A Glauco no le tranquilizó el temblor que se percibía en la voz del dios. Al ver que lo iba a arrollar, reculó sobre el trasero como un cangrejo en la arena. Cerca del monstruo olía a azufre y a metal caliente.
—¡Sí! ¡Te diré k'ién sssoy! Prronto losss mortalesss y también losss inmortalesss k'e usurrpan el cielo lo sabrán. ¡Yo sssoy Tifón! ¡El grran Tifón, legítimo sucessorr de Crronosss, nuevo sseñorrr del Olimpo!
Zagreo levantó en alto su tirso. Alrededor de sus ramas corrieron zarcillos de luz y una bola de fuego se encendió en su punta.
—¡Retrocede, inmunda bestia del Tártaro! ¡Yo soy Zagreo, uno de los doce grandes, hijo de Perséfone y de...!
La criatura llamada Tifón se enderezó un poco y torció el cuello hacia atrás como si tomara aliento. De pronto se agachó, abrió la boca desencajando las mandíbulas como una boa que quisiera tragarse a un jabalí y vomitó un chorro de llamas y metal fundido sobre el brazo extendido de Zagreo.
El dios retrocedió con un alarido que ensordeció a Glauco y despertó ecos por la montaña. Cuando el cretense abrió los ojos y se apartó las manos de los oídos, lo que vio le heló la sangre. Zagreo estaba arrodillado y con la mano izquierda se sujetaba el codo derecho. A partir de ahí, todo lo que quedaba de su brazo era una ruina ennegrecida, restos de hueso y carne que se desmoronaban humeantes.
Casi con delicadeza, Tifón introdujo dos largas garras por entre los rizos del dios y lo levantó en vilo. Zagreo pataleó en el aire, el manto se le resbaló de la cintura y sus vergüenzas quedaron al descubierto.
—¡Soy un dios! —gimió—. ¡No me puedes matar!
Las carcajadas de Tifón sonaron como metal martilleado en la forja.
—¡Oh, sssíii, mi pequeño diosecillo! ¡Prronto dessscubrirásss k'e losss diosesss también podéisss morirr!
Iris abrió sus alas, translúcidas como las de una mariposa gigante, y tras tocar cinco notas con su trompeta de oro, anunció:
—¡El noble Ares, hijo de Zeus y Hera, señor de la guerra!
Una cabeza pelirroja se destacó entre las filas de los dioses, que se abrieron como mieses peinadas por el viento. Ares caminó hacia la plataforma de los grandes dioses, y Zeus se incorporó y bajó del estrado para recibir a su hijo.
Mientras Ares subía la escalinata, Atenea lo observó con ojo crítico. No parecía haber cambiado mucho. Era enorme, incluso para un dios: casi cinco codos de músculos desproporcionados, con unos hombros en los que cabía un buey, bíceps tan abultados como sandías egipcias y unos muslos que un humano no habría podido abarcar entre los brazos. Vestía una coraza de hierro con ataujías de oro y calzaba botas claveteadas que resonaban como martillazos al subir los peldaños.
Más de cerca, se apreciaban los efectos de ocho años sin ambrosía. El cabello rojo del dios había perdido brillo, como si las llamas que lo atizaban empezaran a extinguirse. Sus ojos eran dos ranuras, al igual que los de su madre Hera cuando intrigaba, y ahora la arruga que se le dibujaba en el ceño era una cuchillada tallada desde el puente de la nariz hasta el aguzado pico donde le nacía el pelo. Aquella arruga reflejaba dos características de su naturaleza: su mal carácter y su perenne perplejidad ante cualquier operación mental más compleja que sumar dos y dos con los dedos.
—¿Has aprendido algo, hijo? —preguntó Zeus con voz solemne, mientras la multitud de dioses escuchaba en silencio.
—Sí, padre. —La voz de Ares sonaba tan grave y oscura que a menudo costaba entender sus palabras.
