Señores del Olimpo (7 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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—¡Ie, íe, íe Peán!

Al oír el grito de guerra de Apolo, Carreo se volvió hacia el sur. Veloces como el viento, los hijos del dios se incorporaban a la refriega. Polipetes se plantó junto a Carreo y apuntó hacia un gigante que embestía contra ellos con los restos de un soldado repartidos entre ambas manos. El semidiós disparó la primera flecha, que se clavó en el ojo derecho de su enemigo, y un segundo después le hundió otra en el izquierdo. La colosal criatura gritó de furor y empezó a repartir golpes a su alrededor, hasta que uno de sus compañeros lo derribó de un empujón. Pero incluso al caer causó estragos entre los defensores humanos, pues la masa de su cuerpo aplastó a cuatro soldados.

Polipetes volvió a cargar el arco y se dispuso a atacar a otro gigante, pero una roca enorme cayó sobre su espalda. Carreo, al ver el tórax del hijo de Apolo sepultado bajo aquella piedra tan grande como un barril y tiñendo la nieve de una mezcla de icor y sangre, enloqueció de rabia y, recogiendo una lanza abandonada del suelo, cargó contra el gigante que había atacado a traición a Polipetes.

El primer golpe del coloso, casi un sopapo al desgaire, quebró el astil de fresno como si fuera un mondadientes. Catreo apenas vio venir el segundo, pues todo se convirtió en frías tinieblas. Lo último que creyó oír fue el grito desesperado de Laódice.

La asamblea Olímpica

Cuando Cronos se convirtió en el segundo soberano de los dioses, el Olimpo aún no era la montaña más alta del mundo. Pero desde su cumbre nevada se disfrutaban bellas vistas y además se hallaba a una distancia razonable de Delfos, donde moraba su madre Gea. Por eso a Cronos le agradó el lugar y construyó un palacio sobre su cumbre.

Obsesionado por superar a su padre, Zeus decidió levantar una mansión aún más espléndida y más alta que las cimas más elevadas de la Tierra, pues nada debía alzarse sobre su cabeza. Gea, encantada con su poderoso nieto, le permitió alguna excentricidad. Así, en un esfuerzo que hizo temblar la llanura de Tesalia y derribó las murallas de todas las ciudades en mil estadios a la redonda, ella misma creó en su seno una altísima columna de cuarzo blanco, anclada a las raíces más profundas de la propia tierra. Después la secretó como un monstruoso diente. La columna atravesó la cima del Olimpo y las propias nubes, y siguió ascendiendo hasta rozar el límite donde acababa el aire y empezaba el éter. Y Gea juró a su nieto que, por las mismas raíces de la Tierra y por la esencia del Caos, aquel pilar deslumbrante no se derrumbaría hasta el fin de los tiempos.

Allí, en la cima del lugar conocido entre los dioses simplemente como Pirgos, la Torre, Zeus construyó su palacio. Como albañiles y carpinteros recurrió a los gigantes, y los planos los dibujó Brontes, el más habilidoso de los cíclopes. Las obras se prolongaron durante una generación de mortales, pero el resultado complació de sobra a Zeus y maravilló a todas las deidades. Atravesando un anillo de nubes perennes, la masa cristalina de Pirgos surgía desde el corazón de la montaña y ascendía veinte mil codos, por encima de las más altas cimas de la tierra. La luz del sol le arrancaba destellos cambiantes según las horas del día, que a veces eran ebúrneos, otras azulinos y otras de un suave rosado que se volvía casi rojo al atardecer. Cerca de la cumbre, Pirgos se dividía en siete grandes columnas, conocidas como las Agujas. Seis de ellas formaban los ángulos de un hexágono, y en el centro de Este se alzaba la más elevada de todas, el Cranón, donde moraba el propio Zeus. Todas las Agujas estaban unidas entre sí y con el Cranón con puentes de piedra curvados que surcaban audaces el abismo, y sobre cada Aguja había mansiones construidas con maderas nobles y mármoles de todos los colores, y vergeles y jardines en los que crecían plantas traídas de los cuatro rincones del mundo. Allí arriba reinaba una temperatura suave, ya que se encontraban cerca del ardiente éter, una sustancia más sutil que el aire, que al amanecer se inflama, se pone al rojo vivo y en seguida se calienta tanto que, como el hierro en la fragua, adquiere el color azulado que predomina durante el día. También, al ser el éter más transparente que el aire, la atmósfera del Olimpo era mucho más límpida, de modo que por las noches los dioses podían admirar las estrellas no como débiles puntos blancos, sino como espléndidas joyas de colores encastradas en la bóveda broncínea de Urano.

