Read Seis problemas para don Isidro Parodi Online

Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor, Policíaco

Seis problemas para don Isidro Parodi (9 page)

BOOK: Seis problemas para don Isidro Parodi
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»Rica tiene fama de buenmocísimo, pero qué más quería él que entrar en una familia como la gente, ellos que son unos
parvenus
, aunque al padre yo lo respeto porque vino al Rosario con una mano atrás y otra adelante. La Pumita no se chupaba el dedo, y mamá con el
faible
que le tenía tiró la casa por la ventana cuando la presentaron, y así no es gracia que se comprometiera cuando era una mocosa. Dice que se conocieron de un modo lo más romántico, en Llavallol, como Errol Flynn y Olivia de Havilland, en
Vamos a Méjico
, que en inglés se llama
Sombrero
: a la Pumita se le había desbocado el
pony
del
tonneau
al llegar al
macadam
y Ricardo, que no tiene más horizonte que los petizos de polo, se quiso hacer el Douglas Fairbanks y le paró el
pony
, que no es una cosa del otro mundo. Él se quedó chocho cuando supo que era mi hermana, y la pobre Pumita, ya se sabe, le gustaba afilar hasta con los mucamos de adentro. La cuestión es que se lo invitó a Rica a
La Moncha
, y eso que no nos habíamos visto ni en caja de fósforos. El Commendatore (el padre de Rica, usted recuerda) les hacía un gancho bárbaro, y Rica me tenía enferma con las orquídeas que le mandaba todos los días a la Pumita, así que yo hice rancho aparte con Bonfanti, que es otra cosa.

—Tómese un resuello, señora —intercaló respetuosamente Parodi—. Ahora que no garúa, usted podría aprovechar, don Anglada, para hacerme un resumido.

—Abro fuego…

—Ya tuviste que salir con tus pesadeces —observó Mariana aplicando a sus labios desganados un cuidadoso
rouge
.

—El panorama erigido por mi señora es terminante. Falta, sin embargo, tirar las coordenadas de práctica. Seré el agrimensor, el catastro. Acometo la vigorosa síntesis.

»En Pilar, contiguos a
La Moncha
, se afirman los parques, los viveros, los invernáculos, el observatorio, los jardines, la pileta, las jaulas de los animales, el golf, el acuario subterráneo, las dependencias, el gimnasio, el reducto del Commendatore Sangiácomo. Este florido anciano (ojos irrefutables, estatura mediocre, tinte sanguíneo, níveos mostachos que interrumpe el toscano festivo) es un moño de músculos, en la pista, en la pedana y en el trampolín de madera. Paso de la instantánea al cinematógrafo: abordo sin ambages la biografía de este vulgarizador del abono. El oxidado siglo XIX se revolvía y gimoteaba en su silla de ruedas (años del biombo japonista y del velocípedo tarambana) cuando el Rosario abrió la generosidad de sus fauces a un inmigrante itálico; miento, a un niño italiano. Pregunto: ¿quién era ese niño? Contesto: el Commendatore Sangiácomo. El analfabetismo, la Maffia, la intemperie, una fe ciega en el porvenir de la Patria fueron sus pilotos de cabotaje. Un varón consular (confirmo: el cónsul de Italia, conde Isidoro Fosco) adivinó el encaje moral que encerraba el joven y más de una vez le brindó un consejo desinteresado.

»En 1902 Sangiácomo encaraba la vida desde el pescante de madera de un carro de la Dirección de Limpieza; en 1903 presidía una flota pertinaz de carros atmosféricos; desde 1908 (año en que salió de la cárcel) vinculó definitivamente su nombre a la saponificación de las grasas; en 1910 abarcaba las curtiembres y el guano; en 1914, columbró con ojo de cíclope las posibilidades de la gomorresina del asa fétida; la guerra disipó ese espejismo; nuestro luchador, al borde de la catástrofe, dio un golpe de timón y se consolidó en el ruibarbo. Italia no tardó en detonar su grito y su músculo; Sangiácomo, desde la otra margen atlántica, gritó ¡presente! y fletó un barco de ruibarbo para los modernos inquilinos de las trincheras. No lo desanimaron los motines de una soldadesca ignorante; sus cargamentos nutritivos abarrotaron dársenas y almacenes en Génova, en Salerno y en Castellammare, desalojando más de una vez a densas barriadas. Esa plétora alimenticia tuvo su premio: el novel millonario crucificó su pecho con la cruz y el mandil de Commendatore.