—¿Te has dado cuenta de que no se puede violentar el juramento sagrado? —añadió Zeus, señalando hacia un gran cántaro de oro sobre un trípode de bronce. Allí se guardaban las gélidas aguas de la Estigia por las que juraban los dioses.
—Sí, padre. He tenido tiempo de reflexionar sobre mis faltas. Vuelvo a ti puro de toda culpa y me arrepiento de mis pasados errores.
Zeus abrazó a Ares. Sus brazos, aun siendo largos, apenas podían rodear la espalda de su hijo, y su frente sólo llegaba al hombro de aquel dios que por estatura casi podría pertenecer a la raza de los gigantes.
Y por inteligencia, añadió para sí Atenea.
Zeus hizo un gesto con la mano y una diosa subió la escalinata. Era Eos, la Aurora. Vestía una túnica blanca, bajo cuyo finísimo drapeado su carne parecía relucir. Sus ojos eran muy grandes, de un extraño color rosado, y la belleza de sus largos dedos proverbial. Como Iris, tenía alas, pero las suyas eran blancas y plumosas, y ahora, al ver a Ares, las recogió a la espalda con una tímida sonrisa.
—Ha llegado la hora de que sientes cabeza, hijo —dijo Zeus—. Por ello, he escogido para ti a Eos. No podrás quejarte, pues hay pocas mujeres en el mundo, sean diosas o humanas, que puedan compararse a ella.
Ares frunció el ceño aún más, y Atenea casi pudo escuchar cómo rechinaban los engranajes de su mente.
—¿Casarme? ¿He de casarme, padre?
—Y ser fiel a tu esposa, Ares. Sí —insistió Zeus, golpeando el hombro de Ares.
Los cables metálicos de su mano artificial arrancaron algunas chispas al rozar con el hierro de la armadura, y Ares dio un respingo. Hefesto soltó una risita ahogada. Atenea le miró y sonrió, cómplice. Era obvio que el herrero no sentía ningún cariño por su hermanastro. Pero luego su mirada resbaló sobre Hefesto y se fijó en Afrodita. Sus ojos verdes estaban fijos en Eos y destilaban odio. Podía parecer paradójico en la diosa del amor, pero Atenea sabía que era difícil encontrar a alguien capaz de odiar con una pureza tan primordial como Afrodita. No le aventuraba nada bueno a la pobre Eos.
—Como tú digas, padre —se resignó Ares.
—Más adelante hablaremos de los detalles de la boda. Ahora siéntate, hijo, pues tenemos otras cuestiones que tratar.
Cuando Ares acomodó su corpachón en el asiento de mármol, los demás dioses le aplaudieron en señal de bienvenida. Pero, salvando a Afrodita, no se notó gran entusiasmo en los aplausos de los grandes. Poseidón se limitó a batir las palmas dos veces. No en vano él se había ofrecido como garante de que Ares pagaría a Hefesto una compensación, y la conducta del dios de la guerra le había dejado en evidencia.
La diosa Hebe sirvió ambrosía en una gran copa de oro. Los olímpicos la fueron pasando de unos a otros, bebieron unos sorbos e hicieron votos por el futuro de Ares. Este fue el último en tomar la copa de manos de su hermana Hebe. Cuando apuró lo que quedaba, sus manos temblaron, como las de un mortal borrachín que bebe su primer vino del día.
Tras la libación, Zeus declaró que había llegado el momento de atender a las peticiones de sus súbditos, lo cual era tanto como decir de todos los moradores del mundo. Iris anunció que Ticio, embajador de los gigantes, quería presentar una súplica. El rey de los dioses hizo una mueca de disgusto, pero asintió. Ares se removió en la silla, y Apolo se puso en pie y se acercó con su paso elástico al trono de Zeus.
—¿Vas a dejar que alguien de esa estirpe mancille con sus pies este lugar, padre? —preguntó, con su voz clara y suave como la plata.
Apolo les guardaba rencor a los gigantes porque muchos años atrás habían roto la muralla que aislaba su amada Hiperbórea de los fríos del Norte y habían incendiado un bosque consagrado a su persona.
