero hacen correr la bola de que se ha suicidado. Un loquero, porque estábamos por casarnos. Imagínese que yo no voy a dar mi nombre a una alienada que se suicida. Después dicen que tomó el veneno por distracción, como si no tuviera dos dedos de frente. Ahora salen con la novedad del asesinato, que a todos nos salpica. Yo, qué quiere que le diga, entre asesinato y suicidio, me quedo con el suicidio, aunque también es un disparate.

—Mire, mozo; con tanta charla esta celda parece Belisario Roldán. En cuanto me descuido, ya se me ha colado un payaso con el cuento de las figuras del almanaque, o del tren que no para en ninguna parte, o de su señorita novia que no se suicidó, que no tomó el veneno por casualidad y que no la mataron. Yo le voy a dar orden al subcomisario Grondona que, en cuanto los vislumbre, los meta de cabeza en el calabozo.

—Pero si yo quiero ayudarlo, señor Parodi; es decir, quiero pedirle que usted me ayude…

—Muy bien. Así me gustan los hombres. A ver, vamos por partes. ¿La finada había apechugado con la idea de casarse con usted? ¿Está seguro?

—Como que soy hijo de mi padre. La Pumita tenía sus lunas, pero me quería.

—Ponga atención a mis preguntas. ¿Estaba encinta? ¿Algún otro sonso la festejaba? ¿Necesitaba dinero? ¿Estaba enferma? ¿Usted la aburría mucho?

Sangiácomo, después de meditar, respondió negativamente.

—Explíqueme ahora lo de la medicina para dormir.

—Y, doctor, nosotros no queríamos que tomara. Pero ella la compraba vuelta a vuelta y la tenía escondida en el cuarto.

—¿Usted podía entrar en el cuarto de ella? ¿Nadie podía entrar?

—Todos podían entrar —aseguró el joven—. Usted sabe, todos los dormitorios de ese pabellón dan a la rotonda de las estatuas.

IV

El 19 de julio, Mario Bonfanti irrumpió en la celda 273. Se despojó resueltamente del perramus blanco y del chambergo peludo, arrojó el bastón de malaca sobre la cucheta reglamentaria, encendió con un
briquet
a kerosene una moderna pipa de espuma de mar y extrajo de un bolsillo secreto un cuadrilongo de gamuza color mostaza con el cual frotó vigorosamente los cristales oscuros de sus antiparras. Durante dos o tres minutos, su respiración audible agitó la bufanda tornasolada y el denso chaleco lanar. Su fresca voz italiana, exornada por el ceceo ibérico, resonó gallarda y dogmática a través del freno dental.

—Usted, maese Parodi, ya se sabrá de corro los tejemanejes policiacos, la cartilla detectivesca. Palmariamente le confieso que a mí, más dado al papeleo erudito que no al intríngulis delictuoso, me tomaron de sopetón. En fin, ahí están los esbirros, erre que erre con que el suicidio de la Pumita fue un asesinato. El hecho es que esos Edgar Wallace de rebotica me tienen entre ojos. Soy netamente futurista, porvenirista; días pasados, juzgué prudente hacer un «donoso escrutinio» de cartas amatorias; quise higienizar el espíritu, aligerarme de todo lastre sentimental. Superfluo traer a colación el nombre de la dama: ni a usted ni a mí, Isidro Parodi, nos interesa el pormenor patronímico. Merced a este
briquet
, si usted me pasa el galicismo —añadió Bonfanti, esgrimiendo con exultación el considerable artefacto—, hice en la chimenea de mi dormitorio-bufete una resoluta pira postal. Pues vea usted: los sabuesos pusieron el grito en el cielo. Esa pirotecnia inocente me ha valido un
week-end
en Villa Devoto, un duro exilio de la petaca doméstica y de la cuartilla consuetudinaria. Claro está que en mi fuero interno les puse de oro y azul. Pero ya he perdido la euforia: hasta en la sopa me parece encontrar a esos tíos feísimos. Le pregunto con máxima lealtad: ¿juzga usted que estoy en peligro?

—De seguir hablando hasta después del Juicio Final —respondió Parodi—. Si no amaina, todavía lo van a tomar por gallego. Hágase el que no está mamado, y dígame lo que sepa de la muerte de Ricardo Sangiácomo.

