—¡Probad el rayo de aquel a quien osáis llamar el Usurpador!
El picante aroma de la tormenta era tan intenso que anulaba todos los demás olores. El hombre o dios siguió caminando despacio hacia Licaón, mientras su mano derecha se mantenía en alto y enviaba zarcillos eléctricos que derribaban a izquierda y derecha a todos los que intentaban huir. Sus rayos sólo respetaban al rey, quien le aguardaba con veneno en los ojos, las piernas flexionadas y la espada lista para golpear.
Cileno aún no se había movido, contentándose con presenciar la ira de su padre. Una voz lo sacó de su inacción:
—¿Quién demonios eres?
Cileno se volvió a su izquierda. Egandro, el hombre-cabra, le dirigía la punta broncínea de su lanza, dudando si atacarle o no. Cileno dejó caer la clámide y sacó el caduceo de su cinturón. Los ojos de la serpiente tallada relucieron, rojos como ascuas, la boca siseó y de ella brotó un chorro de líquido que alcanzó a Egandro en la cara. El hombre-cabra retrocedió y tropezó con una tinaja.
—¡Mis ojos! —aulló, retorciéndose en el suelo.
—¿Que quién soy yo, preguntas? —dijo el joven, con una sonrisa burlona—. Tan sólo otro de los usurpadores.
Sus ojos barrieron el lugar. Mientras su padre se encargaba de Licaón, en el otro extremo de la sala Fineo trataba de huir empujando a unas esclavas que se apelotonaban en la puerta. Aunque estaba a casi treinta pasos, Cileno recorrió esa distancia tan veloz como un reflejo de luz y se materializó frente a Fineo. El hombre-lobo frunció las cejas un segundo, pero en seguida reaccionó y trató de clavarle una daga. El joven desvió su golpe con un simple gesto de la muñeca y lo derribó zancadilleándole el tobillo derecho. Cuando Fineo cayó de espaldas, Cileno le clavó en el pecho el regatón de la vara, atravesando la coraza de bronce como si fuera una túnica de lana.
—Yo mismo recogeré tu espíritu y lo llevaré al infierno, hombre-lobo —le dijo—. Pues has tenido el honor de morir a manos de Hermes, hijo de Zeus y Maya, el escolta de las almas.
El joven removió una sola vez el caduceo, y Fineo dejó de agitarse.
Una vez despojado de su molesto disfraz, Hermes, por otro nombre Cileno, se permitió el placer de actuar. Sus pies alados lo llevaron por la sala, hiriendo aquí y allá a aquellos hijos de Licaón que, alcanzados tan sólo de refilón por las chispas, se tambaleaban hacia la salida. Tan rápido se desplazaba que para sus enemigos no era sino un borrón rojizo que de pronto se materializaba en la forma de un joven sonriente, justo antes de golpear.
El padre de Hermes ya estaba a dos pasos de Licaón. El rey-lobo le tiró un tajo al costado. El dios se limitó a interponer el antebrazo derecho y la hoja de hierro sidéreo se quebró contra él con un tañido metálico. Después empujó a Licaón, lo derribó de espaldas y le pisó el pecho. Licaón le agarró el pie con ambas manos e intentó levantarlo. Pero, aunque era un hombre muy fuerte, no consiguió moverlo ni un ápice. Pues la carne y los huesos del ser que le estaba aplastando eran tan densos que pesaban tres veces lo que correspondería a un hombre de su estatura.
—Eres un renegado, Licaón —susurró el dios, mientras las costillas del rey empezaban a crujir bajo su pie descalzo—. Te haces llamar descendiente de los titanes, pero olvidas que tu padre Pelasgo era mi hijo. ¡Tú, sabandija, eres el nieto de Zeus!
—¡Reniego de ti y de tu sangre, maldito!
El dios apretó más. El crujido se convirtió en un seco restallido de huesos tronchándose y manó sangre de la boca y las narices de Licaón.