—Conozco tu odio por esa raza, hijo. Pero no dejes que te ciegue ahora. He jurado que recibiría a Ticio como embajador de los gigantes.
Ticio se acercó a ellos. Los dioses le abrieron un pasillo mucho mas amplio que el que habían dejado para Ares. El gigante lo necesitaba. Medía doce codos, aunque había otros de su especie aún más altos. Los gigantes nacían con el tamaño de un bebé humano y con la piel un poco más gruesa. Pero ya nunca dejaban de crecer, y conforme lo hacían su pelo y su vello se iban transformando en hierba y ramaje y su carne en una sustancia que cada vez tenía menos de carne y más de roca. Cuando llegaban a aquella fase de su desarrollo eran conocidos como pétreos, y resultaban casi invulnerables a las armas de bronce, y aun a las picas de acero si no las manejaba la mano de un dios poderoso. Y luego estaban los Quince, como Ticio, los primeros de su raza, que habían nacido de las gotas de sangre derramadas por el miembro mutilado de Urano.
Gobernados por el cruel Alcioneo, aborrecían a los dioses, pues se consideraban preteridos por ellos en el reparto del mundo.
La piel rocosa de Ticio se veía gris y arrugada como la de un rinoceronte. Aunque los gigantes solían ir desnudos, para la ocasión se había atado a la cintura algo que bien podría ser la vela de una barca de pesca. Del pecho le brotaba un pelambre que parecía retama y su enmarañada cabellera tenía el color y la textura de las algas que la marea abandona en la playa. En su rostro, ancho y brutal, destacaba una nariz enorme con las fosas tan abiertas como los ollares de un caballo venteando a una yegua en celo. El suelo temblaba bajo sus pies.
—Debe pesar como cuatro bueyes —susurró Hefesto—. ¿Tú crees que lo habrán subido en un carro alado?
—Dudo que ningún carro pueda con él —repuso Atenea. Sin duda, el gigante había subido desde la Crépide por la banda móvil del puente del Arco Iris, el ingenio ideado por el propio Hefesto que ahorraba una penosa ascensión a los visitantes del Olimpo.
Ticio, escoltado por veinte Consagrados, se detuvo a diez pasos de Zeus.
—Te saludo, Ticio, hijo de Gea —dijo Zeus—. ¿Qué te trae a la morada de los dioses?
El gigante saludó con una torpe reverencia que le hizo chirriar la cintura y el cuello.
—Yo te saludo, Zeus, hijo de Cronos, rey de hombres y dioses.
—Y también de los gigantes. No lo olvides.
Por debajo de sus abultados arcos ciliares, los ojos de Ticio clavaron una torva mirada en Zeus.
—Traigo una petición de mi pueblo.
Los dedos de Zeus tabalearon sobre el trono de basalto. No le había agradado que el gigante no reconociera su soberanía.
—En ese caso, házmela saber. No tenemos todo el día.
—Necesitamos más tierras —declaró el gigante, y se cruzó de brazos. Un gesto que nadie se atrevería a adoptar ante el rey del Olimpo.
—¿Más tierras? ¿Acaso las que os concedí en su momento no os bastan? Tenéis desde el país de los agatirsos hasta las murallas de Hiperbórea. Una tierra mucho más vasta que Grecia, Egipto, Siria y Hatti juntos. ¿Para qué queréis más? ¿Es que acaso ahora los gigantes se reproducen como conejos?
Una carcajada general saludó las palabras de Zeus. Pero a Atenea le sonó débil y nerviosa, como el chillido de un ratón.
—No somos más que antes. Pero necesitamos tierras al otro lado del Istro —insistió Ticio—. Las nieves no dejan de crecer en el norte.
—A los gigantes os gusta el frío.
—No tanto frío. Los inviernos cada vez son peores. El último fue terrible. Los glaciares bajan de las montañas y ya no dejan ver la roca debajo del hielo. La capa de nieve es tan gruesa que cinco pétreos quedaron sepultados mientras dormían y nunca los volvimos a encontrar.
