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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (32 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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—¡El fuego no, por favor!

—¡Contesta a mis preguntas!

Por fin, Eucrante habló. Primero le contó lo que todo el mundo parecía saber: que Zeus había sido derrotado por una criatura más poderosa que él y que el trono del Olimpo estaba vacío, esperando a que su nuevo y legítimo dueño decidiera ocuparlo.

—¿De quién estás hablando? —preguntó Zeus.

—De Tifón, el hijo de Cronos y Gea.

Eucrante añadió que entre todas las razas antiguas había corrido la orden de jurar fidelidad y obediencia a Tifón. Pero esta vez no deberían jurar por Estigia, sino por la propia Gea. Y la primera orden del nuevo monarca era matar humanos. Matarlos en todo lugar y siempre que fuera posible.

—Así que tú querías asesinar a Alcides.

—¡No! —chilló Eucrante—. De verdad me gustaba. Quería llevarlo conmigo a mi reino para convertirlo en mi amante.

—Por desgracia, el joven Alcides no tiene branquias como tú, así que sólo habrías sido la amante de un cadáver hinchado y lívido. Dime: ¿Qué más sabes de Zeus? ¿Sigue vivo?

—No. El gran Zeus ha muerto. Dicen que ese monstruo lo devoró después de derrotarlo.

—¿Cómo pudo vencerle? ¿Por qué Zeus no lo fulminó con el rayo?

—¡No lo sé! ¡Por favor, me estás quemando!

Movido por la rabia, Zeus se había olvidado de apartar a Eucrante de las brasas, y ahora sus hermosos cabellos plateados estaban humeando. La alejó dos pasos de la hoguera y con la mano izquierda apretó el mechón de pelo hasta que dejó de arder.

—Creo que lo traicionaron —sollozó la nereida.

—¿Quién lo traicionó?

—Dicen que su propia mujer. Hera. No me extrañaría... Esa diosa es antipática y soberbia, y cuando estuve en el Olimpo me miraba con odio.

—¡Ja! —Zeus descubrió que la nereida le empezaba a caer bien, aunque hubiese estado a punto de ahogar a su joven guardaespaldas.

—También he oído —prosiguió Eucrante, que, con la veleidad propia de las razas marinas, parecía haberse animado a hablar— que fue la propia Hera quien provocó el nacimiento de Tifón.

—¿Cómo? Explícate...

Eucrante hizo un relato bastante prolijo de una escabrosa historia sobre el semen de Cronos y unos huevos de dragón. Zeus no daba crédito a la alevosía de Hera.

—Al final el hijo de Licaón tenía razón —sentenció con tristeza—. Vivimos en una edad de hierro en que la mujer desobedece y engaña al marido. ¿Cómo has sabido todo eso, Eucrante, hija de Nereo?

—No te lo puedo decir. Mis hermanas me matarían.

—Eso sólo ocurrirá si yo te dejo con vida. —Zeus volvió a apretar la tenaza de sus dedos, lo justo para que la nereida recordara que aún seguía en peligro—. ¿Por qué iban a matarte tus hermanas? ¿Están implicadas?

—¿Y tú por qué quieres saberlo, mortal? —jadeó ella—. ¿Qué más te da a ti?

—¿Has oído hablar de Tiresias? —preguntó Zeus, aflojando de nuevo la presión.

—El adivino ciego que fue mujer y luego hombre...

—Pues ése soy yo —improvisó Zeus—. Aunque me haga llamar Próxeno, soy en realidad Tiresias, y un dios muy importante me ha ordenado que averigüe todas estas cosas.

—Tienes demasiada fuerza para ser un adivino.

—Una cosa no quita la otra. ¿Qué hay de tus hermanas? ¿Son también traidoras?

—¡No, no! Nosotras no tenemos nada que ver con las intrigas del Olimpo. La única que sabe de esas cosas es mi hermana Tetis. Hace unos días volvió del palacio de Zeus y habló de todo ello con mi padre. No sabían que yo les estaba escuchando.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que toda esa historia de los huevos de dragón se la escuchaste a tu hermana?

