La diosa se deslizó del lecho y empezó a vestirse. Cuando dormía con Afrodita, Ganímedes tenía que untarla por las mañanas con aceite asperjado con ambrosía. Pero su nueva amante no disponía de tiempo, y en cualquier caso no le hubiera hecho demasiada falta. Los dioses no sudaban y la roña apenas se adhería a sus pieles. Salvo en el caso de Hefesto.
—Hoy los dioses recibimos a uno de los nuestros de regreso a la familia olímpica —explicó la diosa, que parecía haberse levantado más locuaz de lo habitual en ella—. La vuelta de Ares es un fasto motivo de alegría para todos.
Aún desnuda, la diosa se ató las sandalias arqueando el trasero en una pose que habría parecido procaz en una mortal, pero que en ella resultaba elegante. Por el tono de su voz, era palmario que el regreso del dios de la guerra no la llenaba de alborozo.
—Para colmo —añadió, enderezándose—, por primera vez desde que tengo memoria, un embajador de los gigantes va a pisar el palacio de los dioses. No sé qué perspectiva me entusiasma más.
—¿Un gigante, señora? —preguntó Ganímedes—. ¿Va a venir un gigante en persona?
—Sí.
—¿Son tan grandes como dicen?
—Este, al menos, es cuatro veces más alto que yo.
—Deben de ser impresionantes, señora.
—Sobre todo por su fealdad. Son como montañas de roca ambulantes, y tienen un cerebro que hace que, por comparación, mi hermanastro Ares parezca casi inteligente.
—Me gustaría ver a ese gigante —dijo Ganímedes, y al momento se arrepintió de haber expresado su deseo en voz alta.
—No, no te gustaría —repuso la diosa, inclinándose para abrir un arcón—. Los gigantes odian a los humanos. Por eso mi padre los mantiene confinados en las tierras del Norte, lejos de vuestras ciudades. Ante esas bestias pedregosas, ni siquiera unos muros como los de Troya te servirían de protección.
Al oír el nombre de su ciudad, Ganimedes apartó la mirada de la diosa que aún seguía desnuda y se asomó por la ventana. Un suspiro se escapó de su pecho.
—¿Qué piensas? —preguntó la diosa. De las deidades que conocía Ganimedes, era tal vez la única capaz de reparar en otros seres que no fueran ella misma.
—¿Qué habrá sido de mis padres? ¿Seguirán vivos?
—¿Los echas de menos?
—Me gustaría volver a mi ciudad. Verlos antes de que mueran. —Ganimedes seguía mirando por la ventana. No se habría atrevido a expresar sus deseos mirando de frente a la diosa—. Casarme, tener hijos.
—¿No eres feliz en el Olimpo? Muchos mortales matarían a sus propios padres por disfrutar de ese privilegio.
Ganimedes miró a la diosa. Sus grandes ojos brillaban húmedos. Ella le acarició la barbilla y sonrió.
—Tienes razón —le dijo—. Es innatural que los mortales viváis con nosotros. No, no es
themis
. Somos para vosotros como la llama para la polilla...
La diosa pareció dudar ante el arcón. Primero sacó un peplo blanco y lo extendió sobre la cama. Luego se lo pensó mejor, volvió a doblarlo y lo guardó. Ganimedes observaba fascinado. Las otras diosas que se habían acostado con él habrían dejado sus prendas fuera para que las sirvientas las recogieran. Pero ésta era muy meticulosa, y tan trabajadora que en la estancia contigua tenía un gran telar en el que tejía su propia ropa, y también confeccionaba prendas y tapices para regalar a otras deidades.
Por fin, la diosa se decidió por un quitón largo de color tostado que le cubría los brazos hasta los codos y se cerraba en los hombros con broches de oro. Se lo ciñó con un cinturón de cuero y ahuecó los pliegues hasta que quedó con el drapeado y la altura deseados. Sobre el se vistió un manto verde con grecas bordadas, y sobre el manto un peto confeccionado con piel de cabra y tupidas escamas de dragón.