Para viajar entre el Olimpo y la tierra, los grandes dioses y sus allegados utilizaban carros tirados por caballos alados, aves gigantescas, hipogrifos o animales aún más exóticos. Algunos, como Hermes o Apolo, que podían volar, lo hacían por sus propios medios. Pero existía otro camino que utilizaban las divinidades de la tierra y del mar cuando querían visitar a sus parientes olímpicos, o los escasos humanos que eran recibidos en las mansiones de los bienaventurados: el puente del Arco Iris. Aquel sendero, de veinte codos de ancho, partía de la gran roca conocida como Crépide, en la ciudad sagrada de Hieróptolis. Hieróptolis estaba construida sobre la falda oriental de la montaña y dominaba el paso de Tempe, entre el Olimpo y el mar. Allí moraban los Consagrados, guerreros descendientes de los curetes que protegieron a Zeus en su infancia. Ahora custodiaban las sólidas murallas de la ciudad y el acceso a la Crépide, y sólo permitían el paso a las divinidades y criaturas invitadas por el propio rey de los dioses.

Desde la Crépide, el sendero multicolor serpenteaba hacia las cumbres de la montaña, atravesaba el penacho de nubes, rodeaba Pirgos en un sinfín de vueltas y llegaba a la Aguja Sudeste, donde cruzaba por fin el umbral dorado de las puertas del Olimpo. Allí arriba, ante los batientes recubiertos con chapas de oro y marfil, montaba guardia Iris, hija de Taumante, que también era la mensajera de los grandes dioses; mientras que el acceso inferior lo custodiaban soldados escogidos de Hieróptolis. El puente del Arco Iris estaba dividido en dos senderos que corrían paralelos, separados tan sólo por un palmo de vacío. Mientras que el interior permanecía fijo, el exterior, gracias a una ingeniosa reforma de Hefesto, ascendía por sí solo hacia las alturas en un veloz movimiento perpetuo que ahorraba tiempo y fatigas a los visitantes. Por ese camino, protegido del viento, la nieve y el granizo del exterior por un hechizo del propio dios herrero, subían al Olimpo los hieródulos, moradores de Hieróptolis elegidos por los propios dioses para atender sus necesidades. A cambio, estos siervos sagrados recibían pequeñas dosis de ambrosía y vivían ciento veinte años sin apenas envejecer, y en vez de morir entre achaques y dolores como hubiera sido su
themis
, su destino natural, se quedaban dormidos un día para no despertar más.

Aún existía un tercer camino, un pozo que descendía por el interior del Cranón hasta el corazón de la propia montaña y más abajo, a las entrañas de la tierra. Normalmente sólo lo usaba Hefesto para bajar a la fragua donde todos los días trabajaba con los cíclopes fabricando armas y todo tipo de maravillas para los palacios de los dioses.

La morada de Atenea, la más austera entre las mansiones de los grandes dioses, se hallaba en la Aguja Sudeste. Para llegar al Cranón, la diosa cruzó un puente blanco de unos cincuenta pasos que surcaba el abismo en una grácil parábola. Frente a ella se alzaba el palacio de Zeus, una estilizada torre que subía cien codos sobre todos los demás edificios, coronado por la Atalaya, la alta torre desde la que el rey de los dioses solía contemplar sus vastos dominios. A sus pies, ocupando la mitad de la superficie del Cranón, se extendía el Buleuterión, la sala de consejos. Mientras Atenea se acercaba a Este, sobre su cabeza desfilaron carros de todos los colores, formas y materiales, arrastrados por criaturas aladas. Para viajar fuera del Olimpo, ella misma tenía a Glauce, un hipogrifo hembra con más cara de lechuza que de águila. A veces le uncía un carro muy ligero, pero más a menudo montaba sobre su lomo. Glauce era capaz de recorrer los más de mil quinientos estadios entre el Olimpo y Atenas en poco más de una hora, una proeza que sólo superaban Apolo o, por supuesto, el propio Hermes.

Atenea llegó al Buleuterión, que en realidad no era una sala, sino un vasto espacio abierto formado por una serie de terrazas unidas entre sí por breves escalinatas que ascendían poco a poco hasta la plataforma central, donde se sentaba Zeus junto a los grandes dioses. Había columnatas por doquier, pero no sustentaban techo alguno, pues allí, en la cumbre del Olimpo, nunca llovía: el agua que regaba los jardines subía desde el interior de la montaña por canalizaciones diseñadas y reparadas por Hefesto y su ejército de sirvientes.

Atenea recorrió los círculos exteriores, respondiendo a los homenajes de las divinidades menores con una inclinación de cabeza. Tras atravesar cinco terrazas, subió los diez escalones que llevaban a la plataforma central, un círculo de unos treinta pasos de diámetro rodeado por columnas estrechas y lo bastante separadas para no obstaculizar la vista. Allí los asientos de los dioses mayores formaban un semicírculo. En el centro de Este se levantaba una grada, y sobre ella el trono de Zeus. En aquel lugar en que todo era de color blanco, rosado o gris perlino, el trono de Zeus estaba tallado en basalto, la piedra negra original. Y si en las sillas de las demás deidades se veían mullidos cojines de plumas, el rey del mundo descansaba sus divinas posaderas sobre la dura roca.

Una vez sentada, Atenea se permitió recorrer el lugar con la mirada, y por primera vez fue consciente de la multitud congregada. Habían acudido centenares, tal vez más de mil, representando a todos los reinos divinos, pues aquella asamblea en la que se readmitiría a un grande entre los Olímpicos no era cuestión baladí.

