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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (3 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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Los batientes se abrieron hacia dentro. Ocho soldados les salieron al paso. Tres de ellos portaban en sus escudos el emblema de la cabra, y sus yelmos estaban fabricados con pieles y cuernos de ese animal. El oficial que mandaba la guardia, sin embargo, era lobo, como los otros cuatro guerreros.

—¿Qué pretendéis encontrar el palacio del rey Licaón?

—Lo que cualquier viajero puede pedir en una noche como ésta —contestó Cileno—. La hospitalidad de Zeus Xenio.

—Mi padre no reconoce a Zeus como soberano. Él es hijo de Melibea, hija del titán Océano, y sólo rinde culto a los titanes y no a esa patulea de usurpadores que se dicen olímpicos. No le debe hospitalidad a nadie. Volveos con viento fresco si no queréis que os despeñemos sendero abajo.

Cileno abrió la bolsa y sacó la lira. Sus dedos corrieron por las cuerdas tañendo una melodía seductora.

—Tu rey tal vez no cultive la hospitalidad de Zeus, pero sin duda no desprecia las artes de las Musas —dijo con una sonrisa.

Bajo los colmillos de lobo, el oficial apretó los ojos, como si pensar fuera para él un esfuerzo desusado.

—Está bien —rezongó—. Podéis pasar. ¡Pero no se te ocurra cantar aquí himnos sobre los olímpicos!

Un hombre-cabra que atendía al nombre de Egandro los guió hacia el palacio. Caminaron un trecho por la ciudadela, entre casas de piedra. No tardaron en llegar al palacio, un edificio empotrado en la masa rocosa de la montaña. Allí tuvieron que rendir cuentas a otros cuatro guardias, que les flanquearon el paso ante las explicaciones de Egandro. Por fin, tras cruzar un angosto corredor, entraron en la gran sala del rey Licaón.

La estancia estaba a medias construida y a medias excavada. El primer tramo, cubierto por un artesonado de madera, estaba decorado con toscas pinturas que imitaban el alegre estilo cretense. Más allá, las paredes y el techo habían sido cincelados a partir de la roca viva. En el centro de la estancia había una larga mesa, bien surtida de grandes porciones de carne asada y ya trinchada, quesos de cabra y hogazas de pan. Pocos manjares había allí del reino de Deméter, sino más bien de los dominios de la carnívora Artemis.

Sentados en largos bancos de madera cenaban los comensales del rey Licaón. Muchos de sus hijos debían estar allí, aunque no todos, pues se decía que Licaón había engendrado más de cincuenta. A la derecha del rey se sentaba un hombre vestido con una túnica roja, tan grueso que la papada le asomaba por debajo de la barba. Egandro les explicó que se trataba del invitado de honor, Melandro, un noble de Beocia. Repartidos entre los hijos de Licaón estaban los demás beocios de su séquito.

El propio rey presidía la mesa, en una silla cuyas patas imitaban las garras de un lobo. Era un hombre delgado, de pómulos altos y picudos, y ojos rasgados y algo estrábicos. Cileno le calculó entre cincuenta y sesenta años, bien conservados. Al contrario que los demás, que vestían túnicas de lana o corazas de lino prensado, él se cubría con pieles negras. Sus orejas estaban taladradas por sendos dientes de lobo, y se había tallado su propia dentadura para que todas las piezas parecieran colmillos aguzados.

Egandro llevó a Cileno y al viejo a un rincón algo más oscuro, bajo el techo excavado en la roca, y les indicó que se sentaran en el suelo.

—¿Qué me traes aquí, Egandro? —preguntó Licaón, Con voz rasposa como tierra pisada.

—El joven dice que toca la lira y que canta, señor —contestó el hombre-cabra.

El rey se limpió los dedos en un mendrugo de pan que luego arrojó a los recién llegados. Cileno lo cogió al vuelo, hizo una graciosa reverencia y aprovechó para tirar el pan a su espalda.

