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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (6 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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Cosa que nunca había ocurrido. Lo que tuviera que censurar Atenea a Zeus, lo hacía sólo en su presencia. El problema era que su padre andaba cada vez más irritable, tal vez por la actitud de su esposa. Atenea no era tan ingenua de pensar que Zeus estaba sufriendo como un amante amartelado por no compartir el lecho de Hera. No, lo que le atormentaba era que todos en el Olimpo supieran lo que pasaba y pudieran pensar que el rey de los dioses no era capaz de meter en vereda a su esposa. Pues para Zeus las apariencias lo significaban todo.

Atenea meneó la cabeza para ahuyentar esos pensamientos. Su padre la había despedido al final con palabras destempladas, y ella se había marchado de sus aposentos con el rostro arrebolado de indignación. Tal vez por eso, a la noche siguiente, mientras su padre andaba por Arcadia ocupado en una misión o, más probablemente, en algún fornicio, Atenea había bebido más vino de la cuenta durante la cena.

Y el resultado era que había acabado llevándose a la cama a Ganímedes.

—¿Estás triste, señora? —le preguntó ahora el copero, mientras Atenea revisaba su aspecto en un espejo.

—Triste no, Ganímedes. Sólo preocupada.

—Bebe y regocija tu corazón entonces, señora.

Atenea se volvió hacia él. Ganímedes, retornando a su función de copero de los dioses, estaba escanciando ambrosía en una copa de cristal. Mientras el chorro dorado y viscoso se derramaba sobre el cáliz, su intenso olor llenó la estancia.

A Atenea no le agradaba el sabor de la ambrosía, una mezcla de dulzura empalagosa e intenso amargor. Ignoraba su fórmula exacta, pero sabía que la mayor parte de los componentes procedían de Hiperbórea, en el extremo norte del mundo. Había ámbar gris (por suerte, en una proporción nimia), resina de un abeto que sólo crecía en Hiperbórea, y también la pulpa triturada de las manzanas que cultivaban las Hespérides, hijas de la Tarde. Aquella pulpa era la que le daba a la bebida su tono dorado, y de hecho la ambrosía contenía minúsculos granos de oro en polvo.

Una vez al año, una caravana guiada por dos hijos de Apolo y custodiada por trescientos soldados bajaba desde el remoto Septentrión para traer los ingredientes que los hiperboreanos regalaban a los dioses. Ya en el Olimpo, Hebe, hija de Zeus y Hera, que había heredado aquella tarea de la tímida Hestia, los mezclaba en la debida proporción y les añadía miel del Himeto para endulzar la pócima.

Aunque cada sorbo le producía escalofríos, Atenea sabía que debía beberla. La ambrosía producía una leve euforia en los inmortales y, sobre todo, los renovaba. Privado de aquella droga, un dios envejecía lenta pero inexorablemente. Hefesto, que una vez al año viajaba al Cáucaso para asegurar las cadenas que aherrojaban a Prometeo contra la roca, le había contado a Atenea que el titán era una ruina de pellejo y huesos que, sin embargo, no podía morir.

Atenea dejó en la copa algo más de un tercio del licor y se la tendió a Ganímedes.

—Bebe.

El joven giró la copa y posó sus labios donde habían estado los de Atenea. Ella pensó que eran adorables, y cuando Ganímedes levantó una tímida mirada por encima del cáliz, sus ojos eran tan oscuros y desvalidos que Atenea sintió deseos de besarlo.

—No es necesario que te diga que debes ser discreto —le dijo.

Él negó con la cabeza.

—No quiero que te destierren del Olimpo por mi culpa, señora.

—¡Por tu culpa! ¡Ja! Fui yo quien te arrastró a la alcoba. Te agradezco tu preocupación, pero es mejor que pienses en ti. Si mi padre se entera de que has estado entre mis muslos, puede que a mí me destierre diez años. Pero a ti te reducirá a cenizas que luego esparcirá a los cuatro vientos. Y en cuanto a tu alma, le encargará a su hermano Hades que le busque alguna tarea para el resto de la eternidad.

Sin decir más, Atenea salió de la alcoba. El gesto de espanto de Ganímedes la hizo pensar que tal vez había sido demasiado dura con él, pero era mejor evitar la tentación tan varonil de irse de la lengua.

En realidad, debería matarlo yo misma, se dijo. Pero era un pensamiento fútil, y lo sabía. Ella no era como su padre y no se saltaba sus propias normas.

La expedición de la Ambrosia

El cielo estaba gris, como lo había estado el día anterior y como sin duda lo volvería a estar al día siguiente. Llevaban meses viajando desde la lejana Hiperbórea, y no habían dejado de pisar nieve desde que abandonaron la muralla que protegía aquel país de los fríos extremos del Norte. Era la primera vez que el joven Catreo, príncipe de Hieróptolis, iba con la caravana sagrada. Los más avezados aseguraban que no era normal un tiempo tan malo. Habían partido a principios del verano, pero en las tundras que cruzaron no había llegado el deshielo. Y cuando por fin se acercaban a las tierras del Sur con la esperanza de ver de nuevo el sol, el invierno se adelantó con una fuerte ventisca.

