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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo

BOOK: Señores del Olimpo
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El clima está cambiando y son muchos los que lo achacan a la impiedad de los hombres, protegidos de Zeus. Pero el rey de los dioses, se enfrenta a sus propios problemas. Los gigantes amenazan con marchar desde el lejano Norte sobre las tierras de los humanos. Éstos, cada vez más numerosos, ponen en peligro la existencia de sátiros, centauros y otras razas antiguas a las que hostigan en sus bosques ancestrales. Por si las intrigas y rencillas entre los mismos dioses fueran pocas, una criatura llamada Tifón, que asegura ser hijo de Cronos, amenaza con convertirse en el nuevo señor del Olimpo. Como antes que él hicieran Robert Graves, Mary Renault o Valerio Manfredi, Javier Negrete se ha adentrado en el fecundo terreno de la mitología griega y engarza los mitos para crear una novela que es la suma de multitud de registros, desde la narración de aventuras al relato de un viaje a un mundo nebuloso y arcaico en el que los hombres coexistían con los dioses y se veían arrastrados por sus intrigas, sus odios y sus devaneos amorosos.

Javier Negrete

Señores del Olimpo

ePUB v3.2

ikero
05.07.12

A mi amigo Jesús Centeno,

que le vaticinó buena suerte.

¡Que Zeus te escuche!

En la guarida del lobo

En el principio fue Caos, el inconcebible. Caos el No-nacido, la tiniebla impenetrable que precede a toda luz. No tenía ni manos, ni voz, ni ojos, y nunca se le ofrendaron ni se le ofrendarán víctimas, pues es el dios de la indiferencia suma.

Pero una fuerza inexorable, fuera Tique el Azar o Ananque la Necesidad, partió en dos el cuerpo de Caos. La parte más pesada de la tiniebla se condensó como brea en las partes inferiores del mundo, y al solidificarse se convirtió en Gea, cálida y oscura, la tierra de amplio seno, asiento firme para todos los que nacerían después, dioses y mortales por igual. En cambio, la parte más ligera y fría de la sombra se elevó a las alturas y se dispersó, y al dispersarse se enfrió aún más y se convirtió en Urano, el firmamento inalcanzable. Al principio Urano era oscuro, pero un día despertó, abrió diez mil ojos blancos y fríos, y las estrellas alumbraron por primera vez el mundo.

Al ver a Urano en las alturas, Gea lo llamó para seducirlo. Urano la abrazó con amor y la fecundó, y ella alumbró a los Primeros Nacidos: tres cíclopes, altivos de corazón y hábiles con las manos; tres hecatonquiros, indescriptibles criaturas que agitaban cien brazos; y, por último, los titanes, raza soberbia y poderosa, grande en sabiduría y en desmesura.

Fue Urano el primer soberano de los cielos. Pero su corazón seguía siendo frío y oscuro, y a cuantos nacían de Gea, hijos formidables, los aborreció desde el primer momento. Por temor a que alguno de ellos le disputara la supremacía, los encerró en el seno de Gea. La Tierra, afligida por dolores de parto que no alcanzaban alivio, suplicó a su esposo que dejara nacer a sus hijos. Cuando Urano, el de gélido corazón, juró que jamás les permitiría ver la luz, Gea se negó a yacer más con él. Pero Urano, que había puesto todo su saber en los cinco anillos que gobiernan el firmamento, amenazó con utilizarlos para lanzar sobre ella el fuego celeste que sobrepasa en poder y destrucción a los demás fuegos de la tierra como la lava del volcán a la llama de una mecha.

Urano violó a Gea. De esta violación engendró al menor de los titanes, Cronos, que nació así de un acto de odio. El odio hizo poderoso y astuto a Cronos. Su madre, que lo supo, fabricó una hoz adamantina con la roca y el metal fundido de sus propias entrañas y reforzó su hoja con poderosos encantamientos. Después dijo a Cronos:

—¡Hijo mío y de un padre malvado! Obedéceme y venga el ultraje que he sufrido por Urano, el primero que ha tramado obras indignas.