Había allí deidades del mundo natural: sátiros, faunos, ninfas, melíades, hamadríades o centauros inmortales como Quirón. A la izquierda, bajo una pérgola que las ocultaba de la luz, se hallaban las divinidades que apenas poseían forma estable ni material. Entre ellas los dáimones, genios alados que flotaban transparentes y etéreos como medusas de aire. Los dáimones ejercían de intermediarios entre dioses y humanos, pues se decía que habían sido hombres en el pasado, cuando Cronos gobernaba el mundo; si eso era cierto, Atenea lo ignoraba, pues ahora esos genios no poseían nombre ni personalidad individual.

A la derecha, en una gran plataforma, había una piscina donde chapoteaban las criaturas acuáticas que no podían estar demasiado tiempo alejadas de su medio natural, so pena de resecarse y marchitarse. Allí estaba Nereo, acompañado por diez de sus hijas, que aleteaban ociosas con sus largas colas de cetáceo mientras esperaban a que empezara la asamblea. También el viejo Proteo, al que Zeus tenía prohibido cambiar de forma mientras estuviera en el Olimpo y que para la ocasión había adquirido el aspecto de un viejo respetable, aunque con la piel verde y manos palmeadas; y Forcis, no menos anciano que él, y Electra en nombre de las Oceánides.

Frente a la plataforma central, al pie de la escalinata, se agolpaban las divinidades de forma olímpica que no llegaban al rango de grandes. Entre ellas, en primera fila, estaban las nueve Musas, que a la menor ocasión se cogían de la mano y formaban un corro. A su izquierda, Pan, el único dios animal al que se permitía pisar esa terraza, daba brincos nerviosos con sus patas de cabra y venteaba su perfume en el aire, pero no se atrevía a acercarse a ellas. Por suerte, su inseparable compañero Príapo no había venido, y si lo había hecho había tenido la decencia de ocultarse para no mostrar el enorme bulto que arrastraba entre las piernas. Atenea vio también a las tres Carites, a cual más bella, vestidas con túnicas transparentes. En un asiento más elevado estaba Eolo, rey de los vientos, rodeado por sus hijos: Bóreas el gruñón y el risueño Céfiro se encontraban a la vista, y tapados por las cabezas de otros dioses debían andar Austro y Noto, a no ser que Zeus les hubiera encargado alguna misión de escolta. Un poco más allá vio a Ilitia, patrona de los nacimientos, que llevaba de la mano a la pequeña Armonía, nacida del amor adulterino entre Ares y Afrodita, una deliciosa criatura que prometía ser una de las diosas más bellas del Olimpo. Y también alcanzó a ver al belicoso Eníalo, compañero de francachelas de Ares, y a Íaco y a muchos más.

Después, Atenea giró la mirada a su alrededor. Los grandes del Olimpo se sentaban a ambos lados de Zeus, seis divinidades a cada lado. El primer lugar a la derecha del trono de basalto lo ocupaba Hera, hermana y legítima esposa de Zeus. Exceptuando a Afrodita, había sido durante mucho tiempo la diosa más bella del Olimpo; y para el gusto de Atenea, a quien la diosa del amor le parecía demasiado exuberante, lo seguía siendo. Su piel emanaba un brillo especial, y no había nadie como ella para caminar con majestad haciendo revolar alrededor los pliegues de su vestido. Ni cuando se enojaba con su marido, algo que sucedía con harta frecuencia, perdía la compostura. Sólo la afeaba un poco contraer tanto los ojos, como si fuese corta de vista. Aquel gesto se debía, en realidad, a que siempre andaba tramando algo. En opinión de Atenea, era una diosa astuta, más que inteligente.

Las miradas de ambas se cruzaron. Hera la sonreía a veces, pero hoy debía haber agotado su cupo de sonrisas, pues se limitó a entrecerrar los ojos de nuevo y levantar la barbilla. Tú sigue sin acostarte con mi padre, pensó Atenea, y verás lo que consigues.

Pues bajo la escalinata que subía a la plataforma, con un pie subido en el primer peldaño, como si estuviera dispuesta a tomar posesión en cualquier momento, estaba Tetis, la bellísima nereida que había renunciado desde hacía un tiempo a su forma acuática para morar en el Olimpo. Tetis aventajaba a las demás diosas por la extremada elegancia de su cuello y el fino torneado de sus piernas, que se insinuaban bajo la túnica trenzada de algas, más transparente de lo que la decencia aconsejaba en una asamblea de dioses a plena luz del día.

Tetis poseía una ventaja sobre Hera: la novedad. Zeus era veleidoso. Para colmo, Hera era repetitiva, casi machacona, y su esfera de intereses resultaba bastante restringida. Cuando Zeus hablaba en los banquetes (le encantaba perorar y que lo escucharan), Hera no disimulaba su aburrimiento y se permitía iniciar sus propias conversaciones. En cambio Tetis, cuando asistía a esas cenas, miraba a Zeus sin parpadear, bebiendo sus palabras como ambrosía. Irónicamente, había llegado al Olimpo invitada por la propia Hera, pues se había comportado muy bien con su hijo Hefesto en el pasado. Ahora no había forma de sugerirle que se volviera a las aguas.

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