—¡Nooooo! —gritó Atenea, dando un salto prodigioso con la lanza sobre su cabeza, buscando el cuello de Tifón.
Entonces comprendió que había cometido un error, que su salto había sido demasiado largo y que ya no podía cambiar su trayectoria. La bestia volvió su rostro hacia ella y de su boca monstruosa brotó un chorro de fuego amarillo. El último sonido que escuchó Atenea fue su propio grito de dolor.
Por fin tenía en su poder los cinco anillos de Urano. Zeus habría caído en la cuenta de dónde se encontraban los dos últimos si Hermes no hubiera aparecido de forma inesperada en el Polo, bajo el eje del firmamento. Por supuesto, ahora todo encajaba. Hablando del ceñidor, Tetis le había dicho:
Afrodita lo considera su mayor don, porque asegura que lo heredó de su padre
. Zeus se había dejado ofuscar por culpa de las palabras.
Anillo
siempre le había sugerido una alhaja pequeña, apta para encajar en un dedo. Pero ni el de Prometeo, ni los de Atlas, ni las dos bandas que ceñían los pechos de Afrodita tenían un tamaño propio, sino que crecían o disminuían de diámetro según las necesidades de su propietario.
Allí estaban, pues, los dos anillos que le faltaban. El de oro tenía grabadas tres cruces gamadas que representaban el sol, mientras que en el anillo de plata, como no podía ser de otra forma, se veían tres lunas crecientes.
Recordando algo que había hecho la noche en que Tetis se presentó con el ceñidor de Afrodita, Zeus deslizó el índice de la mano derecha por el borde de la banda dorada. Ésta se dilató y se puso rígida, formando una circunferencia perfecta de casi tres codos de diámetro. Después repitió la misma operación con cada uno de los anillos, y todos reaccionaron de la misma forma.
Provisto con cinco aros metálicos del mismo tamaño, Zeus salió a la terraza de la Atalaya. Casi había olvidado la guerra que se libraba a sus pies, pero ahora descubrió que en el Buleuterión sus hijos, incluyendo a Alcides, luchaban contra Tifón y los gigantes. Sin embargo, lo que más le preocupaba venía por el cielo y ya sobrevolaba la llanura de Tesalia. Una bandada de puntos negros, que en la distancia podrían haber parecido pájaros. Un centenar de dragones...
Zeus no sabía muy bien qué hacer. ¿Cómo manejar los anillos de Urano? Pensó que, puesto que representaban las órbitas celestes, si quería dominarlos tendría que convertirse en su eje. Entonces tuvo una intuición, y comprendió que sólo había una forma posible de actuar. Puesto que la Luna era el cuerpo más cercano, tomó el anillo de plata, se lo pasó por encima de la cabeza y lo dejó caer a sus pies. Luego hizo lo mismo con el anillo dorado del sol, el de hierro de los cuerpos errantes y el de cobre de los planetas. Por último, sostuvo sobre su cabeza el anillo cuajado de gemas que representaba la bóveda broncínea de las estrellas.
Es una estupidez
, se dijo. Pero entonces soltó el anillo, que cayó al mismo tiempo que un terrible grito de agonía que venía del Buleuterión taladraba sus oídos.
El quinto anillo no llegó a tocar el suelo. Cuando llegó a la altura de su cintura, empezó a girar por sí solo, y uno detrás de otro los cuatro anillos restantes se levantaron del suelo y giraron al mismo ritmo que el primero. Aquel giro acompasado producía una extraña música, un zumbido armonioso que calmó la ansiedad que le había provocado aquel grito. Poco a poco, cada aro empezó a girar en un plano distinto, cada vez más rápido. Zeus se encontró en el centro de la esfera que dibujaban los anillos con sus vertiginosas revoluciones.