—Sí.

Zeus abrió los dedos un instante, perplejo. De modo que Tetis conocía los detalles de la conjura, y no se los reveló. Mientras se acostaba con él, también andaba en tratos con su esposa. Y además, recordó, había sido ella quien le insinuó que Atenea había traicionado su voto de castidad para malquistarla con ella. ¡Qué insignificante le parecía ahora que su hija hubiera perdido la virginidad con Ganímedes!

Y Nereo. El anciano dios del mar también lo sabía. Zeus empezaba a pensar que, si reconquistaba el poder, la lista de divinidades de las que tenía que vengarse era tan larga que iba a dejar el panteón vacío.

 

 

Más tarde Alcides se acercó a hablar con él. Al pensar en la traición de Hera, y en la de Tetis, que casi le dolía más, Zeus se había mordido la mano con tanta rabia que le había fluido icor por la herida. El joven se quedó mirando con gesto de asombro aquel líquido rosado, tan distinto de la sangre humana.

—Eres un dios... —susurró.

—No soy ningún dios —contestó Zeus, de mal humor—. Sólo soy Próxeno, y esto es linfa. ¿No sabes lo que es la linfa?

—Yo lo que sé es que si me hago una herida en la mano, la sangre me sale roja.

—Pero no tan roja como a otra gente.

—¿Qué quieres decir?

—Olvídalo, Alcides. Duérmete, y no sueñes con nereidas. Podrías ahogarte hasta en sueños.

 

 

Cruzaron la Propóntide con la nereida atada en cubierta. Al principio, Zeus la había colocado delante de la toldilla, pero la visión de aquel cuerpo casi desnudo perturbaba demasiado a los remeros, así que se la llevó a proa. Cécrope no estaba demasiado contento.

—¿Quieres atraer sobre nosotros la desgracia? —bisbiseó al oído de Zeus—. Es una nereida. Su padre o el propio Poseidón hundirán este barco si no la soltamos.

—La desgracia ya ha caído sobre nosotros, y sobre todos los humanos. ¿Recuerdas ese calamar que nos atacó? Era el propio Proteo.

—¿El viejo del mar? ¿Y tú cómo puedes saberlo?

Zeus tabaleó con la uña sobre la superficie pulida del ojo de las Grayas.

—Con este ojo veo más que todos vosotros juntos. Y te digo que más te vale que me hagas caso en estas cuestiones. Mejor es llevar a bordo a la hija de Nereo como rehén que dejarla ir. Ahora mismo, no es seguro para los humanos cruzar el mar. Ni las tierras. Lo único seguro en este momento para los mortales es estar muerto.

Cécrope no quedó muy convencido. Pero por la tarde, cuando ya veían en el horizonte la ciudad de Bizancio y las rocas que rodeaban el estrecho del Bosforo, se cruzaron con un barco cretense. El capitán se asomó por la borda y les avisó a grandes gritos de que no siguieran. Cécrope ordenó abarloar la
Salaminia
a la nave cretense y parlamentó con el capitán. Este le dijo que su barco era el único superviviente de una flotilla de seis barcos que se dirigía a la Cólquide para comerciar con el rey Eetes.

—No hemos podido pasar. Cuando entramos en el estrecho, la mar se picó, aunque no hacía viento, y empujó nuestros barcos contra las rocas Simplégades.

Zeus, que escuchaba la conversación, asintió con gesto grave. Las Simplégades. Las Rocas Entrechocantes que tanto habían temido los marinos en el pasado, hasta que él mismo prohibió a las divinidades del mar que siguieran azotando y hundiendo las naves que atravesaban el estrecho del Bósforo. Pero sus órdenes, era evidente, ya no tenían validez.

Los dos capitanes intercambiaron regalos y se despidieron. Después, Cécrope ordenó poner proa hacia Bizancio. Los marineros, que habían oído la conversación, casi se amotinaron. Cécrope tuvo que recurrir a toda su persuasión para convencerlos de que, por el momento, no intentarían cruzar el estrecho.