—Qué manera de contar que parece que estás hecho un sonámbulo —dijo desapasionadamente Mariana, y siguió levantando sus faldas—. Antes que lo hicieran Commendatore ya se había casado con la prima carnal que mandó buscar a Italia a propósito, y también te comiste lo de los hijos.

—Ratifico: me he dejado arrastrar por el
ferry-boat
de mi verba. Wells rioplatense, remonto la corriente del tiempo. Desembarco en el tálamo posesivo. Ya nuestro luchador engendra a su vástago. Nace: es Ricardo Sangiácomo. La madre, figura vislumbrada, secundaria, desaparece: muere en 1921. La muerte (que a semejanza del cartero llama dos veces) lo privó ese mismo año del propulsor que nunca le negara su aliento, conde Isidoro Fosco. Lo digo, lo redigo, sin trepidar: el Commendatore se asomó a la locura. El horno crematorio había mascado la carne de su esposa; quedaba su producto, su impronta: el párvulo unigénito. Monolito moral, el padre se consagró a educarlo, a adorarlo. Subrayo un contraste: el Commendatore (duro y dictatorial entre sus máquinas como una prensa hidráulica) fue,
at home
, el más agradable de los polichinelas del hijo.

»Enfoco a este heredero: chambergo gris, los ojos de la madre, bigote circunflejo, movimientos dictados por Juan Lomuto, piernas de centauro argentino. Este protagonista de las piscinas y del
turf
es también un jurisconsulto, un contemporáneo. Admito que su poemario
Peinar el viento
no constituye una férrea cadena de metáforas, pero no falta la visión espesa, el atisbo noviestructural. Sin embargo, es en el terreno de la novela donde nuestro poeta rendirá todo su voltaje. Predigo: algún crítico musculoso no dejará tal vez de subrayar que nuestro iconoclasta, antes de romper los viejos moldes, los ha reproducido; pero habrá de admitir la fidelidad científica de la copia. Ricardo es una promesa argentina; su relato sobre la condesa de Chinchón aglutinará el buceo arqueológico y el espasmo neofuturista. Esa labor exige la compulsa de los infolios de Gandía, de Levene, de Grosso, de Radaelli. Felizmente, nuestro explorador no está solo; Eliseo Requena, su abnegado hermano de leche, lo secunda y lo empuja en el periplo. Para definir a este acólito seré conciso como un puño: el gran novelista se ocupa de las figuras centrales de la novela y deja que las plumas menores se ocupen de las figuras menores. Requena (estimable sin duda como
factotum
) es uno de tantos hijos naturales del Commendatore, ni mejor ni peor que los otros. Miento: acusa un rasgo individual: la insospechable devoción por Ricardo. Acude ahora a mi lente un personaje pecuniario, bursátil. Le arranco la máscara: presento al administrador del Commendatore, Giovanni Croce. Sus detractores fingen que es riojano y que su verdadero nombre es Juan Cruz. La verdad es muy otra: su patriotismo es notorio; su devoción al Commendatore, perpetua; su acento, muy desagradable. El Commendatore Sangiácomo, Ricardo Sangiácomo, Eliseo Requena, Giovanni Croce, he aquí el cuarteto humano que presenció los últimos días de Pumita. Relego al justo anonimato la turba asalariada: jardineros, peones, cocheros, masajistas…

Mariana intervino irresistiblemente:

—Cómo vas a negar esta vez que sos un envidioso y un malpensado. No has dicho ni un poquito de Mario, que tenía la pieza llena de libros al lado de la nuestra y que se da cuenta muy bien cuando una mujer distinguida sale de lo vulgar, y no pierde tiempo mandando cartitas como un pavo. Bien que te dejó con la boca abierta cuando no dijiste ni mu. Es bestial cómo sabe.