—Disponga usted de todos mis recursos expositivos, de mi cornucopia verbal. En un santiamén le bosquejaré a grandes rasgos la sinopsis del caso. No ocultaré a su perspicacia, Parodi cordialísimo, que la muerte de la Pumita había afectado (mejor, desbarajustado) a Ricardo. Doña Mariana Ruiz Villalba de Anglada no chochea, de cierto, al refirmar con ese su envidiado gracejo que «los jacos de polo son el horizonte de Ricardo»; cale usted nuestro pasmo cuando supimos que de puro marchito y avinagrado había vendido a no sé qué chalán de City Bell esas caballerías supernas, que ayer eran las niñas de sus ojos y que hoy miraba capotudo, sin afición. Ya no estaba de
grox
ni de
regolax
. Ni siquiera le desaturdió la publicación de su crónica novelesca
La espada al medio día
, cuyo manuscrito adobé yo mismo para las prensas y en las que usted, que es todo un veterano en estas lides, no habrá dejado de advertir, y aplaudir, más de una contrafirma de mi estilo personalísimo, tamaña como huevo de avestruz. Trátase de una fineza del Comendador, de una treta longánima: el padre, para puntofinalizar la murria del hijo, apresuró a lo somorgujo la impresión de la obra, y, en menos que trepa un cerdo, le sorprendió con seiscientos cincuenta ejemplares en papel Wathman, formato
Teufelsbibel
. A la chiticallando el Comendador es proteiforme: dialoga con los médicos de cabecera, conferencia con los testaferros del Banco, niega su óbolo a la baronesa de Servus, que blande el cetro perentorio del Socorro Antihebreo, biseca su caudal en dos ramas, de las cuales destina la mayor al hijo legítimo (una millonada sumida en los raudos convoyes del Soterraño, que se triplicará en un lustro) y la menor, dormijosa en frugales cédulas, para el hijo habido en buena guerra, Eliseo Requena; todo ello sin desmedro de postergar
sine die
mis honorarios y de entigrecerse con el regente de la imprenta, moroso de suyo.

»Más vale favor que justicia: a la semana de la publicación de
La espada
, etc., don José María Pemán dio al papel un encomio, a no dudar engolosinado por ciertos arrequives y galanuras que no se le ocultaron al muy certero y que no se compadecen con lo ramplón de la sintaxis de Requena y con su desmayado vocabulario. La buena fortuna le bailaba el agua delante, pero Ricardo, desconsiderado y monótono, se empecinaba en estérilmente plañir el deceso de la Pumita. Ya le oigo a usted murmujear para su coleto: Dejad que los muertos entierren a sus muertos. Sin enfrascarnos por ahora en disputaciones inútiles sobre la validez del versículo, puntualizaré que yo mismo sugerí a Ricardo la necesidad, más aún, la conveniencia, de cancelar la cuita inmediata y recabar conforte en las fuentes muníficas del pasado, arsenal y aparador de todo rebrote. Le sugerí que reviviera alguna aventurilla carnal, anterior al advenimiento de la Pumita. Consejo de Oldrado, pleito ganado: sus y manos a la obra. En menos que tose un viejo, nuestro Ricardo, redivivo y jovial, tripulaba el ascensor de la residencia de la baronesa de Servus. Reportero de raza, no le escatimo el pormenor auténtico, el nombre propio. La historia, por otra parte, sintomatiza el refinado primitivismo que es monopolio incuestionable de la gran dama teutónica. El primer acto se desliza en una tribuna acuática, anfibia, en esa candorosa primavera de 1937. Nuestro Ricardo avizoraba con un distraído prismático los altibajos de una regata preliminar, femenina: las walkirias del Ruderverein contra las colombinas del Neptunia. De súbito el cristal meterete se detiene; queda boquiabierto: absorbe sediento la grácil y garrida figura de la baronesa de Servus, jineta en su
clinker
. Esa misma tarde, un número obsoleto del
Gráfico
fue mutilado; esa noche, una efigie de la baronesa, realzada por la fidelidad del dobermann pinscher, presidió el insomnio del joven. Una semana después, Ricardo me dijo: “Una francesa loca me está pudriendo por teléfono. Para que se deje de secar voy a verla”. Como usted ve, repito los
ipsissima verba
del interfecto. Bosquejo la primeriza noche de amor: llega Ricardo a la residencia de marras; asciende, vertical, en el ascensor; le introducen a un saloncete íntimo; le dejan; de súbito se apaga la luz; dos conjeturas tironean la mente del imberbe: un cortocircuito, un secuestro. Ya gimotea, ya se plañe, ya maldice la hora en que vio la luz, ya extiende los brazos; una voz cansada le impetra con dulce autoridad. La sombra es grata y el diván es propicio. La Aurora, mujer al fin, le devolvió la vista. No postergaré la revelación, Parodi amicísimo: Ricardo se desperezó en los brazos de la baronesa de Servus.