—Pasaremos la noche en tierra, y mañana decidiremos. Tal vez podamos comerciar con los bizantinos.

Pero luego le confesó a Zeus que no tenía muchas esperanzas, pues ni las mercancías que llevaban a bordo interesarían demasiado en Bizancio, ni podrían abastecerse de comida en esa ciudad tan pequeña.

—Esto es parte de una conjura para matar de hambre a los humanos —dijo Zeus—. ¿Me empiezas a creer ahora?

—Da igual que te crea o no. No podemos seguir adelante. Olvídate de visitar a tu amigo de la Cólquide.

—Eso ya lo veremos.

Pasaron la noche en una cala resguardada de las olas. Al norte se adivinaban las luces de Bizancio, un pequeño asentamiento que había sido fundado pocos años antes por Bizante, hijo de Poseidón. Mientras los marineros discutían y cuchicheaban entre ellos por qué su capitán no los había llevado directamente a la ciudad, Zeus le dijo a Alcides que se echara al hombro a Eucrante y le siguiera.

—¿Qué vais a hacer conmigo? —protestó la nereida.

—Tú haz lo que yo te diga y no te pasará nada.

Mientras Zeus le explicaba a Eucrante lo que quería de ella, cruzaron un resbaladizo espigón que los llevó a otra cala, aún más pequeña. Allí, ataron una cuerda al cuello de la nereida, con un nudo tan prieto que, una vez mojado, la única forma de soltarlo era cortándolo. Después la echaron al agua. Eucrante, cuya piel ya estaba empezando a agrietarse, se sumergió y nadó hacia la boca de la ensenada mientras emitía silbidos agudos como un delfín.

No tardó en aparecer otra sombra en el agua. Agazapados tras una roca incrustada de mejillones, Zeus y Alcides vieron cómo una cola juguetona chapoteaba alrededor de Eucrante. Esta nadó de espaldas, como si estuviera contemplando las estrellas, y aprovechó para acercarse a la orilla. La segunda sombra la siguió, y cuando asomó la cabeza fuera del agua comprobaron que se trataba de otra nereida.

—¿Por qué no te mueves, hermana? —dijo la recién llegada—. ¿Acaso estás triste porque ese amante que saliste a buscar te rechazó? Yo te consolaré.

La nueva nereida se acercó a Eucrante y le dio un beso. Al verlo, Alcides chasqueó la lengua y suspiró.

—Espero que no le hagas daño —le dijo a Zeus.

—No me digas que te has enamorado de esa nereida.

Zeus vio que Alcides enrojecía. Pese a que la noche era oscura, con el ojo de las Grayas era capaz de detectar cosas que a una pupila normal serían invisibles.

—¿Has hablado con ella? Mira que os he vigilado, y aún así me habéis engañado —dijo Zeus, en tono un tanto indulgente. Al fin y a la postre, Alcides no era más que un adolescente muy crecido y con los músculos demasiado desarrollados.

—No está bien que la tratemos así. Tiene el cuello muy delicado.

—No tanto como crees. Es una inmortal. No se le romperán las vértebras, y las rozaduras se le curarán en seguida.

—Sabes mucho de dioses.

Zeus sonrió de medio lado. El mocetón seguía obsesionado con su posible naturaleza divina.

—Ya hablaremos de eso.

En el agua, Eucrante había abrazado a su hermana.

—¡Oh, Galene! —dijo—. ¡Soy tan desgraciada!

Galene correspondió a su abrazo, y sus dedos debieron encontrar la cuerda, pues torció el gesto.

—¡Perdóname! —exclamó Eucrante.

—¿Por qué?

En ese momento Eucrante emitió un grito agudo, como una mezcla de chirrido y silbido de delfín, y Zeus tiró de la cuerda con la izquierda. Aunque Galene se debatió, su hermana no soltó el abrazo. Angustiado por el cuello de Eucrante, Alcides corrió hacia la orilla, se metió en el agua hasta la cintura y sacó a las dos nereidas.