—Hace falta mucha nieve para tapar a un gigante —murmuró Hefesto.
—Chsss —le reprendió Atenea.
—No os puedo conceder eso —dijo Zeus—. Esas tierras pertenecen a los hombres. Allí moran los agatirsos, los getas, los escitas y también las amazonas.
—Tú déjanos cruzar el Istro. Nosotros nos encargaremos de ellos —dijo Ticio—. Les aplastaremos las cabezas y las costillas, y esclavizaremos a las amazonas para que nos calienten la comida y el lecho.
Ares saltó como un resorte. Las amazonas eran sus descendientes.
—¡Déjame que le arranque los brazos a ese insolente, padre! —rugió, avanzando hacia el gigante, que adelantó los brazos en posición de lucha.
—¡Detente ahora mismo! —ordenó Zeus.
A su pesar, Ares se quedó clavado. Cuando Zeus quería, su voz retumbaba como un trueno. El padre de los dioses señaló a la tinaja de oro. De su boca se había levantado una nube de vapor, que se condensó en forma de un rostro femenino cubierto por una capucha que ocultaba sus ojos.
—Aunque sus palabras sean un ultraje, he jurado por Estigia que respetaría la vida de este embajador —dijo Zeus—. ¿Quieres violar un juramento por segunda vez? ¡Siéntate ahora mismo!
A regañadientes, Ares volvió a su sitio, no sin antes dedicarle al gigante un gesto grosero. Zeus le miró con enojo, y luego se dirigió de nuevo a Ticio.
—No cruzaréis el río Istro, ¡oh, hijo de Gea! Ahora que ya has declarado vuestras intenciones, yo os digo: si ponéis un pie en las aguas de ese río, si les tocáis un solo cabello a los humanos, que son mis protegidos, aniquilaré a toda vuestra raza.
—Eres un ingrato, hijo de Cronos. Nosotros, los Quince, te ayudamos a levantar este palacio cuando tu lucha contra los titanes lo dejó destrozado. ¡Trabajamos como esclavos para ti acarreando mármol, granito y madera durante treinta años!
—Y yo os regalé a cambio vuestras tierras.
—Querrás decir que nos desterraste. Nos diste un erial yermo y frío para apartarnos de tu vista. ¡Y en cambio reservaste lo mejor de las tierras para los humanos, esos advenedizos que jamás han hecho nada por ti!
—No oses provocar mi cólera, o ni siquiera el sagrado juramento de Estigia te protegerá, gigante —dijo Zeus, poniéndose en pie y levantando a medias la mano derecha. Sus dedos empezaron a chisporrotear.
—No me amenaces y dame una respuesta, Cronida.
A su pesar, Atenea tuvo que admirar el temple del gigante, que, rodeado de dioses y en el corazón del Olimpo, no se amilanaba.
—¿Es que los sesos se te han vuelto también de piedra? —dijo Zeus—. Mi respuesta es ésta: No. Vuelve ahora mismo con los tuyos. Te doy tres días a partir de ahora para que cruces el Istro. Si no, daré permiso a mis hijos para que te cacen como vulgar alimaña.
—Nada me haría más feliz, padre —dijo Apolo, acariciando su arco de oro.
—Tú lo has querido, hijo de Cronos —dijo Ticio, mientras los Consagrados se daban la vuelta para escoltarlo fuera de allí—. ¡Si subestimas la ira de mi pueblo, será tu perdición! Ahora me voy, pero te digo: nosotros, los gigantes, sabemos tomar lo que es nuestro.
El gigante se marchó, haciendo retemblar el suelo con furia. Hubo unos minutos de silencio, hasta que su figura se perdió por el puente que llevaba a la Aguja Sudeste.
—¿Vas a consentir que te humillen en público? —dijo Hera. No había alzado la voz, pero los grandes dioses y Hebe, que de nuevo estaba escanciando ambrosía, pudieron oírla perfectamente—. ¿Dónde queda tu autoridad?