—Cuando alcancemos el Istro será diferente —le decía Pagaso, el hiperbóreo—. Allí volverás a ver flores y campos verdes.

Pero habían llegado al Istro y nada era diferente. Tras seguir el curso de un afluente por un estrecho desfiladero, se encontraron por fin ante el gran río. Dos mil codos más allá, cruzando aquella corriente tan ancha como un pequeño mar, la otra orilla se erguía escarpada. Y, como se temía Catreo, cubierta de nieve.

—Ya casi da igual —se resignó—. Pronto llegaremos a Tesalia.

En el punto donde el río tributario confluía con el Istro se levantaba una pequeña ciudad amurallada llamada Ursua. Era un lugar de paso, en el que aparte de los moradores habituales, campesinos y pescadores sedentarios, podía verse a una abigarrada multitud de bárbaros nómadas: amazonas, escitas, sármatas, getas, medos, e incluso algún que otro cimerio, con sus largas trenzas y sus collares fabricados de huesos humanos.

Desde allí, los miembros de la caravana cruzaron al otro lado del río en bateas y transbordadores. Los soldados que la escoltaban, trescientos soldados tesalios, querían quedarse al menos un par de días, disfrutando de las tabernas y los burdeles de la ciudad, pero los jefes de la expedición, Polipetes y Doro, se habían negado.

—No podemos entretenernos —había dicho Polipetes, que, al igual que Doro, llevaba en sus venas dos cuartos de sangre divina por parte de su padre Apolo—. No es normal que haga tanto frío a estas alturas del año. Tenemos que llegar a Macedonia y al Olimpo cuanto antes. Si no, las nieves nos retrasarán y nos quedaremos sin provisiones. Y aún nos quedan cerca de tres mil estadios.

El cruce del Istro les había llevado un día entero, de modo que al caer la noche acamparon a poca distancia del río, sobre una altura desde la que se dominaba el meandro. A partir de allí les aguardaba un paisaje sembrado de pequeñas elevaciones y gargantas boscosas.

Por la mañana, mientras recogían el campamento, Pagaso, el sacerdote hiperbóreo, mató un cordero que habían comprado en Ursa y, antes de cocinarlo, escrutó sus entrañas.

—¿Qué ves? —le preguntó Carreo.

—Malos presagios. Mira aquí —le dijo, señalando lo que a Carreo se le antojaba un vulgar trozo de hígado sanguinolento—. El camino que tenemos delante no es seguro. Deberíamos esperar o desviarnos.

—No podemos hacerlo —dijo Polipetes.

Carreo dio un respingo, sobresaltado. No había oído llegar al semidiós. Al igual que su hermano Doro, se movía con una gracilidad casi sobrenatural. Los dos eran rubios, tenían los ojos tan grandes y azules como su padre y eran casi tan certeros como él con el arco. Ahora, Polipetes dejó caer junto a la hoguera los cuerpos de cuatro conejos.

—¿Por qué no? —preguntó Carreo. Él estaba al mando del contingente tesalio, pero quienes tomaban las decisiones eran los hijos de Apolo.

—Mirad esas nubes —dijo Polipetes, señalando al cielo. Un velo plomizo cubría el cielo de horizonte a horizonte. El sol brillaba acuoso a través de aquella mortaja—. Son nubes de nieve. Antes de mediodía empezarán a descargar.

—¿Y si cambiamos el camino? Así burlaríamos a las Moiras —sugirió Carreo.

—No deberías hablar así. No se puede burlar a las Moiras —repuso el sacerdote.

—Sólo hay un camino posible —dijo Polipetes—. Directos hasta el próximo recodo del río. Aquí el Istro forma una especie de lazada, así que sólo nos queda esa salida —añadió, señalando hacia el sur.

Comieron carne a la brasa, pan y vino. Los tesalios, como buenos helenos, no solían desayunar fuerte. Pero en aquel viaje de ida y vuelta al extremo del mundo, Carreo había aprendido que una comida abundante y caliente al empezar el día era la única forma de asegurar una jornada sin sufrir desfallecimientos ni dedos congelados. Después, organizaron la caravana como todas las mañanas y se pusieron en marcha.

Nadie se había atrevido jamás a atacar la caravana sagrada. Sobre el primer carromato ondeaba un gran estandarte negro con un rayo bordado en oro: el símbolo de Zeus, que protegía la expedición. Pues no sólo transportaban los valiosos productos del Septentrión (oro en polvo, joyas de ámbar, colmillos de morsa, pieles de foca y de oso blanco), sino, sobre todo, los tres carros con los objetos sagrados, presentes de los hiperbóreos para los dioses olímpicos. Dentro de grandes embalajes de madera rellenos de paja de trigo viajaban las tinajas que contenían los componentes de la ambrosía. Las más valiosas eran las que guardaban las manzanas de las Hespérides. Según Pagaso el hiperbóreo, aunque se necesitaban más ingredientes para fabricar la ambrosía, el secreto de la eterna juventud de los dioses radicaba en esas manzanas de oro. Un cargamento tan valioso que las vidas de todos los que lo custodiaban no habrían bastado para compensar la décima parte de su pérdida. Pero hasta los bárbaros cimerios, los más salvajes y necios de los hombres, sabían que si alguno de ellos osaba asaltar el convoy, los olímpicos los exterminarían primero a ellos, después a sus familias y por último a todo su pueblo.