—Madre —contestó Cronos Ankylometes, el dios de mente retorcida—, llevaré a cabo tu mandato, pues no siento ningún cariño por mi padre.

Los hermanos de Cronos bramaban en las entrañas de Gea pidiendo su liberación, y toda la tierra retemblaba por los golpes de sus portentosas manos. Cronos les ordenó silencio, pues su padre nada debía sospechar. Después, blandiendo la enorme hoz, se ocultó. Llegó el poderoso Urano, trayendo consigo la noche, y cubrió por todas partes a la Tierra y yació con ella. Pero antes de que pudiera esparcir su simiente, Cronos, escondido, aferró a su padre con la mano izquierda y esgrimiendo en la derecha la hoz adamantina le cortó los genitales.

Urano se retiró con un alarido tan estremecedor como jamás se ha vuelto a escuchar en el mundo. Los árboles se troncharon, los ríos cambiaron su curso y enormes grietas resquebrajaron la faz de la Tierra. Los ecos del dolor de Urano aún se escuchan en la voz del viento que ulula en las noches de invierno. Más desde aquel grito, el dios del firmamento es mudo e inalcanzable y no ha vuelto a intervenir en las vidas de dioses ni mortales. Y sus anillos han sido dispersados por el mundo para que nadie más pueda detentar el poder con el que Urano había amenazado a Gea.

Asqueado, Cronos arrojó lejos de sí los genitales de su padre. Pero, incluso castrado, el dios del cielo no dejó de engendrar. Lanzado por la poderosa mano de Cronos, su miembro sobrevoló tierras y mares, derramando un reguero de sangre. Las gotas que cayeron en el suelo las recibió Gea y con el tiempo se convirtieron en criaturas a cual más aborrecible. Las Erinias, pavorosos monstruos con ojos como ascuas y serpientes por cabellos, que llevan la locura a quienes cometen crímenes contra sus progenitores. Las melíades, ninfas del fresno, de cuya madera se talla la lanza homicida y tinta en sangre. Y los más odiosos de todos, los quince gigantes, hijos de la piedra, gente descomunal y soberbia, que no comen pan ni respetan las leyes de la hospitalidad, y aborrecen las obras de dioses y hombres.

Pero cuando el miembro cercenado de Urano cayó en el mar azotado por las olas, cuajó a su alrededor una blanca espuma. Y de la espuma surgió una diosa, Afrodita, a la que el odio que albergaba su padre le resulta ajeno, pues es la diosa del amor y del dulce deseo. Mas aún permaneció en el mar y en la isla de Chipre largo tiempo, hasta que la generación de los Segundos Nacidos alcanzó la cima de su gloria.

Cronos, el más poderoso de entre los Primeros Nacidos, fue también el segundo soberano celeste. Casó con su hermana Rea, que alumbró para él a ilustres hijos. Más tan pronto como nacían, Cronos, temeroso de seguir el destino de su padre Urano, los iba devorando para evitar que ninguno de ellos pudiera atentar contra su realeza. Así engulló a las diosas Hestia, Deméter y Hera, y también a Hades y a Poseidón. Y Rea sufría un dolor infinito al perder uno tras otro a los hijos que con tanto dolor paría.

Mas cuando se acercaba el momento de alumbrar a su sexto hijo, Zeus, Rea suplicó a su madre que la ayudara a dar a luz a escondidas. Una vez nacido Zeus, la propia Gea lo llevó a la isla de Creta, donde lo escondió en una gruta impenetrable bajo las laderas del boscoso Ida. Mientras, Rea tomó una roca que Gea secretó de su seno, la rodeó con lana untada en aceite y luego la envolvió con pañales y se la entregó a Cronos. El desdichado soberano, creyendo que era Zeus, la devoró.

Pero cuando Zeus creció...

 

 

—¡Un momento, aedo! Tienes muy buena voz, no lo niego. Pero lo que dices no es cierto.

El joven que se hacía llamar Cileno apagó con la mano el sonido de la última nota, entornó sus grandes ojos negros y se mordió los labios carnosos. Después, dibujando una sonrisa, preguntó al pastor que había hablado:

—¿Estás criticando alguna parte de mi recitado o te refieres a todo él en conjunto?