La Égida. El propio Zeus había confeccionado aquella coraza con la piel de Amaltea, la cabra que lo amamantó durante su infancia en Creta, y las escamas de Campe, el dragón que custodiaba las puertas del Tártaro y al que tuvo que matar para liberar a los cíclopes. Armado con esa coraza impenetrable, que desviaba tanto el más duro acero como la llama de los dragones, Zeus se había enfrentado a su padre Cronos y lo había derrotado en las montañas de Arcadia. Muchos años después, Zeus le regaló la Égida a su hija predilecta. Con ella y su lanza
Némesis
era invencible.
Atenea, la diosa de los ojos glaucos. La más poderosa guerrera de entre los Terceros Nacidos, con el permiso del violento Ares.
La diosa virgen.
—¿Puedes traerme la lanza? —le pidió a Ganímedes.
El joven cruzó bajo el arco que conducía a la estancia contigua.
Némesis
estaba en el suelo, junto al telar. De cuatro codos de longitud, no había en ella ni una astilla de madera, sino que estaba forjada toda entera en un extraño metal desconocido para los mortales. Ganímedes se agachó para recogerla. Al tacto se notaba muy fría, o tal vez muy caliente, y pesaba tanto que no pudo despegarla del suelo ni siquiera para introducir los dedos por debajo del astil.
—Déjalo —dijo la diosa, acercándose—. Era una broma.
Atenea extendió el brazo, exclamó ¡
Ithi emé
! y la lanza acudió a su mano por sí sola.
—Mi bisabuela Gea le regaló esta lanza a mi madre Metis, y yo la recibí de ella —explicó Atenea—. Está fabricada en adamantio, una mezcla de metales líquidos de su propio corazón, el mismo material que mutiló al todopoderoso Urano al principio de los tiempos. Una poderosa magia lo contiene en esta forma para que no se derrame.
Al examinarlo de cerca, el metal de la lanza parecía ondular y fluir como azogue guardado en un largo tubo de cristal. No había ningún blindaje que su punta no pudiera penetrar; y, por voluntad de la propia Gea, sólo su dueña podía levantarla del suelo.
—Ni siquiera mi padre Zeus puede empuñar a
Némesis
.
Por último, Atenea se puso el yelmo, una pieza de bronce adornada con ataujías de cobre rojo y un penacho de plumas grises, pero lo dejó con la visera vuelta hacia atrás, de modo que su rostro quedaba al descubierto. Al verla ataviada de guerrera, el joven retrocedió unos pasos.
—¿Qué te ocurre? ¿Te doy miedo?
—Vuelves a ser la diosa virgen... —dijo él.
—Y así debe ser. —El gesto de la diosa se ensombreció—. Fui consagrada poco después de nacer. En mi nombre, mi madre Metis le juró a Zeus que yo jamás conocería varón, ni dios ni mortal, que no concebiría hijos y que mi vida entera estaría dedicada a servirle. Cuando recibí esta lanza de Gea y la Égida de manos del propio Zeus, yo misma renové mi juramento de virginidad bebiendo un trago de las aguas de la Estigia.
Los humanos juraban cumplir su palabra poniendo por testigos a los dioses, pero ¿ante quién podrían jurar los propios inmortales? Estigia, una divinidad que tenía a su cargo las aguas infernales, había apoyado a Zeus en su larga lucha contra los titanes.
Una vez conseguido el poder, el dios del rayo la recompensó por su ayuda convirtiéndola en testigo de la palabra de los dioses. Si un inmortal juraba por Estigia y luego rompía su voto, las consecuencias resultaban funestas. En primer lugar debía permanecer durante un año confinado en un ataúd, sin comer ni beber, ni tan siquiera aire para respirar. Después aún debía cumplir nueve años de destierro, lejos del Olimpo, sin gozar de la compañía de los demás dioses y, lo que era mucho peor, sin catar la ambrosía.