Caminaron durante toda la mañana. Por delante marchaban unos cuarenta escaramuceros armados de hondas, arcos y flechas. Rodeando al convoy desfilaban en dos largas columnas los hombres de infantería, protegidos con petos de cuero y discos de bronce, y armados con espadas y largas lanzas de fresno. Guiando los carros iban los seis hiperbóreos, entre ellos dos mujeres, Hipéroque y Laódice.

Casi a mediodía las nubes espesaron tanto que el sol se convirtió tan sólo en un vago resplandor, y empezó a nevar. Habían llegado a la vista del recodo del Istro, que giraba a su izquierda para dirigirse hacia el sur. Polipetes y Doro ordenaron hacer un alto y se alejaron hacia unas colinas que se elevaban a su derecha, pues la nieve había ocultado el sendero. Los demás los aguardaron en una explanada libre de árboles. Lo único que rompía la lisura del manto de nieve era un puñado de rocas grises que sobresalían del suelo como grandes jorobas.

Mientras los hombres bailaban y daban brincos en el terreno para no perder el calor de la marcha, Catreo se acercó al carro que abría la marcha. Sentada en el pescante viajaba una niña que aparentaba unos ocho años; demasiado pequeña, sin duda, para llevar las riendas y aún más para afrontar un viaje tan duro.

—¿Qué tal va, Laódice? ¿Tienes frío?

—No más que las últimas doscientas veces que me lo has preguntado —contestó ella, con una sonrisa maliciosa.

Catreo se ruborizó. Durante el viaje se había enamorado de Laódice. Si alguien le hubiera dicho en Hieróptolis que iba a obsesionarse por una cría de ocho años, lo habría tildado de loco. Pero Laódice era hiperbórea, y eso significaba que en realidad no tenía ocho años, sino unos cuantos centenares más. Como don de los dioses, los habitantes de aquel pequeño paraíso apartado en los confines del mundo poseían una extraña forma de inmortalidad, envejecían hasta los setenta años y, entonces, cuando empezaban los peores achaques de ancianidad, rejuvenecían de nuevo y sus vidas transcurrían como una clepsidra que ganara agua en lugar de soltarla. Al final se convertían en lactantes, y cuando llegaba el momento de regresar al seno de sus madres empezaban un nuevo ciclo de envejecimiento. Pero durante todo ese tiempo sus mentes seguían siendo las de hiperbóreos adultos, con la experiencia de un centenar de vidas humanas.

Poco después de salir de Hiperbórea, Catreo le había preguntado a Laódice si se encontraba en la fase de rejuvenecimiento o envejecimiento.

—¿Por qué quieres saberlo? —dijo ella, con una carcajada.

Para calcular si tengo que esperar veintiséis años a que crezcas, o sólo diez, pensó, pero no se atrevió a decirlo.

—Simple curiosidad —había sido su respuesta.

 

 

Ahora, Catreo se quedó embelesado contemplando la sonrisa de Laódice. Parecía mentira que alguien a quien se le formaban unos hoyuelos tan adorables en las mejillas hubiera vivido muchas más vidas que él.

—¡Alerta! ¡Nos atacan!

Catreo apartó la mirada de Laódice, y al hacerlo vio algo imposible. Las piedras que hasta ese momento estaban hundidas en la nieve acababan de cobrar vida para convertirse en gigantes altos como robles, con las pieles grises y rocosas y los rostros bestiales contraídos en una mueca de odio. Los había por todas partes, rodeando a la caravana, y también en el mismo centro de la formación. Carreo desenvainó su espada y empezó a gritar órdenes.

—¡Defended los carros! ¡Avisad a los hijos de Apolo!

Era difícil saber cuántos eran los gigantes; tal vez diez, tal vez veinte. Los soldados intentaron formar filas alrededor de los carros y defenderlos a punta de lanza. Pero no resistieron ni la primera embestida. Los más pequeños de entre los gigantes eran el doble de altos que los humanos, y también había entre ellos cuatro o cinco que superaban de largo los diez codos y cuyas manos rocosas aplastaban todo aquello sobre lo que caían.

Ensordecido por los gritos de dolor y agonía de los soldados tesalios, los relinchos de los caballos despedazados y los rugidos de los gigantes, Carreo renunció a dar órdenes. Rotas las filas, los soldados de infantería intentaban escurrirse entre las piernas de los asaltantes para esquivar sus puñetazos y clavarles las lanzas. Algunos lo conseguían, pero aun hincándoles un palmo de metal entre los pliegues de sus gruesos pellejos, sólo conseguían irritarlos más. Los gigantes se agachaban, levantaban en alto a los infortunados soldados y los destripaban entre los dedos, o les arrancaban brazos y piernas y les masticaban la cabeza con sus dientes de pedernal.

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