—Tu muerte servirá de escarmiento a quienes creen que pueden violar las leyes de Zeus el Olímpico. ¿Unas últimas palabras, hombre-lobo?
—Sí —jadeó Licaón, con los pulmones encharcados de sangre—. Yo te maldigo, hijo de Cronos. Predigo el fin de tu tiranía. ¡Antes de que se cumpla una luna tu reinado sólo será un recuerdo, advenedizo!
Zeus apretó los dientes, furioso, y perdió el control de sus fuerzas. Su pie terminó de aplastar las costillas de Licaón con un espantoso crujido. Después levantó la mano en el aire y la hizo girar. Las chispas formaron un torbellino entre sus dedos, que aceleró su giro y creció hasta que, tal vez cincuenta latidos después, una bola cegadora partió silbando de sus dedos y abrió en el artesonado del techo un gran agujero por el que se coló el aullido del viento de la noche.
—Y yo te predigo esto, hijo de Pelasgo —dijo, volviendo la mirada al cadáver cuya sangre le empapaba el pie—. Nadie recordará que aquí existió esta guarida de lobos, porque yo mismo, Zeus el señor de los cielos, voy a asegurarme de que no quede aquí piedra sobre piedra.
Durante toda la noche él y su hijo Hermes se dedicaron a arrasar el castillo. Pero cuando invocó a su carro de corceles alados para regresar al Olimpo, Zeus recordó las palabras de Licaón y frunció el ceño. La bravata no le habría preocupado de no ser por el plazo tan preciso que le había puesto. Antes de que se cumpla una luna.
Cuando Ganímedes, copero de los dioses, despertó, un rayo de luz entraba por la ventana, pese a que no estaba abierta; pues la cubría un cristal de transparencia perfecta, un lujo que nadie poseía en los reinos de los hombres. El joven se levantó desnudo, con cuidado de no despertar a la diosa que dormía a su lado. Pegó la nariz a la ventana y contempló el exterior. La alcoba se asomaba a un acantilado tan escarpado que desde dentro parecía estar suspendida en el vacío. Más abajo se veía el mar de nubes que separaba la cima del Olimpo de su base. A lo lejos, donde terminaban las nubes, se divisaba la amplia llanura de Tesalia, y a la izquierda el mar Egeo. El día debía haber amanecido frío, pues el aire era tan diáfano que incluso se vislumbraba el cabo Artemisión, el extremo norte de la isla de Eubea, a más de seiscientos estadios
2
. Pero no tan diáfano que la vista pudiera alcanzar Troya, la ciudad donde había nacido. Ganímedes, medio drogado por la ambrosia y la cercanía de los dioses, había perdido la cuenta de los años que llevaba en el Olimpo. ¿Veinte, treinta, cuarenta? ¿Tal vez más?
Aún conservaba fresco el recuerdo del día en que había salido a cazar con su hermano Ilo y sus sirvientes. Cruzaron la llanura del Escamandro en carros de guerra y al segundo día los dejaron junto a las faldas del monte Ida para seguir a pie. Fue allí donde apareció su destino, en la forma de un ciervo casi albino con una cornamenta de más de dos codos. Ganímedes arrancó a correr tras él montaña arriba. Sus piernas incansables lo alejaron de Ilo y de los criados. Vadeó a la carrera las aguas del río Cebreno y siguió trepando, ajeno a los gritos que dejaba a su espalda. Tenía quince años, era ágil como un gato y resistente como un perdiguero.
Al llegar a un claro entre la fronda, el ciervo se le quedó mirando, y de pronto le sonrió con un gesto imposible y huyó entre los abetos. En el último recuerdo que Ganímedes guardaba del animal, sus ancas pardas se convertían en unas piernas morenas de mujer, apenas tapadas por un breve quitón. Con el tiempo, Ganímedes sospechó que era Enone, la ninfa del lugar; o incluso, aunque nunca se había atrevido a preguntárselo a ella, una de las grandes diosas, la propia Artemis.