»Su vida de usted y la mía, más apoltronadas, más sedentarias, quizá más reflexivas, por ende prescinden de lances de esa estofa; en la vida de Ricardo pululan.

»Éste, cariacontecido por la muerte de la Pumita, busca a la baronesa. Severo, pero justo, fue nuestro Gregorio Martínez Sierra cuando estampó aquello de que la mujer es una esfinge moderna. Por de contado que usted no exigirá de mi hidalguía que yo refiera punto por punto el diálogo de la gran dama tornadiza y del importuno galán que la quería rebajar a paño de lágrimas. Esas hablillas, esa cocina chismográfica bien están en manos de zafios novelistas afrancesados, que no de pesquisidores de la verdad. Además, no sé de qué hablaron. El hecho es que a la media hora, Ricardo, conejuno y alicaído, bajaba en el mismo ascensor Otis que otrora le encumbró tan ufano. Aquí empieza la trágica zarabanda, aquí principia, aquí da comienzo. ¡Que te pierdes, Ricardo, que te despeñas! ¡Guay, que ya ruedas por la sima de tu locura! No le escamotearé ninguna etapa de la incomprensible
vía crucis
: luego de departir con la baronesa, Ricardo fue a casa de Miss Dollie Vavassour, una deleznable cómica de la legua, a la que ningún lazo le ataba y de quien sé que estuvo amancebada con él. Usted farfullará su enojo, Parodi, si me rezago, si me alongo, en esta mujerzuela baladí. Un solo trozo basta para pintarla de cuerpo entero: tuve con ella la atención de mandarle mi
Ya todo lo dijo Góngora
, avalorado por una dedicatoria de puño y letra y por mi firma ológrafa; la muy grosera me dio la callada por respuesta, sin que la ablandaran mis envíos de confites, de pastas y de jarabes, a los que sobreañadí mi
Rebusco de aragonesismos en algunos folletos de J. Cejador y Frauca
, en ejemplar de lujo y portado a su domicilio particular por las Mensajerías Gran Splendid. Me devano los sesos preguntando y repreguntando qué aberración, qué bancarrota moral indujo a Ricardo a dirigir sus pasos a esa madriguera, que yo me jacto de ignorar y que es el notorio y público precio de quién sabe qué complacencias. En el pecado está el castigo: Ricardo, al cabo de una plática desolada con esa anglosajona, salió huidizo y disminuido a la calle, mascando y remascando el amargo fruto de la derrota, abanicado el altanero chambergo por los aletazos insanos de la locura. Próximo aún a la casa de la extranjera (en Juncal y Esmeralda, para no desdeñar el brochazo urbano), tuvo un arresto varonil; no vaciló en abordar un taxi, que muy luego le depositó frente a una pensión familiar, en Maipú al 900. Buen céfiro insuflaba sus velas: en ese recoleto asilo, que el rebaño transeúnte motorizado por el dios Dólar tal vez no señala con el dedo, habitaba y habita Miss Amy Evans: mujer que, sin abdicar su femineidad, baraja horizontes, husmea climas, y, para decirlo todo en una palabra, trabaja en un consorcio interamericano, cuya cabeza local es Gervasio Montenegro, y cuyo loado propósito es fomentar la migración de la mujer sudamericana (“nuestra hermana latina”, que dice garbosamente Miss Evans), a Salt Lake City y a las verdes granjas que la ciñen. El tiempo de Miss Evans es un Perú. No embargante, esta dama hurtó un
mauvais quart d’heure
a los apremios de la estafeta y recibió con toda altura al amigo que, tras la quimera de un noviazgo frustrado, había esquivado el bulto a sus fuegos. Diez minutos de cháchara con Miss Evans bastan para vigorar el temple más feble
[4]
; Ricardo, ¡pesia!, ganó el ascensor descendente, con el ánimo por el suelo y con la palabra suicidio grabada claramente en los ojos, a la vista y paciencia del zahorí que la descifrara.

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