El pastor carraspeó y dirigió una mirada a su alrededor. A su lado, sentados junto al largo tablón que hacía las veces de mesa, se apretujaban los demás clientes de la taberna, doce o trece pastores como él. Eran hombres toscos, vestidos con pellizas y mantos de lana cruda, de barbas desgreñadas, ojos juntos y dientes torcidos. Aunque estaban al otro lado del fuego que ardía en el centro de la estancia, a la fina nariz de Cileno le llegaba su olor a sudor y lana mojada, mezclado con el humo que llenaba la posada y el tufo de la col que hervía en el caldero sobre el trípode de bronce.

—¿Por qué molestas al invitado? —gruñó el posadero poniendo en jarras dos brazos gruesos como perniles—. ¡Anda que habrás oído muchas voces como la suya!

—No es eso, Grato —le apaciguó el pastor—. Pero todos sabemos que no fue así, que Zeus no nació en... ¿Cómo has dicho que se llama, aedo? ¿Crota?

—Creta —corrigió Cileno, y añadió—: Ilumíname para que mejore mi canto. ¿Dónde nació Zeus, según tú?

El pastor volvió a carraspear y señaló hacia sus espaldas, con un gesto vago que parecía referirse a lo que había más allá de las bofadas paredes de adobe.

—Aquí, en Arcadia. A poco más de tres tiros de piedra de este mismo lugar, en el monte Liceo. Pero no creo que quieras subir allí.

—¿Por qué no?

—Es un lugar maldito, donde nada arroja sombra ni a plena luz del sol —contestó el pastor, con voz misteriosa.

El joven Cileno torció el cuello a la izquierda y miró de reojo a su acompañante, un viejo corpulento y de hombros encorvados que al entrar no se había quitado el manto ni el sombrero. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y no había pronunciado palabra desde que entraron. Su boca, lo único del rostro que se adivinaba bajo el ala del pétaso, se retorció en una mueca de desagrado.

—¿Cómo puede ser un lugar maldito si, según tú, allí nació Zeus? —dijo Cileno, volviéndose de nuevo a su interlocutor.

—No es lo que pasó entonces. Es lo que pasa
ahora
—intervino otro pastor, menudo y desdentado, con la voz pastosa de vino. La impiedad del rey, que no tiene límite.

El posadero aprovechó que pasaba por detrás de él para poner otra jarra de vino en la mesa y le dio un pescozón.

—¡No lo menciones siquiera! No quiero tener líos.

—Lo que tú quieras no importa. Ya sabes qué día es hoy.

El cliente que había intervenido vestía un mandil de cuero y, para demostrar que no era un patán como los demás, llevaba el cabello y la barba trenzados y untados con grasa, y de cada trenza colgaba un anillo de bronce. Sobre la mesa reposaba su mazo de forja. Había dejado claro a los recién llegados que era un broncista, y no un herrero, pues en el reino de Licaón estaba prohibido forjar el hierro.

—Luna llena —prosiguió el broncista—. El festín del rey Licaón...

—¡Deja ya de hablar de eso! —insistió el posadero.

—Que te dé un oso, Grato —repuso el broncista, escupiendo a un lado, pero se calló.

El posadero se encogió de hombros, cansado de discutir, e hizo un gesto a los forasteros.

—Venid a sentaros a la mesa con los demás —les dijo—. Ya seguirás cantando luego, joven forastero.

Cileno guardó la lira en un lienzo engrasado mientras su ojo ponderaba la resistencia del banco de madera que les habían ofrecido. Tal vez resistiría su peso, pero no el de su padre.

—Gracias, noble Grato, pero estamos bien aquí —respondió, acuclillándose en el suelo junto al viejo.

—¡Te ha llamado noble! ¡Sin duda el extranjero sabe mentir tan bien como un cretense! —saltó el broncista, demostrando que sus conocimientos de geografía eran algo mejores que los de los pastores con los que compartía mesa.

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