El cielo azul, el mármol blanco y las losas doradas de la Atalaya desaparecieron. Zeus se encontró aislado del mundo exterior, mientras la esfera crecía y crecía a su alrededor, hasta que pareció abarcar todo el cosmos; y a la vez seguía siendo pequeña, pues podía alcanzar con los dedos cualquier punto que quisiera. Vio desde fuera la Tierra, una pequeña esfera azul, más frágil de lo que Gea querría creer. Sobre ella, por encima del éter, se extendía una esfera de cristal que la protegía de todo mal: el regalo de bodas de Urano. Pero Zeus comprendió que se trataba de un regalo envenenado, pues aquella esfera no era compacta, sino que estaba compuesta por infinitas piezas transparentes que giraban en armonía, pero que también podían separarse y dejar paso a las amenazas que acechaban en el exterior.
Y allí, en el anillo de los cuerpos errantes, el más humilde de todos, el que había sido forjado con el hierro que tanto parecía detestar o temer Gea, encontró el poder para derrotarla. Pero comprendió que debía obrar con cuidado, pues sobre su cabeza pendía un poder muy superior al suyo y al de todos las criaturas de la Tierra juntas, fueran dioses o gigantes, hombres o dragones. Sus dedos se habían convertido en largos tentáculos inmateriales, y ahora los utilizó para buscar, buscar...
Caído en el suelo, Hefesto contempló con horror cómo un chorro de hierro líquido devoraba a la diosa a la que amaba; la misma a la que había intentado ayudar y cuyo fin había provocado él mismo con su torpeza. Sólo la mano derecha de Atenea, la que empuñaba a
Némesis
, sobresalía del charco de hierro fundido que se desparramaba por el suelo siseando al contacto con el aire.
—Y ahora, diossecillo —dijo Tifón, volviéndose hacia él—, te toca a ti.
La criatura, que aún guardaba fuego en su interior, abrió las mandíbulas de nuevo y estiró el cuello. Pero el chorro de metal ardiente cayó sobre las losas del Buleuterión, pues una fracción de segundo antes Hermes pasó volando por delante de él, agarró a Hefesto por debajo de los brazos y lo sacó del peligro. Tifón se quedó un instante mirando a la nada, y luego se giró sobre sí mismo.
Los únicos gigantes que quedaban en el Cranón yacían inertes en el suelo. En su lugar, los aborrecidos olímpicos y un mortal estaban formando un círculo para rodearle. Tifón se agachó sobre el hierro que acababa de vomitar y lo absorbió de nuevo. El calor que se liberó en sus entrañas le ayudó a recobrar la confianza.
—¡Ssstúpidoss diosess! —siseó—. ¡Me habéiss hecho un favor matando a esoss gigantess de piedra ssin sesoss! ¡Mirazz al cielo! ¡Allí viene mi auténtico ejército!
Apolo tendió el arco y miró hacia el sur. Allí, a menos ya de veinte estadios, venía una bandada de dragones rojos, dorados y negros, vomitando fuego por las fauces, y sus rugidos se confundían con el retumbar del trueno. Las águilas de Zeus las precedían, chillando despavoridas y empequeñecidas por el tamaño de aquellas bestias. Presa del desánimo, Apolo abatió el arco. Ni siquiera tenía una flecha en la aljaba para cada dragón. Los cien hijos de Tifón llegaban al fin, y Atenea había perecido en un charco de lava tal como le revelaron los vapores proféticos de Delfos. Todo estaba perdido.
—¡Bajad aquí si tenéis agallas! —gritó el joven Alcides, chocando los puños furioso.
Tifón dejó caer al suelo el escudo de Ares y se burló de los olímpicos con carcajadas siseantes.
—Mirazz a los Cien Hijos de Tifón, inmortaless. Contemplazz el poderr de la Tierrra desatado. Mirazz al cielo por última vezss antess de que Tifón abrase vuesstross ojoss y devore vuesstrass cabezass...
Pero el poder que se desató no fue el que esperaba el hijo de Gea. Algo brilló en las alturas, un resplandor que venía del norte, como si en el firmamento hubiera aparecido otro sol. Todos, dioses y monstruo, levantaron las miradas.