Un instante después de que el ciervo se escabullera, la luz del sol se oscureció. Ganímedes oyó un fuerte batir de alas, y al levantar la mirada vio la sombra de un águila gigantesca que se cernía sobre él. Antes de que pudiera arrojarle la lanza, el ave lo aferró por los hombros y lo levantó en vilo. Ganímedes, aunque había escuchado relatos de águilas que raptaban a bebés de sus cunas, nunca había imaginado que existiera un ave capaz de cargar a un hombre casi adulto. Pero así fue, pues Macropis, el ave de Zeus, desplegaba casi veinte codos de envergadura.
Ganímedes aún recordaba el terror de aquel viaje. Con los hombros taladrados por las uñas de la rapaz, helado por el viento de las alturas y afónico de tanto gritar, vio desfilar bajo sus pies Troya, que desde las alturas se le antojó pequeña como una aldea de hormigas. Después sobrevoló el mar y las anfractuosas costas de la isla de Lemnos; dejó a su derecha el promontorio del monte Atos, siempre envuelto en negras tormentas, y desde allí, a casi setecientos estadios de distancia, tuvo su primera visión de una montaña que sobresalía sobre una corona de nubes y trepaba hacia el cielo hasta una altura imposible.
El monte Olimpo. El lugar que había sido su hogar desde entonces.
Al recordar aquello, Ganímedes se tocó los hombros, aunque ya ni siquiera le quedaban cicatrices. No había tenido más visión del exterior del Olimpo que aquella tan lejana, pues se desmayó de frío y dolor mucho antes de llegar. Cuando despertó, le estaba curando las heridas un hombre alto, de cabellos dorados y mirada melancólica, tan bello y resplandeciente que el propio Ganímedes, conocido por ser el muchacho más guapo de toda Frigia, se sintió sucio y feo a su lado. No tardó en saber que aquél era Apolo, y que el bálsamo con que le estaba untando los hombros tenía como principal ingrediente la ambrosía.
Ambrosía. La droga de los dioses. La misma que lo mantenía casi tan joven como aquel día y que había acrecentado su belleza natural hasta que él mismo casi parecía un dios. Por dos veces casi. Pues ahora Ganímedes podría pasar por un hombre de veinte años, mas no por un efebo de quince; y aunque los visitantes del Olimpo alababan su apostura, todo aquel que lo veía por primera vez se daba cuenta de que él no era un inmortal.
Ganímedes se volvió hacia el lecho. Jamás había visto uno tan lujoso en el palacio de su padre Tros, pese a que la diosa que dormía en él era la más austera del Olimpo. El enorme colchón, relleno de plumas de faisán, se sustentaba sobre una sólida armazón de bronce. Ganímedes se acercó de puntillas y tiró de la sábana, que era de seda, un tejido resbaladizo y mucho más suave que el lino con el que se tejían las túnicas de los nobles troyanos. Después se sentó a los pies de la cama y contempló a la diosa.
El único vello que se apreciaba en su cuerpo era una pelusilla rubia corta y suave que sólo se adivinaba bajo el roce oblicuo de los rayos del sol. Incluso en el pubis no se veía más que una fina línea, en lugar del tupido triángulo que lucían las mujeres mortales. (Él lo sabía bien, pues de niño había visto a menudo a su hermana Cleopatra bañándose con otras mujeres de palacio.) Y la piel... La piel era como alabastro, con una especie de luz interior, pero más caliente al tacto. Asclepio, el médico de los dioses, un semimortal como él, le había explicado que esa opalescencia se debía a que el icor, la sangre de los dioses, no era roja, sino entre blanca y rosada, como el mármol del Ática.