Cuando regresaron con su nueva pesca, los tripulantes de la
Salaminia
aún seguían despiertos y discutían entre ellos. Pero la llegada de otra nereida despertó su atención. Galene tenía el cabello oscuro y los senos pequeños y deliciosos como manzanas. Algunos de los marineros preguntaron por qué, ya que tenían a dos nereidas, no las echaban a suertes y al menos algunos disfrutaban de ellas. Las ondinas, atadas sobre la cubierta, se habían cruzado de brazos para cubrirse los pechos y se miraban enfurruñadas. Galene no estaba muy contenta con su hermana por haberla atraído a una trampa.

—No os lo recomiendo —dijo Zeus, cuando vio que el propio Cécrope se relamía sin darse cuenta al contemplar a las dos nereidas. No dejaba de comprenderlo. Las inmortales podían exudar unos aromas que para los humanos resultaban irresistibles—. No disfrutaréis mucho de forzarlas fuera del agua, y si luego las soltáis, ya podéis alejaros del mar el resto de vuestras vidas.

—¿Y tú? —preguntó un marinero llamado Hemo—. Eres tú quien las ha secuestrado, Próxeno. ¡Escuchad, bellas doncellas!

—Ésas tienen de doncellas lo que tú de inteligente —dijo Zeus.

—¡Sabed que es sólo Próxeno quien os retiene! —prosiguió el marinero—. ¡Y que yo, Hemo, hijo de Tálaso, no tengo nada que ver con esto!

—Pues entonces libéranos, Hemo hijo de Tálaso —contestó Galene con voz melindrosa—, y mi padre no sólo te perdonará la vida, sino que te recompensará.

Hemo dio un paso hacia la escalerilla que subía a la nave, pero Zeus le puso la mano en el hombro y apretó, lo justo para hacer que le crujieran los huesos.

—Quédate aquí abajo. Esas nereidas son vuestro pasaje para cruzar las Simplégades vivos. No lo olvidéis.

 

 

Mientras los demás por fin dormían, Zeus se quedó en cubierta vigilando a las dos nereidas, que se mantenían apartada la una de la otra y sin hablarse. Zeus aprovechó las frías horas que precedían al alba para interrogar a Galene. La ninfa del mar le reveló algunas cosas más que Eucrante. Había llegado a la corte de Nereo la noticia de que se había librado una gran batalla más allá de Tracia, y que un ejército de miles de humanos había sido aniquilado por los gigantes del Norte. Galene reconoció que se alegraba del destino de ese ejército, pues su general era Ares, un dios brutal que había violado a algunas de sus hermanas. Además, estaba de acuerdo en que los humanos eran demasiado insolentes y había que darles una lección.

—No hay reino que respeten —dijo—. Se atreven a cruzar con sus casas de madera las aguas que no les pertenecen, y además cazan con sus anzuelos y sus arpones a los súbditos de Poseidón.

—¿Poseidón tiene algo que ver en la conjura contra Zeus?

Galene, que era más indiscreta que su hermana, le explicó que su padre Nereo había hablado de la caída de Zeus con Poseidón, y que Este, aunque afirmaba no saber nada, dijo al saber que Tifón había derrotado a su hermano: «Me alegro. Ese engreído se merecía por fin una lección.»

—Yo creo que está contento porque ahora él va a ser el soberano de todo—aventuró Galene—. ¿Tú crees que trasladará el palacio del Olimpo al mar? Nunca he estado en el Olimpo.

—Pues, si quieres seguir viva para visitarlo alguna vez, mañana haz lo que yo te ordene.

A la mañana siguiente, los vientos para entrar en el Bósforo no eran propicios. Eucrante, en tono mordaz, le dijo a Cécrope que si quería encontrar una corriente favorable no tenía que esperar: tan sólo debía hundir la
Salaminia
y, cuando llegara a los cincuenta codos de profundidad, descubriría que había una contracorriente de aguas frías que entraba en el Ponto. El capitán, contemplando con ojo preocupado las cabrillas que se estaban formando en el mar, sugirió hacer un sacrificio en honor de los dioses. Zeus le dijo que lo olvidara.

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