—Exacto; suelo darme una mano de silencio. El doctor Mario Bonfanti es un hispanista adscrito a la propiedad del Commendatore. Ha publicado una adaptación para adultos del
Cantar de Myo Cid
; premedita una severa gauchización de las
Soledades
, de Góngora, a las que dotará de bebedores y de jagüeles, de cojinillos y de nutrias.

—Don Anglada, ya me tiene mareado con tanto libro —dijo Parodi—. Si quiere que le sirva de algo, hábleme de su cuñada, la finadita. Total nadie me salva de oírlo.

—Usted, como la crítica, no me capta. El gran pincel (he dicho: Picasso) ubica en los primeros planos el fondo del cuadro y posterga en la línea del horizonte la figura central. Mi plan de batalla es el mismo. Abocetadas las comparsas ambientes (Bonfanti, etc.), caigo de lleno en la Pumita Ruiz Villalba,
corpus delicti
.

»El plástico no se deja arrastrar por las apariencias. Pumita, con su travesura de Efebo, con su gracia algo despeinada, era, ante todo, un telón de fondo: su función era destacar la belleza opulenta de mi señora. La Pumita ha muerto; en el recuerdo esa función es indeciblemente patética. Brochazo de gran guiñol: el 23 de junio, a la noche, reía y chapoteaba en la sobremesa al calor de mi verba; el 24, yacía envenenada en su dormitorio. El destino, que no es un caballero, hizo que mi señora la descubriese.

II

La tarde del 23 de junio, víspera de su muerte, la Pumita vio morir tres veces a Emil Jannings en copias imperfectas y veneradas de
Alta traición
, del
Ángel azul
y de
La última orden
. Mariana sugirió esa expedición al Club Pathé-Baby; al regreso, ella y Mario Bonfanti se relegaron al asiento de atrás del Rolls-Royce. Dejaron que la Pumita fuera adelante con Ricardo y completara la reconciliación iniciada en la compartida penumbra del cinematógrafo. Bonfanti deploró la ausencia de Anglada: este polígrafo componía, esa tarde, una
Historia Científica del Cinematógrafo
, y prefería documentarse en su infalible memoria de artista, no contaminada por una visión directa del espectáculo, siempre ambigua y falaz.

Esa noche, en Villa Castellammare, la sobremesa fue dialéctica.

—Otra vez doy la palabra a mi viejo amigo, el Maestro Correas —dijo eruditamente Bonfanti, que animaba un saco tejido en punto de arroz, una doble tricota de Huracán, una corbata escocesa, una sobria camisa color ladrillo, un juego de lápiz, y estilográfica tamaño coloso y un cronómetro pulsera de
referee
—. Fuimos por lana y volvimos trasquilados. Los boquirrubios que detentan el cacicazgo del Pathé-Baby Club nos han fastidiado: dieron un muestrario de Jannings en el que falta lo más enjundioso y egregio. Nos han escamoteado la adaptación de la sátira butleriana
Ainsi va toute chair
,
De carne somos
.

—Es como si la hubieran dado —dijo la Pumita—. Todos los films de Jannings son
De carne somos
. Siempre el mismo argumento: primero le van acumulando felicidades; después lo enyetan y lo hunden. Es una cosa tan aburrida y tan igual a la realidad. Apuesto que el Commendatore me da la razón.

El Commendatore vaciló; Mariana intervino inmediatamente:

—Todo porque fui yo la de la idea que fuéramos. Bien que lloraste como una cache a pesar del
rimmel
.

—Es cierto —dijo Ricardo—. Yo te vi llorar. Después te ponés nerviosa, y tomás esas gotas para dormir que tenés en la cómoda.