—Puedes tañer tu lira, joven de los grandes ojos —dijo Licaón—. Pero no cantes hasta que yo te lo diga. La conversación está animada esta noche.

Una esclava les puso en el suelo un plato de madera con lentejas frías y una jarra de vino agrio mezclado con agua.

—Así que ésta es la afamada hospitalidad de Licaón —sentenció el viejo, que esta vez no se molestó en probar la comida.

Cileno pulsó las cuerdas de la lira mientras contemplaba a los comensales. Allí reinaban aromas más variados que en la taberna: no sólo olía a sudor y a lana mojada, sino también a carne asada, madera aromática y aceite caliente. Y a sangre.

Al otro lado de la mesa se levantaba un biombo de piel de vaca que dejaba traslucir el fuego que ardía detrás. Las esclavas que servían el banquete no hacían más que entrar y salir de detrás del bastidor para cortar pedazos de carne y servirla en las bandejas. Llevaban peplos cortos sin costuras, por lo que cada vez que se movían o se inclinaban para servir enseñaban los pechos o las caderas desnudas. Los más borrachos de los comensales, y en particular los invitados beocios, aprovechaban para acariciarlas al menor descuido, pero el banquete aún no había degenerado en orgía.

La conversación versaba sobre un tema del que los hombres nunca parecían aburrirse: cualquier tiempo pasado fue mejor. El que estaba hablando era Socleo, uno de los hijos del rey, un joven robusto cuyos rizos brillaban con el color del bronce viejo.

—Cuando reinaba Cronos —dijo en tono declamatorio con su cerrado acento arcadio— hubo una raza de hombres de oro. Vivían como los dioses, sin enfermedades ni trabajos. Se pasaban el día cazando y la noche comiendo, bebiendo y fornicando.

—¡Eso era vida! —saltó alguien.

—No envejecían —prosiguió Socleo—, sino que, cuando les llegaba la hora, se dormían y ya no despertaban. En aquella época nadie profanaba la tierra con el arado. Pero no era necesario, pues Gea aún se sentía benévola y ofrecía a los hombres sus frutos por su propia voluntad.

—Ya conozco esta patraña —masculló el viejo bajo su sombrero. Cileno se volvió hacia él—. Ahora dirá que después, mientras Cronos se dedicaba a devorar a sus hijos para evitar que rivalizaran con él, aparecieron los hombres de plata, que vivían cien años y nunca...

—...maduraban —prosiguió Socleo—. Y tras los hombres de plata, cuando Zeus expulsó al legítimo señor de los cielos y encerró a los titanes en el Tártaro infernal, surgió la tercera raza de mortales, la que vive ahora. Los hombres de bronce, guerreros de corazón implacable. Cuando mueren, sus almas viajan a la lóbrega mansión de Hades, donde arrastran una existencia miserable. Pero no es mucho mejor la vida que llevan antes de morir. Pues Gea, que está irritada desde que el advenedizo Zeus se convirtió en soberano, ya no entrega su sustento con tanta generosidad, y ahora tienen que doblar el lomo para arrancárselo.

El viejo gruñó entre dientes. Cileno le apretó el hombro para apaciguarlo.

—¡Pero se avecinan tiempos aún peores! —Socleo hizo una pausa dramática y prosiguió—: A los hombres de bronce los sustituirá una raza aún más infame. ¡Los hombres de hierro! La mentira, la codicia, la impiedad y la lujuria reinarán en el mundo. El hijo pegará al padre, la mujer desobedecerá al marido, el hermano será infiel con la esposa de su hermano, los más...

—¡Oh, noble Socleo, perdona mi descortesía si te interrumpo! —intervino Melandro, el invitado beocio—. Tu discurso es tan tétrico como los cuentos con los que se amenaza a los niños para que no escapen de la cuna.

Socleo apoyó las manos sobre la mesa y miró a su interlocutor con el ceño fruncido.

—¿Insinúas que lo mío son cuentos de viejas?