Incluso Ganímedes conocía el juramento de Estigia. Ocho años antes se habló mucho de él en todo el Olimpo, pues el propio Ares había sufrido el castigo por violarlo. Además, entre un asalto amoroso y el siguiente, Afrodita, la principal implicada en el asunto, le había explicado al joven copero los detalles con su habitual indiscreción.
Ella estaba casada con Hefesto, un matrimonio que no la satisfacía; y, en cualquier caso, la monogamia era impensable para la diosa del sexo. Durante una buena temporada, el más asiduo de sus amantes había sido Ares. El hecho de que fuera hermano de Hefesto se habría antojado un agravante, pero para Afrodita sólo acentuaba lo morboso de la situación. Al principio se citaban a hurtadillas en rincones apartados, pero al final cometieron la imprudencia de fornicar en el propio tálamo nupcial mientras el dios herrero acudía a trabajar a su forja. Alguien acudió con la historia a Hefesto, quien, sin decir palabra a su esposa, tejió una red de hilos invisibles y la escondió entre las sábanas. Después, a media mañana, mientras aporreaba el metal en su fragua, calculó que era la hora adecuada y chasqueó los dedos. En ese momento, la red mágica se cerró por sí sola sobre los amantes, que cuanto más se debatían contra ella más atrapados quedaban entre sus mallas. Hefesto no tardó en aparecer en la alcoba, escoltado por un buen puñado de dioses varones a los que quiso llevar como testigos, con la indeseada consecuencia de que se rieron más de él que de la pareja desnuda que pugnaba en vano por escapar del lecho.
Hefesto sólo accedió a liberar a los adúlteros cuando Ares le juró por Estigia que jamás volvería a acostarse con Afrodita y que le compensaría entregándole dos castillos en la región de Tracia. Pero una vez libre volvió a las andadas. Las fortalezas las redujo a escombros antes de dárselas a su hermano, no tardó en encamarse de nuevo con Afrodita, y para colmo alardeó de ello ante todo aquel dispuesto a escucharle.
—Has jurado por Estigia —le había recordado Hermes.
—¡Que venga a reclamarme Estigia en persona! —dijo Ares, que aquel día había bebido cubos de hidromiel—. Cuando le clave lo que llevo entre las piernas seguro que no presenta queja ninguna.
El irreverente comentario llegó a oídos de Zeus, que esa misma noche hizo llamar a Ares. Los gritos de ambos se escucharon en todo el Olimpo, y la cólera del dios del trueno estremeció los cimientos de la mansión inmortal. Después, fue el propio Hefesto quien se regodeó en sellar el sarcófago hermético donde Ares fue encerrado durante un año entero y extrajo después hasta la última brizna de aire con uno de sus fuelles.
Ni Ganímedes ni nadie, salvo Afrodita, habían añorado a aquel dios violento y lenguaraz cuya estatura empequeñecía a todos los demás. Pero ahora, ocho años después y dos antes de que se cumpliera el plazo del castigo, Zeus había perdonado a su hijo y lo habia convocado de regreso. Ganímedes, como los demás sirvientes humanos del Olimpo, ignoraba el motivo.
Y también Atenea, que se lo había preguntado a su padre dos noches antes. Zeus había fruncido el ceño. ¿Desde cuándo tenía que rendirle a nadie cuentas de sus actos?
—Se trata de rendírtelas a ti mismo —le dijo Atenea—. Tú eres quien dicta las leyes, y quien más obligado está a cumplirlas.
Zeus solía ser muy paciente con ella y le razonaba todas sus decisiones. Pero esta vez la despachó con un gesto displicente.
—Vuelve a tu alcoba, hija. Tú no puedes entender los compromisos a los que hay que llegar cuando se gobierna.
—Lo que has hecho envalentonará a Ares. Cuando regrese, volverá a las andadas pensando que puede salir impune.
—¿Impune? ¿Te parece que estar un año encerrado en un ataúd sin aire y siete años sin pisar el Olimpo es quedar impune? —Los dedos metálicos de la diestra de Zeus hicieron rechinar el trono de piedra—. ¿Insinúas que no tengo autoridad?