Una lluvia de fuego caía del cielo, como si las estrellas de la noche se hubieran desprendido de la bóveda de bronce para precipitarse sobre la tierra. Al principio aquella miríada de luces descendió en un silencio sobrenatural, pero luego empezaron a sonar agudos silbidos, seguidos por una sucesión de truenos tan poderosos que hicieron temblar todos los edificios del Olimpo. Los inmortales se agacharon tapándose los oídos, y los tímpanos de Alcides reventaron.
La lluvia de fuego estaba compuesta por cientos, tal vez miles de luces individuales, bólidos que dejaban estelas azuladas en el aire mientras se abatían sobre la oscura nube de criaturas aladas. Entre los dragones se alzaron rugidos de terror, ahogados por el fragor de aquella tormenta sideral, y algunos trataron de girar en pleno vuelo para huir de la amenaza. Pero era demasiado tarde. Los bólidos se abatieron sobre ellos como una granizada cegadora. Algunos dragones recibieron uno, dos y hasta tres impactos, pero la mayoría eran aniquilados a la primera colisión, pues el calor de los aerolitos incandescentes inflamaba sus propias llamas internas y los hacía estallar en el aire. En cuestión de segundos, lo que había sido una bandada de dragones cuyo poder superaba al de todos los dioses del Olimpo se convirtió en una nubareda negra, de la que, como indolentes pavesas arrastradas por el viento, caían los restos en llamas de los cien hijos de Tifón.
Tras la tormenta de fuego, reinó un espeso silencio en el Cranón. Tifón, comprendiendo que se había quedado solo, levantó de nuevo el escudo de Ares y se preparó para enfrentarse con Apolo y sus hermanos. Se dijo que no estaba todo perdido. Sólo tenía que abrirse paso entre aquel puñado de dioses, llegar hasta el borde del Cranón, usar sus alas para planear hasta la Aguja Sudeste y desde allí deslizarse por el puente del Arco Iris. Gea ya le ayudaría a reclutar otro ejército. Lo importante era salir del Olimpo con vida para empezar otra guerra algún día.
—¡Dejádmelo a mí!
Tifón volvió la mirada hacia su nuevo enemigo. El carro alado de Zeus se había posado junto al trono, y ahora el rey de los dioses venía hacia él dando largas zancadas que hacían ondear su manto. Estaba furioso. Pensando que eso le haría más vulnerable, Tifón se dirigió hacia él, siseando como las serpientes que se agitaban entre sus cuernos.
—¿Vieness otra vezz a sser humillado, hijo de Cronoss? ¿Vess lo k'e k'eda de tu hija? Ella era máss valiente y máss poderossa k'e tú, y mira cómo ha acabado.
—¡Déjame que le arranque los cuernos, padre! —gritó Alcides.
—No —dijo Zeus—. Apartaos todos de aquí. Nadie puede quitarle su presa al rey.
Zeus refrenó el paso y avanzó hacia Tifón con el brazo izquierdo caído junto al costado y la mano derecha en alto. El monstruo decidió que tenía que aprovechar que aún no había cebado el rayo y saltó sobre él, abriendo las alas como un gran murciélago. Al posarse de nuevo en el suelo, casi encima del dios, abrió la boca y recurrió de nuevo a su arma más devastadora.
Pero el hierro fundido que vomitó de sus entrañas cayó inofensivo a los pies de Zeus, sin tan siquiera rozar su cuerpo. Incrédulo, Tifón retrocedió un paso y volvió a arrojar fuego líquido por sus fauces, una vez, dos veces, tres. Pero ni las llamas ni el metal fundido llegaban a tocar a Zeus, pues cuando se acercaban a su cuerpo caían inocuas como si resbalaran por una pantalla invisible. Tifón echó para atrás el cuello y buscó en sus entrañas una última carga de fuego, pero sólo salió de su boca una tímida nubecilla de gas.