—Sin duda no eres una vieja, mi bello Socleo —repuso Melandro, entornando sus gruesos párpados—. Sólo digo que tus temores por el futuro son exagerados.

—¿Exagerados? ¡Mira a tu alrededor! El último invierno fue terrible. Si después hubo primavera o verano, házmelo saber, porque ni yo ni los pastores de mi predio llegamos a enterarnos. Y el invierno que se avecina promete ser aún peor. ¡Gea está irritada con nosotros y acabaremos pagando por ello! Si tú no te enteras, odre de vino, es porque la bebida ha puesto una nube en tus ojos.

—¡Socleo!

La voz del rey reverberó en todos los rincones de la sala. Los comensales se callaron; las esclavas se pusieron firmes, temerosas de que cualquier movimiento pudiera contrariar al soberano; y el propio Socleo se enderezó y apartó las manos de la mesa.

—Padre...

—No ofendas a nuestro invitado —dijo Licaón—. ¡No quiero que el noble Melandro vuelva a Tebas quejándose de la hospitalidad del rey Licaón!

Melandro sonrió beatífico, mientras su mano chorreante de grasa acariciaba el muslo de una esclava que soportaba impávida el manoseo.

—Sólo puedo tener loores para tu hospitalidad, ¡oh, magnífico Licaón! Tu joven e impetuoso hijo no me ha ofendido. Sin embargo, no puedo estar conforme con lo que dice.

—¿No? —preguntó Licaón, acariciándose con la lengua los puntiagudos dientes—. ¿Tú no crees que se avecinan tiempos oscuros?

—Si me permites decirlo, todo lo contrario, ¡oh, rey! Ni creo que el pasado fuera tan brillante como nos lo ha pintado la elocuencia de tu hijo, ni que el futuro se presente tan tenebroso. Tal vez la madre Gea se haya vuelto más cicatera con sus frutos, pero a cambio los hombres hemos aprendido artimañas. Hace tiempo que, en vez de conformarnos con lo que cae de los árboles, rasgamos el suelo con la reja del arado para extraer nuestro sustento y taladramos la tierra con nuestras galerías para arrancarle a Gea el cobre, el estaño, el oro y la plata. ¡Y también el hierro al que tanto parece temer tu hijo! Mira esta arma.

Melandro se puso en pie y, con gesto orgulloso, desenvainó su espada. Licaón frunció el ceño al verla.

—¿Quieres decir que esa arma ha sido fabricada con hierro extraído de la tierra?

—Así es, ¡oh, rey! Esta espada salió de un lingote del mejor metal de Tracia, país favorito de Ares, el dios de la guerra.

Licaón le hizo un gesto a otro de sus hijos, sentado casi en el otro extremo de la mesa. Cileno lo reconoció. Fineo, aunque se había quitado la piel de lobo con la que irrumpiera en la taberna, seguía llevando sobre la túnica la coraza de bronce. El hombre-lobo se puso en pie, caminó hasta su padre y le tendió su propia espada. Licaón la sacó de la vaina de cuero y la mostró en alto.

—Esta espada está forjada en hierro, sí. Pero en el único que es lícito fundir. Hierro de un meteorito. El metal sagrado que el gran Urano, dios del cielo estrellado, se digna regalarnos de cuando en cuando. —Licaón se volvió hacia Melandro y separó los labios, descubriendo sus dientes de depredador—. Has cometido una impiedad al atreverte a traer a mi morada hierro arrancado a nuestra madre Gea contra su voluntad. El hierro es el corazón de la Tierra, la sangre de sus venas. ¡Extraerlo es un sacrilegio y fundirlo una abominación!

Melandro palideció.

—Lo lamento, ¡oh, rey! No pretendía ofenderte. Te ruego que disculpes mi ignorancia de tus reglas...

—¡No son mis reglas, sino las de Gea! —Licaón se puso en pie—. ¡Son las reglas tradicionales, de cuando se respetaba a los dioses! ¡Cuando se les ofrecía lo que de verdad les complace!