Atenea sabia quién andaba detrás del regreso prematuro de Ares. Su madre, Hera, hermana y esposa legítima de Zeus. No era ningún secreto que ambos llevaban dos años durmiendo en alcobas separadas, porque ella se había cuidado de pregonarlo a todo aquel que quisiera oírlo. Y al parecer el rey de los dioses no estaba dispuesto a aguantar dos años más privado de la compañía de su regia esposa. Pero Atenea prefirió no mencionar a Hera.
—Si tú mismo soslayas los principios sagrados sobre los que reinas, todo se tambalea —dijo.
—No sigas por ahí. Ni siquiera tú...
—¡Eres el señor del orden! Tú eres el padre de Dique, la Justicia. Se supone que ella no está nunca en el Olimpo porque la has enviado al mundo para verificar que los humanos la respetan. No me gustaría pensar que es porque no quieres que juzgue tus errores.
—¿Quién eres tú para decidir qué puedo hacer o no hacer? —exclamó Zeus, poniéndose en pie. Su estatura intimidaba incluso a Atenea, que retrocedió dos pasos—. ¿Pones en duda mi juicio y mi omnipotencia?
Atenea agachó la cabeza. Había llegado demasiado lejos. Amaba a su padre y compartía su visión de un cosmos ordenado. Sabía que, antes de que Zeus conquistara el poder, el mundo era un lugar inestable y volcánico, en el que tan pronto reinaban el fuego y las cenizas como el hielo y la escarcha, dominado por criaturas monstruosas que amenazaban la supervivencia de la recién creada humanidad. Cuando Zeus encerró a los titanes en el Tártaro, prohibió a los dioses que poblaban el Olimpo que siguieran cohabitando con monstruos y que volvieran a mudar de formas.
—No más dioses que se transforman en animales —había dicho—. Somos los olímpicos y eso significa que debemos mantener nuestra dignidad.
Pues la naturaleza de los dioses, al contrario que la de los mortales, era tan moldeable y dúctil que ellos mismos podían alterarla en metamorfosis que, si bien resultaban dolorosas, también podían serles útiles. Pero a Zeus no le agradaba estar rodeado de criaturas de aspecto cambiante e insistía en que había una forma única que todos debían mantener: la suya. La olímpica. Aquel molde conforme al cual la raza humana, la favorita de Zeus, había sido creada por él y su antiguo amigo Prometeo, el titán que ahora colgaba de unas cadenas de hierro en un volcán del Cáucaso.
Atenea comprendía los preceptos de su padre. Lo que no entendía era que él mismo los traicionara. Pues cuando se dejaba llevar por sus caprichos (que casi siempre se materializaban en la forma de alguna bella hembra humana) no dudaba en adoptar las formas más peregrinas. Dentro del Zeus responsable y justiciero habitaba otro infantil y caprichoso, capaz de transformarse en toro para raptar a Europa, en cisne para seducir a Leda, en lluvia de oro para fecundar a Dánae, o incluso de adoptar la figura del tebano Anfitrión para seducir a su mujer Alcmena.
Al menos, nunca había solicitado la complicidad de Atenea para tales andanzas, en las que siempre recurría al inmaduro y voluble Hermes, sabedor de que él no le echaría nada en cara. Pero si Zeus creía que los demás dioses no conocían estas aventuras y no podían reprocharle que quebrantara sus propias normas, estaba muy equivocado. Pues la primera que siempre se enteraba era su propia esposa, Hera, y ella se ocupaba de contárselo a todos los demás. Incluida Atenea. Aunque no se llevaban bien, Hera la invitaba a cenar en sus aposentos cada vez que tenía la ocasión de denunciar una nueva infidelidad de su marido, con la esperanza de sembrar la cizaña entre Zeus y la diosa guerrera, o conseguir al menos que ésta reprobara la actitud de su padre.