—Es inútil —le dijo Zeus—. Mírame.
Tifón se acurrucó, como una fiera a punto de saltar, y trató de comprender. Entonces reparó en que Zeus llevaba una coraza dorada de escamas de dragón.
—Ésta es la Égida. Ningún arma ni fuego puede penetrarla. Era de mi hija Atenea, más digna de ella que yo.
La bestia, incrédula, se inclinó una vez más para reabsorber el metal que había expulsado. Pero una descarga eléctrica sacudió su cuerpo desde los cuernos hasta la punta de la cola, como si cien mil martillos lo golpearan a la vez a una velocidad increíble. Aquella fuerza lo empujó hacia atrás y le hizo caer sobre las alas, quebrando su membrana cartilaginosa. Se levantó en seguida usando la cola, pero cuando intentó acercarse de nuevo a los charcos de metal humeante, Zeus se había interpuesto en su camino. Tifón se revolvió para darle un coletazo. El dios, que apenas medía la mitad que el monstruo, detuvo el golpe entre sus manos sin mover los pies del suelo.
—No necesito más rayos para acabar contigo —le dijo Zeus, mirándole con pupilas que parecían cabezas de alfiler.
Al recibir la herida de la lanza de Atenea, Tifón pensó que había conocido el auténtico miedo, pero estaba equivocado. Había tanto odio en la mirada de Zeus que el monstruo cayó de rodillas.
—¡Perdón, Zeusss! —siseó—. ¡Soy tu herrmano! ¡Yo también soy hijo de Cronoss!
Zeus agarró los cuernos de la bestia y apretó los dientes.
—No habrá cuarto soberano celeste, hermano. Nadie desafía al poder de Zeus.
Y con un solo tirón de sus poderosas manos, rompió el cuello de Tifón.
Contra todo lo esperado, tras la peor derrota había llegado el momento de la mayor gloria para Zeus. Aunque para ello, como le vaticinara Cronos desde el espejo, había tenido que sufrir la más terrible de las pérdidas: su hija Atenea.
Ahora el mundo era suyo, o casi suyo. Acompañado por Apolo, entró en el templo de Delfos y traspasó las puertas del áditon, sabiendo que ni el monstruoso Pitón ni su esposa Delfine las guardaban ya. Ante la mirada furiosa de Gea, arrancó el cordón umbilical que rodeaba la estatua del bebé de piedra que lo había sustituido ante su padre Cronos y lo quemó entre sus dedos.
—Ya no tienes ningún poder sobre mí —le dijo a Gea, dejando caer al suelo las cenizas.
—Eso es lo que tú crees... —siseó ella.
—Ha llegado el momento de tu retiro, abuela. Baja a las profundidades de la Tierra y quédate allí.
—¡Tú no eres quien para enviarme al largo sueño! —siseó ella.
—Me da igual si duermes el largo sueño o velas la larga vigilia. Pero no volverás a intervenir en los asuntos de los dioses ni de los mortales, abuela.
—¡Eso ya lo veremos!
Zeus le hizo un gesto a Apolo. El dios solar encendió una antorcha de cristal que iluminó toda la estancia. Gea se encogió, tapándose la cara con las manos sarmentosas.
—¡La luz! ¡Fuera de aquí! ¡Aquí no puede entrar la luz!
—Todo lo contrario, abuela. Ahora voy a hacerte mi última advertencia. Si haces lo que te he prohibido, si te inmiscuyes una sola vez más en mi gobierno, convocaré el poder de Urano. ¡Y esta vez no recurriré sólo al anillo de los cuerpos errantes, sino que haré caer sobre ti toda la furia de los cielos y te convertiré en una bola ardiente!
—Si haces eso lo destruirás todo. ¡Tú también serás aniquilado!
Con una sola mano, Zeus agarró las muñecas de su abuela y la obligó a mirarle a la cara. Sus pupilas se clavaron implacables en las fosforescentes esferas ambarinas que Gea tenía por ojos.