Licaón derribó el biombo. Allí, ensartados en espetones, se asaban sobre las brasas dos corderos y dos cochinillos. Pero junto a ellos se veían los cuerpecillos de tres bebés. De dos de ellos apenas quedaban más que los huesos. Al tercero sólo le habían quitado la piel y parte de un muslo, y gotas de grasa chorreaban de su cuerpo. Cileno intuyó que aquél era el infortunado hijo de Dada.

—Así es como se honra a los dioses —dijo Licaón—. Ofreciéndoles lo que nos es más querido. ¡La sangre y la carne de nuestros primogénitos!

Melandro contempló la bandeja que tenía ante él y comprendió con horror de dónde habían salidos las tajadas que le habían servido como un honor especial. Retrocedió, y al hacerlo tropezó con el banco y cayó con las piernas en alto. Por toda la mesa sonaron carcajadas, salvo en los miembros del cortejo de Melandro, que entre vómitos y gemidos trataban de apartarse de aquel impío festín. Licaón, todavía con la espada de su hijo Fineo en la mano, se acercó a Melandro, lo agarró por el cabello y lo levantó con una fuerza insospechada en alguien tan enjuto.

—¡Tu carne servirá para agasajar a mi siguiente invitado, barril de sebo! —exclamó—. ¿No te gusta tanto el hierro? ¡Tómalo!

Licaón golpeó a Melandro en el cuello. El tajo no fue lo bastante fuerte y la espada se quedó enganchada en el hueso. Un borbotón de sangre saltó sobre la mesa. De nuevo sonaron carcajadas y también gritos de horror. Un joven beocio se abalanzó hacia Melandro, echando mano a su espada mientras gritaba «¡Padre!». Pero los hijos de Licaón lo derribaron y empezaron a clavarle sus armas.

—¡Llevaos al gordo! —ordenó Licaón—. La mitad a las brasas y la otra mitad al caldero. ¡Si es que cabe!

Los demás miembros del cortejo beocio habían echado mano de sus armas para defenderse, pero la mayoría estaban tan borrachos que se desplomaron a la primera finta. Mientras, las esclavas huían de la sala con grititos de ninfas. Cileno oyó un bufido y se volvió hacia su padre, que había decidido incorporarse.

—Es más que suficiente —dijo.

El viejo se acercó a la mesa, donde algunos se dedicaban a acuchillar a los beocios y otros andaban destazando con hachas el cadáver de Melandro. Mientras caminaba, se fue enderezando, y fue como si creciera dos cabezas de golpe. Se quitó el sombrero y dejó caer la capa de viaje a los pies. Debajo vestía una túnica azul ceñida a la cintura, que marcaba unos hombros tan anchos como los de una pintura de Cnossos. Los ojos le brillaban de cólera cuando levantó el brazo derecho.

Todos en la sala, beocios, esclavas y arcadios, se quedaron callados al ver cómo el viejo mendigo se había convertido en un coloso de cuatro codos de altura cuyos abultados músculos temblaban de ira. A partir del codo derecho, sus venas y tendones eran plateados, como alambres que corrían cruzándose hasta la punta de los dedos. Ahora empezaron a brillar como metal incandescente, y entre los dedos vueltos hacia el techo saltaron chispas blancas y azuladas.

—¡Insensatos! —rugió con una voz que hizo retemblar las paredes de la sala—. ¡Os habéis atrevido a burlaros de la hospitalidad, la más sagrada de mis normas, sirviendo un impío banquete de carne humana! ¡Sois bestias salvajes, y como bestias os voy a exterminar!

Las chispas de su mano se habían fundido en una única bola de luz. El viejo que había dejado de ser un viejo abrió los dedos y de ellos partió un rayo que alcanzó a Socleo en el pecho. Las centellas bailaron por su coraza, y mientras el joven se sacudía como un coribante poseso, siguieron su camino, saltaron a las copas de metal y de ahí a las manos de todos los que andaban cerca de la mesa.

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