—Serás más que sonsa —observó Mariana—: Ya sabés que el doctor ha dicho que esas porquerías no son buenas para la salud. Yo es otra cosa porque tengo que lidiar con los mucamos.

—Si no duermo, no me faltará qué pensar. Además, no será ésta la última noche. ¿Usted no cree, Commendatore, que hay vidas que son idénticas a las vistas de Jannings?

Ricardo comprendió que Pumita quería eludir el tema del insomnio.

—Tiene razón la Pumita: nadie se salva de su destino. Morganti era una fiera para el polo, hasta que se compró el tobiano que le trajo yeta.

—No —gritó el Commendatore—. El
homo pensante
no cree en la yeta, porque yo la venzo con esta pata de conejo. —La sacó de un bolsillo interior del
smoking
y la esgrimió con exaltación.

—Eso es lo que se llama un directo a la mandíbula —aplaudió Anglada—. Razón pura, más razón pura.

—Lo que es yo, estoy segura que hay vidas en que no sucede nada por casualidad —insistió la Pumita.

—Mirá, si lo decís por mí, estás paf —declaró Mariana—. Si mi casa está hecha un barullo, la culpa la tiene Carlos, que siempre me está espiando.

—En las vidas no debe suceder nada por casualidad —zumbó la voz luctuosa de Croce—. Si no hay una dirección, una policía, caemos directamente en el caos ruso, en la tiranía de la Cheka. Debemos confesarlo: en el país de Iván el Terrible, ya no queda libre albedrío.

Ricardo, visiblemente reflexivo, acabó por decir:

—Las cosas, es una cosa que no pueden suceder por casualidad. Y… si no hay orden, por la ventana entra volando una vaca.

—Aun los místicos de vuelo más aguileño, una Teresa de Cepeda y Ahumada, un Ruysbrokio, un Blosio —confirmó Bonfanti— se ciñen al
imprimatur
de la Iglesia, al marchamo eclesiástico.

El Commendatore golpeó la mesa.

—Bonfanti, yo no quiero ofenderlo, pero es inútil que se esconda: usted es, propiamente, un católico. Vaya sabiendo que nosotros, los del Gran Oriente del Rito Escocés, nos vestimos como si fuéramos curas y no tenemos que envidiarle a nadie. La sangre se me enferma cuando oigo decir que el hombre no puede hacer todo lo que le pasa por la fantasía.

Hubo un silencio incómodo. A los pocos minutos, Anglada —pálido— se atrevió a balbucir:


Knock-out
técnico. La primera línea de los deterministas ha sido rota. Nos desbordamos por la brecha; huyen en completo desorden. Hasta donde alcanza la vista, el campo de batalla queda sembrado de armas y de bagajes.

—No te hagás el que ganaste la discusión, porque no fuiste vos, que estabas como mudo —dijo implacablemente Mariana.

—Pensar que todo lo que decimos va a pasar a la libreta que trajo de Salerno el Commendatore —dijo abstraídamente la Pumita.

Croce, el lóbrego administrador, quiso cambiar el rumbo de la conversación:

—¿Y qué nos dice el amigo Eliseo Requena?

Le contestó con una voz de laucha un joven inmenso y albino:

—Estoy muy atareado: Ricardito va a concluir su novela.

El aludido se ruborizó y aclaró:

—Trabajo como un topo, pero la Pumita me aconseja que no me apure.

—Yo guardaría los cuadernos en un cajón y los dejaría nueve años —dijo la Pumita.

—¿Nueve años? —exclamó el Commendatore, casi apopléjico—. ¿Nueve años? ¡Hace quinientos años que el Dante publicó la
Divina Comedia
!

BOOK: Seis problemas para don Isidro Parodi
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Martini Shot by George Pelecanos
The Last King of Brighton by Peter Guttridge
Neighbor Dearest by Penelope Ward
Stitches and Scars by Vincent, Elizabeth A.
Angelhead by Greg Bottoms