Cuando admiraba la belleza de los inmortales y la perfecta proporción de sus miembros, Ganímedes solía preguntarse por qué Zeus había querido tenerlo a su lado. A él mismo se le ocurría una respuesta, no demasiado halagüeña: los dioses se encariñaban de los mortales como éstos hacían a su vez con los perros, los gatos y los monitos de Libia. Zeus lo había utilizado como juguete sexual una sola vez, cuando Apolo le curó las heridas. Después debió aburrirse de aquella única aventura con un efebo y no volvió a llamarle a su alcoba.
Por suerte para Ganímedes. El sexo con las divinidades siempre mezclaba el goce con el dolor. Una de las razones era que los inmortales, aunque se movían ligeros como felinos, pesaban mucho más que los humanos corrientes. A veces, aunque la ambrosía fortalecía su cuerpo, Ganímedes se había sentido morir bajo el peso de Afrodita; sobre todo cuando la diosa del amor, que era quien más recurría a los servicios del copero celeste, se ponía ardiente. En el caso de su única experiencia con Zeus, aunque el rey de los dioses procuró ser suave y atento con Ganímedes, hubo más de dolor que de placer, e incluso el segundo había sido tan extremo que se había confundido con el primero.
La diosa que ahora dormía había resultado ser una amante más delicada que Afrodita, Iris o Hebe, aunque las superaba por mucho en fuerza física. Tal vez por eso, la noche anterior, después de terminar el primer asalto amoroso, Ganimedes se había atrevido a preguntarle:
—¿Por qué has querido estar conmigo?
Recostada, ella le había mirado a la luz de la luna llena.
—No lo sé. A veces prefiero no estar con los demás dioses. Vosotros, los humanos, tenéis un don.
—¿Un don? ¿Qué podemos poseer los humanos que os falte a vosotros?
Ella se acercó aún más, hasta que sus pechos se aplastaron contra el brazo de Ganimedes, y le susurró al oído:
—La muerte...
—¿La muerte es un don?
—Hay que elegir entre la muerte o la locura —dijo ella, pero luego volvió a acariciarlo y no llegó a explicarle el significado de aquel enigma.
Ahora la diosa despertó y abrió los ojos. Sus ojos eran lo que más llamaba la atención de su rostro. Grandes y grises, de un gris acerado y profundo como el mar bajo un cielo lluvioso. Bajo ellos, la nariz corría fina y larga hasta los labios carnosos, que ella tendía a apretar como si quisiera despojarlos de sensualidad. Tenía una media melena negra, con reflejos cobrizos, y las manos más hermosas que Ganimedes hubiera visto, exceptuando las de Apolo.
—¿Por qué estoy desnuda? —preguntó. Su voz sonaba limpia, no tenía lagañas en los ojos, y Ganimedes sabía que si se acercaba a ella, su aliento olería a ambrosía, pues los dioses pasaban del sueño a la vigilia sin las pequeñas miserias mortales.
—Te has destapado sola —dijo Ganimedes, ruborizándose.
La diosa sonrió. Había algo en su rostro, que tal vez fuera el color o el brillo de sus ojos: una inefable melancolía que teñía de tristeza incluso la más dulce de sus sonrisas.
—No mientas. Me estabas mirando...
La diosa se incorporó, rebuscó unas horquillas de marfil en una arqueta y se recogió el pelo. Al levantar los brazos, sus pechos se alzaron. No eran grandes, pero sí redondos y con los pezones altos y vivos. Ganímedes no podía apartar la vista de ellos. A su manera, esta diosa le parecía más bella que Afrodita. Su cuerpo reaccionó de nuevo, a pesar de que estaba dolorido.
—Vaya, vaya —dijo ella—. Parece que vuelves a estar pertrechado para el combate. Una lástima. No tengo tiempo.
—¿Por qué?
Ganímedes se arrepintió al instante. A los dioses no había que hacerles preguntas directas. Pero esta inmortal era más amable de lo habitual en su raza.
—Debo presentarme a la asamblea de los dioses. A mi altitonante padre no le gusta que nadie llegue después que él.